jueves, 30 de junio de 2011

Святой Петербург2011 - Mockbá2011



En el techo luces rojas preparando un despegue que no llega y que la noche prometiò. Un poco màs arriba, en el cielo, la luz hace bellos discursos que apenas dejan hablar a una noche de no màs de tres horas.

La ciudad 2011 deja destrucciòn junio cùpula dorada para los ùltimos dìas. Oro que se ve desde cualquier punto brilla incluso en los dìas nubes que se derriten sobre dìas que son estatuas grises. Bajo manto marmòreo de Isaac mujeres de pañuelo cabeza y estambre arrugas rostro afinan lustre vacinas de metal alumbradas por finos tallos cèreos del rito. En este lugar las mujeres no cesan de buscar al hombre por canales hùmedos y puentes bajos. Hoy ya no hay màs victorias la lucha es blanda entre feroces y entre gestos blancos desaparece el rastro muchedumbre. En las hembras arden lentos los ojos como carbones y se consume la pasiòn en sus pieles nìveas mientras sus caderas zozobran a ritmo de mar, diminuto oleaje, vaivèn.

Paseos tiendas mutiladas de règimen extinto pseudo ancestral y hacer todo lo que se hace satisfacer a toda costa de muecas pesar la temperatura invencible tupida yema de plàcido delirio templado insomnio de estos dìas que no hacen noche en este lugar.

Lìnea negra de rimel y negro postizo pestaña, fina negrura marcada sobre verde maquillaje plateado pàrpado y talco sonrojo blanco encima de ya blancas mejillas. Especie de Venecia desinfectada cobijo de mafia una mayorìa inquietantemente normal y rutinaria. Sòlo mujeres, ritos ortodoxos y cùpulas doradas salvando la ciudad y salvaje era consume hombres rompiendo aire luminoso y gris con quilla de normalidad insìpida, sin olor, albina y apunte de ser agua...apenas sì el mar en la orilla hasta estar dentro de èl, espalda brutal y muda, marea musculada gris y acerada.

Una mujer besa a un hombre dentro de un grupo de soldados...todos se vuelven de bronce...con su rango de hombres y sus labios de mujer. El instante se hizo de quietud como antes del suceso.

Un hombre, sentado en el suelo, descansa muerto su cabeza apoyada en la vagina de una mujer de piedra...otra mujer entrega un fusil a un hombre...sin techo duermen ahora con sol alquitranado, madre patria arroja al hijo contra pàjaros de paz...muchas armas para la gloria del pueblo y màrmol en el subterràneo...los vivos que extraviamos en las tripas del tiempo, las familias atrapadas en el bronce de las estatuas con suerte de perro incluso...

Ahora las jòvenes policìas recaudadoras de impuestos emborrachàndose con champàn barato rubias, pelirrojas, morenas bebiendo a morro introducièndose un poco el cuello de la botella...de fondo la pista artificial de salto de esquì olìmpico ensartada de verano y orgullo militar.

Se perderàn los recuerdos con los objetos, premiaremos la memoria con servicio y valentìa.

Mujer sujeta riendas de caballo bronce encabritado gana guerras, muere historia con galeria rosas y cortinas hotel cierran a los ojos lo que la ciudad lugar podrìa ser o que fue. No lo sè. Transiberiano cubre de àrboles la distancia.

miércoles, 29 de junio de 2011

WG, Episodio 23, by Sr Odiel Lego

Casi se me había pasado la borrachera para cuando volvimos a la barra. Aunque por la matraca que le daba el doctor a Hans-Georg y cómo este le seguía el juego, cualquiera diría que no me había movido del sitio. La parrafada incongruente seguía su curso. Hans descansaba sobre el regazo de Hoffmann y no se había dado cuenta de que Valeria volvía a estar entre nosotros.

—Lo que realmente me interesa es que diga usted la verdad, doctor. ¿Dice la verdad, o no? Dígamelo, no es una pregunta tan complicada —dijo Hans, haciéndose la muerta en cuanto descubrió a la enfermera tras de sí.

—No me diga que ahora también habla usted solo, doctor. Y jugando con la peluche. ¿Pero no está usted un poco mayor para esa? —dijo prorrumpiendo en una carcajada que intentó serenar sin éxito—. Perdón, doctor. Creo que he bebido demasiado.

Me apresuré a devolver el recto de Hans-Georg a mi puño y darle su apariencia adecuada de muñeco de ventrílocuo.

—Responda, doctor —dije imitando la voz de Hans-Georg mientras miraba a Valeria con mi sonrisa de gato de Chesire.

—Mire, señor Georg. A mí me importaba muy poco quien regentara el trono de España. Que sepa que mis simpatías estuvieron siempre con la República, aunque sabía que aquello duraría menos que un phoskitos pisoteado a la puerta de un colegio…

—¿Con la República? —repliqué instintivamente—. ¿Pero sabe usted lo que dice, acaso? Si no tenían ni idea. Estaba claro que romperían el país. Mire en lo que acabó, mire.

—La sociedad no estaba preparada para eso. Con decirle que acabó aprobándose con minoría de republicanos en las cortes. Su país estaba lleno de analfabetos, Odiel. Analfabetos. Pero si a mí me importaba poco el trono, menos le importaba eso a Otto, que estaba empeñado en provocar una guerra con los franceses.

—¿Y para qué, si acababan de salir de otra? ¿Tanta sed de sangre tenía? —preguntó Hans-Georg, entusiasmado ahora con el discurso.

—¿Sed de sangre? A ese le daba lo mismo sangre, sudor, que lágrimas. Era un megalómano, como todos, un maldito megalómano. Pero le estoy agradecido, porque gracias a todos sus planes estrafalarios al menos me libré de una buena guerra, y no de las menores. Lo que él quería era unir a todos los estados prusianos, esa era su máxima obsesión. Esa, y librarse de mí por todos los medios, claro. Pero creo que he sido un hueso digno y duro de roer para él. Más de una vez me lo dijo. Al final diría que incluso volvió a tomarme aprecio. Y yo a él, ni que decir tiene. El día de su funeral lloré como una cebollera empachada de propanopial. Ha sido el más grande de todos los cancilleres. Nadie lo puede negar. Siempre con segundas intenciones, sí. Pero, ¿qué gran regente no las tiene? —dijo inclinando su bigotito como para convencer a la concurrencia.

Nos quedamos todos ensimismados, preguntándonos por todo lo habido y por haber en la historia universal, las grandes gestas pasadas, los infortunios que depararía el devenir. Hans-Georg se rasgaba el pelaje bajo la mandíbula con gesto de plena concentración. Valeria paseaba su mirada del supuesto muñeco hacia mí alternamente, con cara de devota piadosa en presencia de un milagro.

—¿No ha escrito usted ningún libro, sus memorias, o algo así? —preguntó volviéndose hacia el doctor.

—No. Ni pienso hacerlo. No tendría tiempo suficiente.

—Pues debería —contribuyó Hans-Georg—. El suyo es un punto de vista inigualable, una trayectoria así ha de ser aprovechada, por más que todas sus ideas sean subjetivas. No hay nadie que cuente con una perspectiva como la suya, capaz de hacer entender al resto los acontecimientos del pasado con una visión prácticamente de futuro, global, única, inconfundible. ¿Está usted familiarizado con la noción de eficacia histórica?

—Eficacia histórica: Otto Von Bismarck en estado puro. Eso si que era eficacia histórica y no los mequetrefes que se encuentra uno por aquí desde que se nos fue —dijo entristeciendo repentinamente.

—Creo que Hans se refiere a la necesidad que tenemos el resto de nosotros de mirar todo aquello con cierta distancia y a la vez ponernos en situación histórica —dije recobrando la compostura al recordar una de las lecciones maestras del profesor Herrera Altamirano en la Universidad de Melilla—. En tanto que usted tiene el punto de vista verdadero, no necesita que le cuenten lo sucedido porque lo vivió de primera mano. No sé si me explico.

No tenía ni idea de lo que yo mismo estaba hablando. Era como tirar de una cuerda que sale de la nada cuyo extremo permanece oculto. No obstante mis arcanas palabras no quedaron sin efecto en el amigo Hans-Georg, que parecía saber exactamente a lo que yo me refería.

—Exacto, doctor. ¿Qué me importa a mí cómo conciba la gente la historia, qué me importa lo que interpreten, si la tengo aquí delante de mis propios ojos? Si es que debo creer lo que dice, claro está. Yo diría que es usted hombre de palabra. ¿Lo es? —preguntó sin dar tiempo a una respuesta—. Usted nos puede contar la historia jamás contada. Usted sí tiene conciencia histórica. ¿No es cierto?

—Supongo que sí —respondió el doctor un tanto atribulado.

—Pero también narra sus peripecias con un tono exaltado y afectado por sus propios recuerdos y sentimientos y lo hace muy difícil de interpretar. Procure ser un poco más exacto, doctor. Intente evitar el sentimentalismo. Sea objetivo.

—¿Qué sea objetivo? —dijo el doctor arrastrando las sílabas y levantándose de la silla de repente—. No digo más que la verdad. ¿A quién creerá usted entonces, a los que escriben los libros? Ni hablar. Esto es una infamia, calumnia ignominiosa, vilipendio. ¡Yo estuve allí! ¡Yo fui el artífice! Eso nadie podrá quitármelo jamás. ¿Cómo se atreve a decir que miento?

—Una rata de tranquilidad, señores —dijo Valeria.

Se hizo un silencio en el que los otros tres nos quedamos mirándonos. Aunque aquello no pudiera estar más lejos de la intención de la enfermera, no tuvimos más remedio que romper a reír, con lo que, finalmente, consiguió su objetivo de calmar los caldeados ánimos. A medida que se renovaba la conversación, me parecía entender más de lo que hablaban, como si se encendiera algún pistón de mi memoria. No obstante, no quería ponerme a pensar en ello, pues estaba en un estado nefasto para deambular. Lo más probable era que me atropellaran en cuanto saliera del local. Así que interrumpía la conversación con cuanto se me ocurría, o intentaba dejar la mente en blanco y no pensar en nada, aunque me resultara imposible. Gracias a la fortuna, algo haría que todos mis esfuerzos fueran vanos.

—No era eso lo que quería decir, doctor. Ya le he dicho que le consideraba un hombre de palabra. Es el lenguaje el que miente por usted, aunque lo que narre sea una verdad absoluta. Me refiero a que depende de cómo usted me lo cuente yo lo entenderé de determinada manera, ¿me sigue?

—Pues no, hijo. La verdad es que no lo sigo.

—Simplemente, que no podemos separar lo que se dice de la persona que lo dice. El Dasein…

En efecto. Era mi turno para quedarme dormido. Caí como un toro derribado en la plaza, primero las rodillas y luego el resto del cuerpo. Lo siguiente que recuerdo, parece sacado de un guión de película barata de Roger Corman, o más bien de su discípulo, Jessie Franco, y aunque los relatos de ambos fueran dignos de carcajadas histriónicas, vivir la esencia de la caspa en las propias carnes no es algo que produzca una sensación poco escamosa, además de espeluznante. Antes incluso de abrir los ojos, noté que tenía los huesos entumecidos y casi todo el cuerpo dolorido, como si me hubieran dado una paliza. No sé dónde esperaba encontrarme, porque en ese momento no recordaba nada de mis recientes aventuras, ni del doctor, ni de Valeria ni de Hans-Georg. Supongo que, como cualquiera que despierta de un sueño profundo, no podía imaginarme más que en una cama familiar, de modo que opté por pensar que despertaba en la cama individual de la habitación que ocupé desde niño en casa de mis padres. Estaba ya a punto de pedirle el desayuno a gritos a mamá cuando me percaté de mi inusual posición. Me encontraba de rodillas en una postura que por raro que parezca no era del todo incómoda. Se trataba de la Sasangasana, más conocida como la postura del conejo: de rodillas, con las nalgas sentadas sobre los talones, el torso estirado, la cabeza apoyada contra el suelo y los brazos hacia atrás, tocándome los tobillos. Inspiré profundamente y sentí cómo se fortalecía mi estómago y eliminaba todos los problemas del intestino. Al abrir los ojos me encontré en una habitación desconocida con luz tenue, roja, para ser más exactos. No, la memoria me engaña, es cierto que cualquiera pensaría que había de ser roja y yo mismo he caído en la trampa de recordarlo de tal modo. Pues no. Era verde. No un verde como el de las lámparas de biblioteca, que al final acaban dando un tono cálido, agradable y luminoso sin ser refulgente, sino un verde desvaído y mustio en el que veía menos que un muerto bocabajo en un día de apagón general. No obstante, al cabo de unos minutos acabé por acostumbrarme a él, y descubrí en mis sentidos unas hasta ahora ignotas capacidades felinas. En realidad tampoco es que hubiera demasiado que ver. Al intentar levantarme me di un golpe en la base del colodrillo que me disuadió de nuevos intentos. Fue entonces cuando me di cuenta de que tenía las manos ligadas y no podía cambiar de posición por más ganas de practicar yoga que tuviera. Resignado, apoyé la barbilla en el suelo para hacerme una idea de mi inesperada morada. Me encontraba en lo que parecía una jaula para animales, con barrotes inamovibles, firmes como las palabras de un político conservador de otros tiempos o los incipientes pechos de una muchacha de catorce años. En la pared frente a mí acerté a ver una serie de barras espalderas de gimnasio para hacer dominadas y flexiones. A mi derecha distinguí un extraño banco de trabajo con un torno gigantesco. Al parecer aquello excitó las conexiones sinápticas de mis neuronas que, una vez sensibilizadas, pusieron en funcionamiento mi memoria a corto plazo y me informaron de los eventos acaecidos en mi historia más reciente. Por curioso que parezca lo que más me preocupó en aquel momento no fue lo feo de mi situación. Lo que más me inquietaba era no saber dónde estaba mi maleta ni en qué punto la había perdido. Tal vez esta preocupación estuviera motivada por el hecho de encontrarme completamente desnudo, pero por añadidura, me daba la sensación de que tenía algo en ella de una importancia vital. Si se trataba del cepillo de dientes o la loción de afeitar era algo que escapaba completamente a mi ominosa capacidad de deducción.

lunes, 27 de junio de 2011

WG, Episodio 22


Antes de llegar a la ciudad ya me advirtieron de que no levantara el brazo demasiado cuando llamara a un taxi, y que jamás mencionara mis simpatías hacia los valores que con tanta alegría se promulgaban en mi tercio y a los cuales ahora creo que me acogía más por sentido de camaradería que por creencia verdadera, pero lo cierto es que siempre me sentí cómodo respecto a esas proclamas. No es que me parecieran justas, porque eso no entraba en mis planteamientos en aquellos días, más bien las veía verdaderas. Una vez en la universidad tuve que refrendarme de aquel ideario y en algún punto llegué a renegar de todo ello, empujado por las invectivas del profesorado y la violencia de las disputas entre alumnos, de las que siempre salía escaldado. No obstante, no sé por qué razón, parecía que algo había calado en mi interior, o tal vez simplemente no se pueda escapar tan fácil al pasado como yo pensaba. Fuera como fuese, lo cierto es que en ocasiones seguía sorprendiéndome a mí mismo con unas ideas que a todos parecían abyectas, y a las cuales daban una importancia que yo no llegaba a comprender. Me seguía impresionando la fuerza del personaje y no, no renegaba de él en absoluto, sino que le profesaba una sincera admiración. Para mí era tan grande como Napoleón, tan grande como Bismarck, tan grande como Carlomagno, o su tocayo Alejandro, como Julio César, como Atila, como Felipe II o Enrique VIII. No entendía qué tenía de malo admirar a un hombre que sabía dirigir el destino de una nación y engrandecerla con su propia figura. ¿Había algo oculto y despreciable en las biografías de grandes hombres que decoraban mi habitación de niño? No obstante, esos diversos palos que había recibido me guardaban muy bien de darlo a conocer. Mis ideas eran peregrinas, de eso era consciente, y tampoco creía preciso hacer gala de una fortaleza de personalidad que a todas luces parecía no detentar.

Mientras me dedicaba a estos pensamientos sonó una campana en el interior de la barra. Billy la tañó durante al menos dos agonizantes minutos, hasta que los clientes del bar empezaron a murmurar de nuevo y la tensión se rompió como el alma de una cuerda de guitarra afinada en una tonalidad demasiado aguda.

—¿Quién ha dicho la palabra mágica? —preguntó Billy con sorna.

El doctor señaló hacia mí con su bigotito inquisitivo y me vi obligado a responder.

—Yo mismo.

—¡Cóctel del día gratis para el osado caballero! —dijo imitando el palique de un locutor de tómbola—. Y esto para su amigo —añadió mirando a Hans y sirviendo lo que acababa de preparar en la coctelera.

—Para mi amiga —consiguió corregirlo un ofendido Hans-Georg a duras penas por la borrachera.

—¡No pierde usted el cuento! —dijo Valeria incomprensiblemente y claramente admirada por lo que creía una exhibición de mi temple—. Pero ahora, ¿quién se beberá toda esta? Yo no puedo más.

Acalorado y aturdido como estaba por lo que mi experiencia me dictaba que sería un linchamiento general, me bebí de un trago la copa que me sirvió Billy. El infausto líquido bajó como si mi esófago fuera un tobogán encerado, pero al llegar al estómago decidió que aquel no era un digno alojamiento y trepó de nuevo por el tubo con intención de alcanzar mi faringe. Conseguí frenar su avanzada cuando llegó a la altura de la sexta vértebra cervical y tragué saliva con inquietud, apretando la lengua contra el paladar y haciendo intentos por encoger la campanilla para que volviera a su lugar de residencia, a cuya entrada decidió esperar por un tiempo.

—Pero bebe, mujer, bebe. No seas tímida. Es un cóctel excelente —decía Hans-Georg al pecho izquierdo de Valeria—. Toma —continuó al tiempo que arrimaba la copa a lo que él reconocía como la boca de su amiga.

Valeria parecía encantada con mi broma y no paraba de reír, aunque yo no pudiera pronunciar palabra en mis intentos de controlar los esfínteres.

—Oiga, ¿cuál es el cóctel del día? —oí que preguntaba una voz a la derecha del doctor.

—Sewer Rat, caballero.

La reacción fue instantánea, y en cadena. No es algo de lo que enorgullecerse, pero a la vista de los acontecimientos que estaban por desarrollarse, supongo que aquel puede considerarse como un coup de maître, si se me permite la expresión. Mientras Hans-Georg vaciaba el contenido de la copa entre los pechos de Valeria, las compuertas de mi garganta, activadas por una campanilla incapaz de obviar por más tiempo las mefíticas sensaciones por las que estaba pasando, se abrieron de par en par y dieron paso a un torrente de vodka, kahlúa, naranja y melocotón que bañó la ya estupefacta cara de Valeria y fue a depositarse entre las piernas del doctor. Este se levantó con solemnidignidad, se dirigió hacia mí y me cruzó la cara sin pensárselo. Valeria gritó «Gówno!», me miró con ojos incrédulos y me agarró de la oreja con una mano. Con la otra desencajó el recto de Hans-Georg de mi puño, lo sostuvo en alto durante un instante de agonía y lo estampó contra la barra. Hecho esto, me obligó a levantarme con ojos que irradiaban cólera y me condujo camino de los servicios. Tuve tiempo de ver con el rabillo del ojo cómo mi compañero de infortunios daba un paso en falso para abalanzarse sobre sus pechos. «¿Dónde vas, preciosa? Si acaba de empezar la fiesta», pareció decir. No obstante, el doctor lo agarró por la cola y lo obligó a lamer el vómito que quedaba sobre su regazo, algo que Hans, dado que no se enteraba de nada, hizo con placer, pensando que yacía en brazos de su amada imaginaria.

Valeria no dijo una palabra hasta llegar al interior del baño de señoras.

—¡Fuera! —exclamó con una potente voz que practicó un cardado ochentero en las mujeres que se retocaban frente al espejo. Al ver que habían quedado paralizadas del miedo, añadió en tono más conciliador—: Necesito hablar con mi amigo.

Las mujeres hicieron gala de la tan conocida solidaridad femenina y marcharon en silencio, con la cabeza gacha y sus electrizados penachos. Valeria me empujó contra la pared con una fuerza brutal que no parecía adecuada para una mujer de apariencia tan refinada.

—Perdón —acerté a decir, todavía aguantando los accesos de bilis.

—¡Cállate! Se acabaron las tonterías. —La mujer comenzó a desnudarse, demorándose especialmente en las pistas de aterrizaje de sus piernas, me tomó por los hombros, me acercó a sí y me retuvo entre sus picudos pechos—. ¡Chupa!

Me vi obligado, no sin plena repugnancia, a hacer lo que me pedía, de modo que en cuestión de centésimas de segundos el aspersor de mi esófago volvió a ponerse en movimiento sin nada que pudiera contenerlo. Para mi estupor, la enfermera parecía disfrutar con la ordalía, llegando incluso a abrir la boca y relamerse de gusto. Cuando ya no me quedó nada en el interior, con las comisuras chorreando de sustancia biliar, me pidió que la besara con locura. Yo no podía imaginar nada más trastornado que contagiarla de ictericia, de modo que me acerqué a sus labios con ese pensamiento en la cabeza. Luego aprendería, gracias al doctor, que el contacto con la bilis no produce esa enfermedad, que ni tan siquiera es contagiosa, si bien corría el riesgo de infestarla de hepatitis, una afección que en su segunda fase sí contiene la dolencia antes citada, que no es otra cosa que un aumento de la bilirrubina, algo que por otra parte es improbable que la sangre de esa mujer pudiera contener en dosis más altas.

—¿A dónde vas? —dijo al ver que intentaba escabullirme.

—No puedo, no puedo más —repuse perdiendo el resuello.

—¿Pero es que no te gusto?

—No, sí, es que…

—Si no te gusto, te aguantas —me sorprendió diciendo—. ¿Recuerdas la factura? Yo sí. ¿No la recuerdas? Pues apechuga —dijo apretándome de nuevo contra sí.

Y apechugué. No es que me quedara otra opción, pero lo cierto es que aquello que al principio parecía totalmente aberrante acabó por gustarme bastante. Me metió en uno de los excusados y cerró la puerta tras de sí. Inmediatamente después me bajó los pantalones y comenzó a acariciarme un miembro que, curiosamente, estaba mucho más duro de lo que yo imaginaba. Nunca vi a alguien meterse veintidós centímetros de largo y doce de perímetro con tal rapidez y destreza. ¿Sería posible que se hubiera operado de la campanilla? En seguida me di cuenta de que no, porque empezó a segregar una saliva viscosa, espesa y abundante que me cubrió el pene con una capa de lubricante natural de excelente calidad. La sensación era prácticamente etérea. Apenas había fricción. Mi polla salía y entraba de su boca con la rapidez del rayo, prácticamente sin tocar las paredes, solo lo justo para recibir una sensación fría en la piel del glande, que bajaba y subía libremente, como las velas de un barco cuyo capitán intentara procurarse músculos dignos de los estibadores del puerto. De seguir así la fiesta, no tardaría mucho en restregarla con mi frenesí. De repente me agarró las pelotas con las dos manos y me puse blanco. Tenía tal cara de furia que pensé que me los arrancaría de cuajo. Sin embargo empezó a masajearlos con pericia y la sensación era cualquier cosa menos desagradable. Los soltó un momento para pasar su suntuosa lengua por ellos y cubrirlos con esa espesa secreción que salía directamente de su esófago. Entonces volvió a cogerlos por la base con una sola mano, ayudándose de mi verga para hacer presión y se la metió nuevamente hasta lo más profundo. Me quedé anonadado y también acojonado, sobre todo por no saber a dónde llevaría aquello y por sentir unos escalofríos que me llenaban de dudas respecto a Valeria. Estaba claro que la había subestimado. Notaba una presión en la zona del perineo que mandaba hormigueos por toda mi espina dorsal. Intentaba concentrarlos punto a punto, como si de reiki se tratara, para así aprovechar todo el poder que emanaban los impulsos. Sentía contracciones, algo así como un torrente de esperma formándose en la base de mis pelotas. Entonces vino lo mejor. Se sacó la punta del cipote de la boca, dejándola desnuda, a expensas de la corriente de aire frío que se colaba tras la puerta, y empezó a darle pequeños mordiscos. Al principio resultaron un tanto dolorosos, pero luego se revelaron como fuentes de un placer jamás antes alcanzado. Lo dejó allí a su libre albedrío, se metió uno de los huevos en la boca y succionó como quien chupa de una pipa de agua enorme. La sensación era por completo inusitada, parecía una operación destinada a la creación de semen, porque creía tener los huevos llenitos, a punto de explotar, listos para liberar toda su carga. Sacó este y se metió el otro. Y luego, los dos juntos. Pero había más sorpresas. Cuando pensaba que no podría alcanzar cotas de delectación mayores y que Valeria volvía a la carga para chuparme la polla, dejó resbalar la mano hasta atrás, acarició mi perineo y metió dos dedos en mi ano que me dejaron temblando de goce. Aquello era escalofriante, simplemente genial. Penetró con el anular y el índice hasta que sentí los nudillos de los otros dedos golpeando contra el hueso. Los hacía entrar una y otra vez con facilidad, con la sencilla ayuda de su prodigiosa saliva. Creía que moriría de la excitación. Nunca sentí nada igual antes y creía que allí me quedaría, que tampoco después volvería a sentir nada como eso. Sin embargo Valeria no se hacía cargo de mi estado. Volvió a meterse el rabo en la cavidad oral y lo restregó contra los carrillos, rodeándolo con la lengua arriba y abajo, poniendo especial interés en el prepucio descorrido que dejaba el glande expuesto a sus caprichos. No aguanté mucho más tiempo. Aquello era demasiado. Intentaba controlar la onda que se expandía desde mi perineo, pero no había forma de detenerla. Su fuerza era mucho mayor que la mía. Tiraba tanto de la corriente para retardarla y quedarme eternamente con esa sensación, que cuando llegó con toda su fuerza el primer disparo sonó con un golpe sordo: «¡Zut!». La densa y concentrada secreción cubrió su cara como un espeso velo, acoplándose a su rostro como una masa de pizza fresca. Después llegaron los afluentes menores de la primera descarga : uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis , siete ocho, nueve, diez, once, hasta doce eyecciones me pareció contar. La cara de Valeria era un pastel de crema chorreante, pero sus ojos denotaban una satisfacción casi tan plena como la mía. Restregó mi polla contra su cara y se embebió de ella, relamiéndose de un lado al otro de la boca, hasta sacar la última gota de semen de ella. Entonces me miró con cara inocente y dijo: «¿Te importaría pasarme la papel?».

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