Escribano analfabeto.
Cap VII (de cuando el narrador de la vida del Escribano se retracta del último capítulo y lo reescribe)
Consorte: aquel que comparte tu suerte.
Nada más pisar la ciudad, una conocida le ofreció una habitación que alquilar a un precio más que moderado en el centro así que se trasladó aquel mismo día.
La casa tenía un recibidor oscuro que se abría a un largo pasillo del que emergían las habitaciones. Una de esas casa tan grandes como mal distribuidas. Al entrar, al fondo del pasillo y a contraluz, vio una silueta de mujer. Era una figura alta y delgada que al acercarse se descubrió completamente vestida de negro excepto por los zapatos de tacón que eran de un granate escarlata con los talones desgastados.
No tardaría en aprender su nombre, su rostro, sus manos, su enfermedad.
Al día siguiente bastó una breve conversación en el pasillo para que ella le invitara a compartir el sofá que desde su habitación permitía ver la actividad diaria del mercado municipal. Allí, de forma sencilla y abierta le contó el terrible secreto de su adicción.
Mónica, ese era su nombre, había empezado a fumar heroína diez años atrás con tres amigos viendo las películas de Warhol y la Velvet Underground. Lo que empezó como un juego intelectual acabó con cuatro amigos sometidos a la más totalitaria de las enfermedades. Cuando se conocieron, Mónica hacía tiempo que luchaba desesperadamente contra el hábito, pero la equación de la Enfermedad es muy exacta, muy compleja (o tal vez incomprensiblemente sencilla), cada pieza debe ser substituida cuidadosamente.
Si la situación de Mónica era angustiosa y angustiante para el observador, su persona estaba limpia, sus afectos permanecían limpios, era un alma límpida arrollada por un infierno químico.
Después de esa conversación no tardó en llegar el primer beso, la primera cama compartida. Pasaron los meses y, como siempre ocurre, el secreto empezó a hacerse evidente en la casa, así que perturbados por las miradas entre compasivas, angustiadas y condenatorias de sus compañeros decidieron mudarse a un piso con dos pequeñas habitaciones en uno de los barrios más conflictivos y ruidosos de la ciudad. Había una doblez en aquella sufriente mujer que Escribano adoraba; un pliegue que, extendido, abarcaba toda su ternura.
Ella necesitaba la droga día y noche, su cuerpo, sus células aullaban la ausencia. Extremadamente delgada se debatía entre la rabia más irracional y una tristeza hecha del abatimiento más completo que Escribano hubiera observado. En muchas ocasiones, era él quien tomaba el metro hacia la zona alta de la ciudad para encontrarse con el negro de las bolas blancas a cincuenta euros.
Proporcionarle la droga era darle una tregua, aliviarle un sufrimiento, conseguir que reflexionara sobre la naturaleza de la Enfermedad al menos durante la primera media hora, después el poder analgésico de la heroína la transportaba a una suerte de útero en el que flotaba lejos de toda materia.
Escribano vivía abrumado por un rosario de sentimientos contradictorios. Escribano padre, Escribano sanador, Escribano todas las tareas del hogar, Escribano angustia, ternura, rabia, tristeza, algo parecido a la demencia, esperanza, pluma de belleza esperando manotazos.
Proporcionarle la droga era participar de un abismo hecho de la más baja desmotivación. Mónica era un pelele, un ratón de laboratorio lanzándose una y otra vez contra la portezuela electrificada que le proporcionaba alimento.
Escribano se iba cada mañana a trabajar en un bar con la angustia del que sabe algo terrible puede ocurrir en su ausencia. Las horas que le proporcionaban el salario se le hacían angustiosamente interminables. Llegó un momento en el que Escribano prefería que Mónica estuviera sumergida que luchando en la superficie. A veces, al despertar se la encontraba dormida, abatida con la frente sobre el teclado del ordenador: la mano derecha sobre la mesa con el mechero y el brazo izquierdo colgando inerte sosteniendo un trozo de papel de plata con los recorridos acaramelados de la heroína. La imagen entre patética y cómica de las teclas marcadas en la frente cuando la despertaba.
Escribano seguía día tras día cuidando de ella con la inercia esperanzada de un cambio,una salida, una crisis que desembocara en algo mejor. Toda aquella situación era demasiado oscura. La naturaleza de la desgana, la nausea continua a flor de piel, el abismo del primer llanto de la criatura primera. Escribano lloraba la pena insondable del amante tierno expuesto al garrote vil del acantilado de la desgracia.
Aquello duró un año hasta que Escribano, exhausto y habitando algún tipo de fondo sin nombre, animó a ciegas a su compañera a internarse en un centro de desintoxicación.
El piso quedó en silencio y Escribano con él. Durante una o dos semanas su cuerpo y sus pensamientos quedaron suspendidos. Escribano sabía que estaba reflexionando pero se le escapaba la naturaleza de sus reflexiones. Sentía como la bolita rebotaba entre los resortes generando conclusiones, preguntas, respuestas y no le inquietaba desconocerlas por completo, entendía que aquello era de lo más normal. El tiempo no cura pero piensa mucho mejor que nosotros.
5 comentarios:
más crudo, más real, más humano que los humanos.
Laudeadísimo escribano,
desde un lugar cuyo nombre tú recuerdas, genuflexo mis rodillas ante el recuerdo de un valiente hombre que luchó contra todas las letras hasta que las tuvo ordenadas en hermosísima forma, pues es sabido que desde que los escribanos fueron escribanos y las letras fueron letras no se ha librado en el mundo, ni el mundo se ha librado de ella, batalla tan desigual y tan justamente ganada, como la de las heroicas hazañas y bellos despropósitos de nuestro antihéroe analfabeto.
Por cierto, cuál no ha sido mi sorpresa cuando la Enana me ha señalado a Leli Vorratxes tumbado junto al Sena en un tarde de domingo.
espectador de tu vida a tus pies, apoyo si cabe...nos sabemos
escribano escriba no escriba sentado escriba tensado os daten, escriba da sento non liga... resescriba cuantas veces quiera: lento...
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