viernes, 27 de agosto de 2010


Ahora es tiempo de olvido y recuerdo, olvido y recuerdo a la vez.

Berlìn.

Alemania.

Berlìn.

La isla de los museos y los negocios aparece pacìfica como la hierba entre las làpidas, cuelgan Grosz, cuelgan Kischner, cuelgan Nolde, cuelgan Beckman...Otto Dix...Horst Strempel...despuès olvidar y recordar a la vez. Camino entre una muchedumbre que camina y deja caminar, para las bicicletas el invierno es complicado aquì pero ahora ruedan y ruedan, las camareras tras las barras ponen buenas caras llenan sus pechos se apoyan para coger el pedido, puedes comer lo que quieras, hablarlo, cruzar el Overbaum brücke, ver a los turcos pisar a fondo sus automòviles y entonces ser todos lentos...caminar, pedalear, las avenidas son amplias como el bosque en los parques, los guardias se preocupan de que no entres en el parque de atracciones abandonado, puedes ver los cisnes navegando despreocupados, hay màs cuervos de camisa gris que palomas y solamente hay un par de puntos altos desde los que poder contemplar la gran llanura de edificios bajos, la torre de telecomunicaciones, la escultura fracturando una cruz…las casas de culto... los rusos estuvieron hace poco por aquí…

La natalidad crece, el nivel de vida todavìa està por encima del precio de la vida...

La historia hace su trabajo por delante del pasado construyendo a buen paso, la nube de polvo se esfumò pero las piedras se mantienen vivas haciendo suelo bajo la topografìa del terror, la ciudad es vieja y experimentada y es joven y juiciosa y quiere recordar y olvidar al mismo tiempo y dejar que los niños aprendan a correr y a hacerse daño y a llorar y a curarse y que aprendan a crecer sin mirar atràs porque es desde atràs de donde vienen...

Paramos en un fotomatòn y hacemos una tira de mirillas en blanco y negro, buen papel, buena luz, agradable noche, alguien encuentra a una amiga de cuando el instituto, mitos eróticos que caen con los cuerpos que crecen, espaldas que crecen, cogemos un taxi, no pagamos el transporte pùblico a partir de las ocho, àngeles rubios-piel blanca enmembrados entre la multitud, viajo y alguien me quiere, el dueño del restaurante francès hace mapas comensales-sujeta el peso cuerpo con manos sobre mesa-mira relativamente absorto horizonte que no llega y recita tres menùs, inglès y alemàn suenan igual de terribles y amables en su boca...

Desde el aviòn una rayuela ordenada, desde la acera una rayuela ordenada...me impregno hago sudor, voy de la mano de mi gente y fotografìo su belleza, me desplazo con orgullo pacìfico por las calles, el muro a la derecha o el muro a la izquierda, nunca entre nosotros…cruzamos puentes…el jinete azul abreva sus caballos…las piedras se mantienen vivas…los pechos se sienten en el abrazo...vivir es la mejor manera de hacer frente al terror...

Esta es mi construcciòn de los hechos, este es mi anuncio optimista, esta es mi forma de hacer hogar, la victoria de mi gente sobre la rutina, rociar la vista con lo desconocido y sentir miedo y paz y que todas las cosas estàn donde deben estar, un lugar familiar y extraño que no deja de moverse, hojando y deshojando soles, marginando y uniendo conciencias de ser a las que sòlo prestan atenciòn las propias conciencias, mientras el lugar acompaña al mismo ritmo de andar o se va alejando...

20 de agosto de 2010 un vuelo en algùn lugar entre Madrid y Berlìn, sobre el cielo marcado de nubes un lugar muy similar a los mares de hielos, nubes como gigantescos bloques de hielo que no se derriten con el sol.

Cada palabra un sìmbolo, todo el tiempo que he callado un lenguaje, nada màs que añadir por el momento, lo màs inteligente por mi parte seguir viajando, que es como olvidar y recordar a un mismo tiempo.



martes, 17 de agosto de 2010

WG Episodio 5, por El Ogro del Sí

Aturdido como estaba, me costó bastante entender el significado de aquella nota, así que cuando lo hice, avergonzado por mi propia ineptitud, decidí comérmela de todas formas para evitar que quedara prueba alguna de ella, y esto a pesar de que se había manchado con unos restos de inmundicia que había pegados entre las rendijas de la suela de mi bota. Llamé, esta vez con insistencia y decisión a pesar de la hora, ya que a un portero se le puede molestar en cualquier momento. Cuando oí su voz somnolienta, tal vez inspirado por el agente que hacía un par de horas me había tocado interpretar, dije con la voz más severa que pude: «¡Meyer, ábrame ahora mismo!». Casi pude ver cómo aquel pobre hombre se ponía en posición de firmes de inmediato y pulsaba el interruptor del intercomunicador. Me dirigí hasta su puerta antes de que le diera tiempo a abrirla. Hizo esto lentamente, como si estuviera asustado o hubiera cometido alguna falta de la que aún no era consciente. Entreabrió unos ojillos de topo gris bajo los cuales asomaban las ojeras de quien lleva durmiendo ya varias horas. Aquel hombrecillo, que probablemente habría pasado muchas noches en vela pensando en sus parientes desaparecidos y soportado las incursiones en su casa a cualquier hora por parte de los oficiales del Ministerio para la Seguridad del Estado, me miró a los pies, vio mis botas relucientes y tan solo dijo:

—¿Hay algún problema, señor agente?

—Señor Meyer —le dije yo—, se le ha confiado un documento de suma importancia, y quiero que me lo entregue ahora mismo.

No sé de dónde salía aquel ímpetu, aquella voz de mando y autoridad, pero igual que pasara momentos antes con el subterfugio del agente de seguridad, parecía estar causando el efecto deseado. Meyer balbuceaba y le temblaban las manos.

—Pe-pero, señor agente, yo no tengo ningún documento.

—Señor Meyer —volví a repetir con aquella voz todopoderosa—, lo sabemos todo. El documento que le ha confiado Herr Düster.

—¿Herr Dü-Dü-Düster? —dijo el viejo acongojado.

—¡Sí, Herr Dü-Dü-Dü-Dü-Düster! —repliqué, imitando su tono lastimero.

—Sí señor. Lo siento señor, lo había olvidado, señor. En seguida se lo traigo, señor.

Volvió al cabo de un rato con un sobre cerrado en el que estaba la nota. La abrí ante sus ojos, le eché un rápido vistazo, y le dije casi sin querer, movido por la inercia del espíritu que me dominaba: «¡Retírese! ¿No ve que ya puede retirarse?», ya que no entendía una palabra de lo que había allí escrito y quería leerla con detenimiento. Yo mismo cerré la puerta ante sus narices y comencé a intentar descifrar el misterioso contenido de la nota. Unos segundos más tarde la puerta volvió a abrirse.

—¿Qué? —le dije.

—Pe-pe-perdone señor.

—¿Qué? —le repetí con un tono de una aspereza desconocida para mí mismo hasta aquel momento. El viejo blandía ante mí un sonajero ridículo mientras seguía mirando mis lustradas botas.—Las llaves —me dijo.

Me quedé observándolo durante un buen rato sin comprender nada, pero como sus ojos de topo seguían dirigidos hacia el suelo resolví que lo mejor sería desprenderle de aquello que sostenía y cerrar la puerta de nuevo a fin de resolver el enigma que se escondía en aquella extraña misiva. Me senté en la escalera y comencé de nuevo las tareas de desencriptado. No lograba entender ni tan siquiera una frase completa, y aquí debo decir que, aunque mi acento ordinario un tanto extraño pudiera pasar por polaco excepto cuando imitaba a la perfección las frases que había aprendido de memoria en el transcurso de los cientos de visionados que había hecho de la película Die Brücke, y a menudo no entendiera del todo lo que me decía la gente de la Renania del norte, mi educación alemana se había llevado a cabo bajo la más estricta vigilancia del severo tutor del colegio alemán en el que estudié de pequeño, el profesor Trottel, y por ello mismo era imposible que mostrara fisuras tales como para no entender una simple misiva de apenas una carilla. A decir verdad lo único que entendía claramente era que había diferentes epígrafes, claramente delineados gracias a los números romanos que había empleado el pícaro Herr Düster. Pensé en llamar a la puerta y volver a molestar al viejo, pero hubo algo que me hizo apiadarme de él y dejarlo en paz. Si no hubiera sido tan tarde podría haber llamado a alguno de los vecinos para que me ayudara a desentrañar lo que seguramente estaba escrito en algún tipo de dialecto desconocido para mí, pero a esas horas no habría sido recibido en casa alguna. Por otra parte, tal vez el contenido de aquella carta fuera secreto, de no ser así por qué no había de dejarla en la misma puerta de entrada junto a la otra nota. Tal vez lo mejor sería actuar con precaución hasta que el día arrojara algo de luz sobre aquel asunto. Así pues, tras casi media hora de unas deliberaciones estériles durante las que mi culo volvió a congelarse sobre el suelo de mármol, pero gracias a las cuales llegué al fantástico descubrimiento de que tenía las llaves de la vivienda en mi poder, y habida cuenta de que el propietario no estaba en la casa y los servicios de metro ya no funcionaban, decidí subir hasta la primera planta y hacerme fuerte en el interior de la vivienda para al menos pasar allí aquella noche.

La llave entró en la engrasada cerradura como un cuchillo que atraviesa un bloque de mantequilla derretida. La falleba cedió suavemente con dos golpecillos metálicos secos, como los tacones de un oficial del ejército del pueblo en retirada. La puerta se abrió sin un solo chirrido, cortando el viento como una balsa que se desliza por las aguas del Spree. Había un cuarto de la entrada iluminado, como una puerta dibujada en el plano de un arquitecto. Al apagarse el automático de la escalera la estancia quedó totalmente a oscuras, como una ciudad sitiada en medio de la noche. El interruptor no ofrecía respuesta alguna, parecía un oficial del ejército del pueblo guardando una ciudad sitiada, que atraviesa la mantequilla con su cuchillo mientras mira los planos de un arquitecto deslizándose río abajo.

Encendí mi mechero y busqué el cuadro eléctrico junto a la puerta. No me costó mucho dar con el diferencial y poner en marcha la luz de la casa. Y qué luz. Todo resplandecía. Parecía que Herr Düster hubiera dejado los interruptores conectados para que cualquier visitante desprevenido se maravillara. Me interné por el pasillo y entré a lo que parecía la sala de estar. La decoración no era muy moderna, aunque en conjunto resultaba decente. Respondía perfectamente a lo que se estilaba en los bares de moda de la ciudad: un salón confortable con sillones tapizados de pana, muebles de madera recia y paredes empapeladas con estampados de tonos claros y fríos pero a la vez acogedores. Daba la impresión de encontrarse uno en el propio hogar. Hice el recorrido completo por el piso para comprobar si había habitación, cocina y baño completos. La cocina no estaba mal, amplia, limpia y completamente equipada. El cuarto de baño contaba con aseo, lavabo y bañera. La habitación tenía una hermosa cama de matrimonio nueva, casi diría que sin estrenar, con sus dos mesitas de noche, cómoda, escritorio, y un espacioso armario empotrado sin ninguna ropa en él. «Vaya, así que este es el lugar en el que no podré quedarme», me dije. Y luego: «Un momento, quién ha dicho eso, primero habrá que descifrar lo que dice en la carta». Volví a la entrada para cerrar la puerta y apagar algunas de las luces, porque a pesar de que yo no pagara las facturas, había que hacer honor a la hospitalidad, aunque yo no creyera el cuento del ahorro energético. Con la del salón, que parecía un foco de interrogatorio, era suficiente para leer. Revisé aquella nota de principio a fin llegando a comprender al menos un par de párrafos y consiguiendo que me quedaran claras un par de cosas. Uno, aquel no era un mensaje común. Dos, había muy poco en élque estuviera al alcance de mi inteligencia. Sin embargo dos de los epígrafes no llamaban a confusión. El primero decía: 200€ solo ud. de lunes a viernes. sábados y domingos solo yo. El segundo decía: Viernes dejar llaves y dinero sobre la mesa. Caminé por la casa de un lado a otro haciendo resonar los tacones de mis botas para concentrarme en la dilucidación de aquel mensaje misterioso. Durante la primera hora de paseos resolví que 200€ se refería al precio. El resto de la noche lo dediqué a la segunda parte del epígrafe. Sí, era cierto. Yo estaba solo, eso cualquiera podía imaginarlo porque en ningún momento le hablé de una pareja y se suponía que ambos compartiríamos el piso. ¿Pero qué demonios era eso de «de lunes a viernes». ¿Y qué diantres me importaba a mí que él no tuviera compañía los fines de semana? ¿Qué era eso? ¿Una invitación homosexual? ¿Eran esas las condiciones estrictas que me iba a imponer? ¿Sería uno de esos hombres dominantes que buscan un juguete sexual?

En aquel momento la duda se apoderó de mí, intenté despejarla pero se me fue al córner. Un momento, yo había visto este anuncio en una página de clasificados. Tal vez me hubiera equivocado de sección y había mirado en la página de contactos. En ese caso me encontraría en un terrible peligro. Era posible que Herr Düster volviera en cualquier momento y me sometiera a sus caprichos al verme allí en su casa. Para cuando le explicara que todo aquello era fruto de una confusión tal vez fuera ya demasiado tarde. Tenía que salir de allí como fuera. ¿Pero a dónde podría ir? Cavilé dando vueltas por la estancia durante una hora más, golpeando el parqué con firmeza para reafirmar mis pensamientos. Puede que me estuviera precipitando. En cualquier caso no había más que revisar la página en la que vi el anuncio y comprobar si estaba en lo cierto o tan solo eran imaginaciones mías. Busqué un ordenador. Había conexión de internet ¿no decía eso el anuncio? Si había conexión habría un ordenador ¿o no? Busqué en la habitación, pero se veía claramente que no había nada. Busqué en el salón. Había una cómoda con cajones de la que saqué un router wi-fi y cables de conexión telefónica. Abrí una consola tras la que se escondía hábilmente una televisión, pero el ordenador no aparecía por ningún sitio. Miré las instrucciones que me había dejado el casero en busca de algún indicio, alguna parte en la que dijera «computer» o algo así. Nada. En ese momento oí ruidos que provenían del rellano, unos pasos contundentes que sin duda se dirigían hacia el apartamento.

martes, 10 de agosto de 2010

Daniliana #3, by Leliovich

Era tarde cuando el aire de la estepa empezó a vibrar al ritmo de la propulsión espiral de las hélices de un avión. Me pareció que el grito de una urraca al caer la noche era el rumor de otra era. En ese nuevo amanecer, mis ojos doloridos verían de nuevo una instantánea (a vista de pájaro) del terrible panorama de la devastada región del Volga.


Donde antes mis carreras se sincronizaban con el trepar de los tractores y de los locomóviles en la dorada pradera de los campos de trigo, quemaban ahora los maizales bajo el fuego escalonado de la artillería. Yo, que había presenciado el grandioso incendio del petrolero en el Puerto y que había sobrevolado las torres del Kremlin en el océano del aire, no podía evitar que el rojizo reflejo del sol en las turbias aguas del Dniéper fuera espejo de sangre.


El vaivén optimista de las turbinas me devolvía precariamente el vuelo de las bailarinas tejidas con espuma con que mi madre me hiciera soñar. Un bodegón con una taza de té, que mi abuelo pintó junto a una cucharilla de plata y un búho estrangulado, aparece ahora grotesco por la aparición de la cabeza del comandante Frounzé en la mesa de operaciones con el embriagador aliento del cloroformo. El ronco ladrido de los perros del pueblo, cuyas fauces sin esperanza son como las negras bocas de las minas de carbón de Kursk, resuenan ahora en los rincones donde antes contemplara los ojos encantadores de las mujeres circasianas, donde habitaba el recuerdo de una despedida amorosa en el valle del Kama.


Sé que volveré a acariciar la dulzura del terciopelo púrpura de los palcos de un teatro, acaso también la horrible narcosis de las rimas de las comedias de estos tiempos, y que intentaré abandonarme al apacible efecto que el viento tiene sobre los pliegues de mármol de las Cariátides; sé también que nunca abandonarán ya más mi rostro los ojos cárdenos de un caballo de tiro, y que incluso la magia de las noches blancas será para mí dolorosa como una navaja clavada hasta la empuñadura en la costilla de un lobo de las estepas.


Tiergarten con la arboleda de los tilos en flor traerá a mi memoria los árboles desnudos en el patio de la Lubianka: la memoria no se asemeja al impresionante equilibrio de unos bloques de hormigón, sinó al cauteloso andar de un gato siguiendo la huella del pardillo en la nieve: uno necesita ser cauto para todos sus recuerdos no sean destruidos por el fuego y su ser no se convierta en las fantasmales figures de las estatuas de bronce en el destello de unos fuegos artificiales, fugaces y crueles en su explosiva irrealidad. Para mí, las farolas de la Puerta de Brandemburgo guiarán siempre mis pasos hasta el cementerio militar al lado de Sabastopol.

Como ese conjunto de historias jamás contadas que acaban en el cementerio militar al lado de Sabastopol.

Tres son las formas que conozco para atisbar al otro: la lectura, el viaje y la conversación. Las tres son formas de leer, las tres también lo son de viajar y claro está: la tres son formas de conversar

Andreiev, Leonid La ventana



Paseas las pupilas desde uno de los miradores que dan al río que rasga el mapa de Kiev y Ucrania como argentina navaja clavada hasta la empuñadura en la costilla de un lobo de las estepas. Tras una vuelta por uno de los parques de la ciudad, acodado en la baranda, intentas conversar ahora, iluminado por el rojizo reflejo del sol en las turbias aguas del Dniéper, con unas líneas cuya lectura has ido difiriendo inexplicable y penosamente. Comprendes que por fin has llegado, junto al huidizo Juan Preciado, a Comala:

«Platicaban, como se platica en todas partes, antes de ir a dormir.

–A, mí me dolió mucho ese muerto –dijo Terencio Lubianes–. Todavía traigo adoloridos los hombros.»

Inopinadamente, las palabras del viejo Terencio te ayudan a leer –desentrañar o descifrar– la mirada del anciano que se sienta tras de ti, sentado en el banco, en el que acabas de reparar. Primero, pruebas de alinear tu mirada con la del viejo, dando con una dirección determinada en la otra orilla, allá donde se levanta la parte más soviética de la ciudad –te dices, sonriéndote por el inapropiado cuantificador. Quedas absorto ante el impresionante equilibrio de unos bloques de hormigón. Ves en la monumental presencia de aquel estatismo el minucioso y paranoico control que ejercía el gobierno de la URSS sobre el último y más remoto de sus rincones, dominio que si variaba lo hacía a la velocidad de la deriva continental –hasta la llegada de la glásnot.

No puedes evitar imaginarte en la piel del anciano lustros atrás, arrastrando sus pies entre los árboles desnudos, en el patio de la Lubianka, la antigua sede del KGB. Cómo resuenan en tu cerebro de repente las palabras, que habías cogido al vuelo por la calle, de que la Gran Lubyanka era el edificio más alto de Moscú porque ya desde el sótano se divisaba perfectamente Siberia.

Esa mezcla extraña de sentidos (del homor o del hurror), como negras bocas de las minas de carbón de Kursk, te ha llevado a hermanar al bueno de Terencio con el viejo del banco: formas de convivir con el terror que estabas leyendo hace un momento en tu paseo a orillas del río, donde el vuelo de las bailarinas tejidas de espuma acaban por devolverte al presente más físico e inmediato.

Por un segundo te olvidaste que eres espectador de la historia, cómodamente sentado en el terciopelo púrpura de los palcos de un teatro, y entreviste al abrir las piernas sobre el sillón, cómo el color púrpura se tornaba cada vez más bermellón.


Del cuaderno de viaje del Burrot

jueves, 5 de agosto de 2010

Los tilos en flor de Tiergarten


Siguiendo la propuesta de nuestra amiga Leli y una de las máximas no oficializadas del autobombismo, aquella que dice que es obligatorio participar con entusiasmo en cualquier propuesta abiertas por un miembro del colectivo, aquí os dejo un trozo de relato inspirado por las primeras frases regalo de Danilo Kis, para que sea continuado o reconvertido por quien le apetezca hacerlo. Ánimo, ya solo quedan 29 frases del listado.




"La verdad es que no tengo ni idea del efecto que tiene el viento sobre los pliegues de las cariátides de mármol, y tampoco es que me interese mucho", le dijo el joven Roco al hombre, tan solo unos años mayor que él, que le acompañaba liándose un cigarrillo a la salida del museo de Pérgamo. No dijo nada más. Si hubiera podido evitarlo ni tan siquiera habría dicho esto, pero las normas de la cordialidad le obligaban a decir algo, y además necesitaba dejar de oír la voz de aquel hombre que con su discurso erudito le hacía sentir inferior en casi todos los aspectos. Nada importaba que él fuera más joven, más guapo, más apuesto, que tuviera éxito en sus relaciones y siempre fuera el centro de atención de los círculos que frecuentaba. Ante él se sentía ridículo, frágil. Temía ver expuestos todos sus defectos y se sentía inseguro. "Bueno, tampoco es que tenga mucha importancia. Los detalles de la historia del arte acaban siendo como los pormenores de una batalla. Al final solo importa el número de muertos". Aunque pareció no oírlo, ni darle la más mínima importancia, Roco se quedó pensando en esto largo rato, intentando descifrar su significado. Permanecieron en silencio mientras el hombre mayor se fumaba su cigarrillo y hacían tiempo hasta que llegaran sus respectivas compañeras. Ambas se habían quedado en la tienda del museo mirando libros y curiosidades y salían riendo a carcajadas. El hombre mayor se quedó mirando a la chica del joven. Se trataba de una de esas bellezas imposibles de evitar. No se trataba del corte perfecto de su cara y sus facciones filosas. No eran los pómulos marcados, las cejas delineadas con pincel ni los labios carnosos y bien perfilados, pero apenas insinuados. Tampoco se trataba de su silueta, un cuerpo pequeño de espalda esbelta y una trasera de las que hacen a hombres y mujeres mirar hacia atrás. Se trataba más bien de la necesidad de sentirse admirada que tenía aquella chica. Esto hacía que se preocupara por seducir con la boca y los ojos a todo aquel que no le prestara la suficiente atención. Era como si se preocupara por que no quedara nadie que no estuviera dispuesto a rendirse a sus pies y caer ante el mínimo chasquido de dedos que ella hiciera. Roco le había dado la espalda al hombre sin darse cuenta y no podía apreciarlo, pero era a esto a lo que se refería cuando hablaba de los pliegues de las cariátides, el roce de la tela, la erosión del viento.

miércoles, 4 de agosto de 2010

¡Propuesta!



Hace tiempo que Autobombo no juega: propongo un juego/ concurso para activar nuestras neuronas estivales, mientras esperamos la siguiente entrega de "WG".



Proponemos: armar un relato con (todos o parte de) los ingredientes que se presentan a continuación:



El apacible efecto que el viento tiene sobre los pliegues de mármol de las Cariátides

Tiergarten con la arboleda de los tilos en flor

Las farolas de la Puerta de Brandemburgo

El rojizo reflejo del sol en las turbias aguas del Dniéper

La magia de las noches blancas

Los ojos encantadores de las mujeres circasianas

Una navaja clavada hasta la empuñadura en la costilla de un lobo de las estepas

La propulsión espiral de las hélices de un avión

El grito de una urraca al caer la noche

Una instantánea (a vista de pájaro) del terrible panorama de la devastada región del Volga

El trepar de los tractores y de los locomóviles en la dorada pradera de los campos de trigo

Las negras bocas de las minas de carbón de Kursk

Las torres del Kremlin en el océano del aire

El terciopelo púrpura de los palcos de un teatro

Las fantasmales figures de las estatuas de bronce en el destello de unos fuegos artificiales

El vuelo de las bailarinas tejidas con espuma

El grandiosos incendio del petrolero en el Puerto

La horrible narcosis de las rimas

Un bodegón con una taza de té

Una cucharilla de plata y un búho estrangulado

Los ojos cárdenos de un caballo de tiro

El vaivén optimista de las turbinas

La cabeza del comandante Frounzé en la mesa de operaciones con el embriagador aliento del cloroformo

Los árboles desnudos en el patio de la Lubianka

El ronco ladrido de los perros del pueblo

El impresionante equilibrio de unos bloques de hormigón

El cauteloso andar de un gato siguiendo la huella del pardillo en la nieve

Los maizales bajo el fuego escalonado de la artillería

Una despedida amorosa en el valle del Kama

El cementerio militar al lado de Sabastopol


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El listado ha sido prestado de las notas que el narrador de “Una breve biografía de A.A. Darmolatov” toma sobre la poesía de Darmolatov, la cual “como las viejas postales o las fotografías de algún álbum raído, son testimonios de viajes, del éxtasis y de las pasiones, como también de la moda literaria”. El relato forma parte de Una tumba para Boris Davidovich, del autor serbio Danilo Kiš, publicado en español por Acantilado en una infame edición llena de erratas que no obstante sirvió para que Marta Polbín se ejercitara como editora de lujo, recibiera por gentileza de la editorial otro ejemplar, en esta ocasión de la segunda edición (incomprensiblemente también llena de erratas, y corregidas en esta entrada) y yo acabara conociendo a este gran escritor cuya lectura recomiendo encarecidamente.


L.V.




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