jueves, 31 de marzo de 2011

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max tiene dos cabras a las que cuida; ella se llama Manolita y él Agamenón. Prácticamente sólo tiene que darles de comer una vez al día pero hoy el macho ha roto la traba, que une dos de sus patas y le impide saltar, y se ha escapado. Max tiene que atraparle. El cabrón brinca y zigzaguea y Max, extenuado no sabe cómo cogerle porque siempre corre más que él. Decide tomárselo con calma, irle arrinconando muy despacito, sin que el animal casi se de cuenta. Por fin ha conseguido que entre en el establo y allí es más fácil cogerle. Cuando le tiene en una esquina se abalanza sobre él y le calza un collar al cuello con una larga cadena que atará a un poste hasta que consiga volver a colocarle una traba y le pueda dejar libre de nuevo. El cabrón se retuerce y bala, espasmea y gira sin parar en torno a Max enredando la cadena a su cuerpo. El cabrón, crecido, emprende una carrera en línea recta que tira a Max al suelo y le coloca la cadena al cuello. Los gritos espasmódicos del pequeño Max se confunden con los balidos triunfantes que reclaman libertad.



EL ARQUITRABE, SEÑORES, EL ARQUITRABE



Esta tarde he pasado un par de horas recortando secuencias en las que Chewbacca tiene diálogo para unirlas y proyectarlas en la siguiente sesión que hagamos en casa de Alfonso. Y es que sus intervenciones son tan escasas y sus diálogos tan crípticos que tengo la impresión de que sólo concatenando sus aullidos lograré descifrar el mensaje oculto. Así que si me divierto haciendo este video y finalmente lo hago, en cuanto acabe haré otro de persecuciones. Muchos trozos de persecuciones una detrás de otra evitando todas las que tengan lugar en San Francisco, no más coches dando saltitos, por favor. Supongo que esta chorrada de los videos es uno de esos gestos para evitar tomarme la vida muy en serio y me da por pensar que a mí lo que me iría, poniéndome épico, es una vida aullando y gruñendo mientras corro perseguido por una panda de desmaravillados dispuestos a darme una paliza mortal con sus garrotes de normalidad.



martes, 29 de marzo de 2011

METRO

Me contaba ayer una amiga que su compañera de trabajo le había censurado por colarse en el metro. A todos los que nos jode pagar un precio que nos parece abusivo, nos han venido alguna que otra vez con el cuento de los impuestos y que si no pagas eres un aprovechado, un insensible y a fin de cuentas un ladrón. A mí, la verdad, me parece que casi ocho euros por diez viajes es una salvajada. En cambio, los tres euros cuarenta de la tarjeta rosa que compro habitualmente me parecen razonables e incluso necesarios para mantener un servicio cuya construcción ya ha sido más que amortizada. No sé, seré codicioso o ladrón pero me toca los huevos que me sangren por un servicio que tiene un horario casi de colegio. Mucho hablar de Barcelona activa y de motivar a los emprendedores mientras bares, restaurantes y salas de cine, por mencionar algunos negocios, pierden clientes pasadas las doce. Pero no quiero olvidarme de la compañera de trabajo de mi amiga. Y es que serían necesarios tanto párrafos y retretes para satisfacer mi descomposición administrativa... No quiero olvidarme de ella porque sospecho que la gente bien pensante a los que les parece mal que te cueles en el metro eran los niños que señalaban cuando el profe preguntaba quién había sido. Esos que no se metían con el más bajito, más feo o más débil pero que se reían cuando otros lo hacían. Los temerosos, los obedientes, los chivatos que no contemplaban la posibilidad de que fuera el profesor el malo. ¿ Son esos ciudadanos, contribuyentes, los mismos que señalaban a su vecino cuando la Inquisición o los fascistas los amenazaban? Será mi condición de egoísta y de ladrón, pero creo que sí.

Los semáforos son un doble espacio de reflexión cuando se tarda mucho en cubrir una distancia. Digo, que normalmente desvío la mirada de los carteles publicitarios porque me cansan, me hieren, joder, con su rintintín. No me quejo si la vida me da pan por desplazarme en círculos. No me quejo, no.
No sé cómo me lo monto, pero consigo hacer de la vida algo benévolo. Y ésto es muy corto, demasiado corto para existir, pero qué más da.

Desenfrenado

Empieza otro día soluble. Subido a una bicicleta, resoyando a ratos, tendré tiempo de avergonzarme de las letras que no escribo cuando me entrego, perro sumiso, a una pereza que ya no necesita calzarse las botas o depilarse, que fastidio, para calzarse ese buzo de vinilo. Le basta con el pijama y la bata dos tallas más grandes para recordarme que soy un fastidio y que como escribió Blake: el que desea y no engendra: podredumbre.

Desentrenado, plano sobre las superficies, esperando a que los leds cambien de sitio y de color y tal vez un motorista se salte un semáforo animado por una ambulancia que lo empuje debajo de un autobús escolar que se eleve al fin por encima de nuestras cabezas y parezca que algo va a cambiar cuando todos detengan sus motores y decidan que ese día y el día siguiente y el siguiente no van a ir a trabajar.

Tengo la seguridad y la tranquilidad de que nadie va a pagar estas facturas que se acumulan a la espera de cierre de suministro. Si es que parece que tengo otras prioridades, otros caprichos, cuando decido substituir la tranquilidad y la seguridad de un recibo pagado por la compañía borracha de esos espejos retorcidos que son los amigos.

Ya ves, desentrenado.

WG Episodio 17, por El Ogro del Sí

Mientras Billy nos servía las copas, el doctor quedó sumido en un estado de letargo y abatimiento del que nada parecía poder desalojarlo. De vez en cuando movía su bigote en forma de interrogación o asentía para sí mismo con cara de estar afligido. Mientras Hans-Georg se embarcaba en una diatriba sobre la ciencia que dejó boquiabierto a Billy, Hoffmann empezó a sonreír por momentos y dijo: «Doctor Hoffmann, señorita», a pesar de que no se veía a ninguna por el local.

Ninguno de nosotros podía saber que compartía sus ensoñaciones con Isabella Lorraine-Smith, una aristocrática inglesa hija de un vicario de esos que atesoran más dinero que fe en el sagrario. Recordaba el primer momento, aquel momento en que acababa de conocerla y no podía pensar en otra cosa que en llevársela a la cama. Cualquiera podría imaginar que se trataba de una belleza, pero nada más lejos de la realidad. Era una chica que rondaba la treintena tan alta como el Everest, aunque mucho menos imponente. Sus escuálidas piernas se arqueaban haciendo un paréntesis que daba cabida a ciudades enteras entre sus corchetes, para luego cerrarse abruptamente en sus caderas. Cualquiera que la viera por detrás pensaría estar ante un extraño obelisco humano, en tanto que por delante nadie dudaría que se trataba de una tabla de planchar, sobre todo cuando se ponía de perfil, ya que su cara adquiría entonces todo el aspecto de una plancha de hierro antigua, tanto por sus cejas juntas como por el triángulo agudo de su nariz y los ojos esquivos que, al estar hundidos sobre las cuencas, añadían una extraña aptitud para marchar al unísono hacia el bando izquierdo. Aquello no habría tenido nada de particular de no ser por el lugar en el que se encontrab: Egipto, en el que todos la adoraban como si fuera una diosa, ya que se parecía al mismo tiempo a una esfinge, a Cleopatra y a un jeroglífico mal interpretado. Pero la razón de que al doctor le resultara atractiva no tenía nada que ver con ninguna de estas cosas, sino con algo más perverso. Personalmente le parecía más repugnante que una sopa de pelos, pero había una característica de ella que resultaba especialmente atractiva: era la pretendida de su amigo Otto.

A este lo había conocido en la Universidad Humboldt de Berlín, en donde mientras uno estudiaba medicina el otro hacía leyes. Otto contaba con una personalidad arrolladora que en seguida le hacía centro de atención de todas las reuniones. Las mujeres alemanas se lo rifaban, pero él jamás se iría con ninguna de ellas, pues tenía una sola debilidad: las féminas inglesas. No le importaba el físico de la Lorraine-Smith en lo más mínimo, ya que lo que les atraía de ellas solía ser en primer lugar la voz, cuanto más aguda y displicente posible mejor, y después sus rasgos caballunos, cosa que llegaba al summun cuando ambas cualidades conjugaban y se encontraba a una mujer centauro que relinchaba. Para él las mujeres no eran más que instrumentos de conquista, así pues no tenían nada que hacer con él si no se parecían a un caballo. Debido a esto y a que siempre andaban juntos, empezó a conocerse en los círculos sociales de Potsdam a estos dos amigos con los sobrenombres de Federico y Voltaire. Otto, como buen estratega que era, quiso deshacerse de las fámulas que lo atosigaban y ahuyentar los rumores sobre su relación homosexual con el doctor. Comenzó entonces a prometerles a las mujeres que le pretendían que para estar con él primero habrían de pasar por el tamiz de su amigo William, con lo que a este nunca le faltaban mujeres en la cama. No obstante y, como todo lo que abunda aburre, el doctor se cansó de tanta satisfacción y empezó a desentenderse de las bellísimas mujeres que le pasaba su amigo para interesarse solo por las mujeres parecidas a caballos. Este error, que cualquiera sería capaz de cometer estando en su posición, estaba a punto de arruinarle la vida.

Otto había hecho los primeros avances con Isabella Lorraine-Smith y a pesar de no haber consumado ningún acto con ella ya pensaba en ofrecerle matrimonio. Tan solo había conocido a una mujer que cumpliera con sus imperdonables características. Esto ocurrió dos años antes y su amor se había visto frustrado por la intercesión del propio Hoffmann, que en un arrebato de celos lo había convencido de que aquella mujer no era alfalfa limpia. No solo lo persuadió de que se parecía más a un perro que a un caballo, sino también de que ni tan siquiera era inglesa, sino irlandesa. Otto, consternado por el engaño, siguió los consejos de su amigo muy a pesar suyo y se alejó de aquella perra británica.

Fue esta la razón principal para que cuando viera a la señorita Lorraine-Smith relinchando de placer mientras Hoffmann le acariciaba los cuartos traseros su ira fuera implacable. Sin embargo, el que llegara a ser general y regidor de toda una nación, contaba con una capacidad inusitada para disimular sus reacciones. Cuando entró precipitadamente en la cámara de su pretendida sin esperar encontrarla en ella, con el objeto de robar una de sus prendas intimas y usarla como fetiche masturbatorio, tal vez también confundido por su impropia circunstancia, puso cara de estar azorado y marchó del lugar pidiendo disculpas. Poco después, se encontró a su apreciado amigo y se guardó de mostrar enojo alguno, llegando a quitarle importancia a la chica diciendo que podía encontrar mil como esa en cualquier establo de Bedfordshire. No obstante planeaba servir su venganza en el plato de los entremeses, exactamente en el del caviar, frío como el hidrógeno sin oxigenar.

Nadie podría dudar que el señor Otto von Bismarck era un perro despiadado, cruel, retorcido y entreverado. Le hizo ver al doctor Hoffmann que jamás pondría en peligro una relación con un amigo por ninguna mujer, por caballuna que esta fuera y fue administrando su desagravio en pequeñas dosis. Lo primero para él era acabar su pasantería en Potsdam y cerrar el círculo de buenas relaciones que estaba armando en el lago de Wansee. Lo primero nunca lo consiguió, ya que lo expulsaron de la escuela de derecho por sus repetidas faltas de disciplina. Cuando Otto se dio a la bebida y se resignó con nobleza estoica a no pensar en mujeres inglesas y caballunas, el doctor se percató de que algo ocupaba la mente de su amigo. No sabía por qué exactamente, pero estaba seguro de que la pérdida de Isabella influía en él más de lo que quería hacer notar. Después Otto se obligaría a amar a una mujer de la nobleza prusiana, Johanna von Putkammer, pía y luterana como solo podría serlo una noble prusiana y gracias a ello lavó su imagen de calavera, consiguiendo ser elegido representante del Vereinigter Landtag, donde comenzaría una imparable carrera política que más tarde le llevaría a dirigir el país, siempre con el doctor Hoffmann como fiel escudero. Cuando al año siguiente de esto llegó la revolución, Otto tuvo al fin la excusa perfecta para demostrar su conservadurismo y adhesión al régimen, una estrategia política con la que conseguiría llegar a lo más alto del poder. Todo esto, incluso el hecho de que arrastrara al estado alemán a su definitiva unificación, carecería de importancia para nosotros de no ser porque sus progresos estaban instigados por un único motivo: la venganza. Bismarck esperó a tener todo el poder posible para usarlo contra su amigo William.


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domingo, 27 de marzo de 2011

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max juega en la calle. Corre a esconderse mientras Luc cuenta hacia atrás cara a la pared. Se pone tras un buzón amarillo pero llega un niño mayor y le quita de ahí de un empellón. Entonces ya no le queda tiempo. Se tira al suelo y rueda hasta debajo de un coche. Han dejado de contar y Max se da cuenta de que el coche está en marcha. Huele tan mal el humo que sale del tubo de escape y que casi no se dispersa por falta de viento que Max casi desea que le vean. Escondido en una nube de humo el pequeño Max ve terminar el mundo con un fundido en negro.


Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max va a una fiesta de cumpleaños. Rompen la piñata, explotan globos y Max espera la traca final. Entonces llega el pallaso. A Max le asusta un poco ese personaje que quiere hacer reír a todos. Le parece un hombre derrotado que busca amigos desesperadamente. Al ver a Max al margen de la algarabía general, con los ojos muy abiertos, expentantes, el pallaso decide ayudarlo y propone un juego. Al pequeño Max no le gusta especialmente ese juego que consiste en dejar a alguien fuera cada vez y no le importa ser él quien quede de pie pero el pallaso se las arregla para poner una silla detrás suyo siempre, bailando y moviéndola con el pie. Cuando el pequeño Max va a sentarse el gran zapato del pallaso queda enganchado a la silla y al apartar el pie se lleva consigo aquello que debía sostener el frágil cuerpo de Max. El pequeño Max yace ahora en el suelo entre serpentinas de colores y gritos de niños junto a un hombre estridente cuya cara se ha tornado un grito de espanto.


viernes, 25 de marzo de 2011

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max juega a ser Tarzán. Busca cuerdas y agarraderas que puedan servir de liana. De repente Max tiene una idea y se quita el cinturón. Coge carrerilla y consigue colgarse de la lámpara isabelina del salón y balancearse cual mono en la selva. Mira a su alrededor para ver cuál puede ser la siguiente liana y decide que la cortina es lo más apropiado. Coge impulso como en un columpio y se lanza a través de la ventana cortina en mano. A pesar del liviano peso de Max la cortina cede y él cae por la ventana. El pequeño Max vuela en picado seguido de una vaporosa estela en una aérea danza icaresca.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Crónicas Autobombásticas: WG Episodio 16, por El Ogro del Sí

Anteriormente, en WG: ver Episodio 15 completo

—¿Lo hacemos? —dijo el viejo atleta solo para que yo rabiara. Supongo que sería deformación profesional—. ¿Lo hacemos? —repitió—. ¿Lo hacemos? —insistía en insistir.

—Sí —contesté al fin—. Haga lo que sea.

...

—Me hará usted famoso. ¿No se da cuenta? Walter Hoffmann, el hombre que descubrió cómo funciona el sistema nervioso de los peluches. Venga acá. Es más, le invitaré a que pruebe mi cóctel favorito. ¿Lo quiere ahora o después?

—Después, a ser posible —dije vencido por su ridículo sentido de la realidad.

...

—¡Pero qué hace! —dije aterrado—. ¡Va a matarlo!

—¡Ja! Eso ya sería un principio Como mucho lo tostaré un poco.

...

—¡Salga de aquí ahora mismo, fantoche! ¡O se piensa que un científico como yo tiene tiempo para perderlo con escorias de las sociedad como usted! ¡Fuera, hombre, fuera!

...

—Yo me conformaré con un Sewer Rat —dijo Hans-Georg.

—Demonios. ¿Además de hablar también bebe?

—Sí, espero que no le moleste —contestó indolente—. Como buen europeo, tiendo a la autodestrucción, y no digo al nihilismo porque no quiero entrar a valorar términos nietzscheanos antes de tomar una copa.

—Así se habla —dijo el doctor Hoffmann—. ¡Menudo fenómeno!

Cogí a Hans-Georg y me lo puse al hombro. Estuve a punto de darle un beso, pero la infección de ese ojo que campaba a sus anchas fuera de su cuenca hizo que me detuviera a tiempo.

—No sabes lo que me alegro de que vuelvas a estar con nosotros —dije en cambio.

—Menos monsergas y vamos a lo que vamos, que me muero por quitarme este dolor de cabeza.



Episodio 16

El doctor Hoffmann me tomó aparte, en la medida en que alguien puede tomar aparte a otra persona que lleva a otro individuo al hombro, siempre en la medida en que una rata es un individuo, claro está, y me susurró algo que no alcancé a comprender: "Usted y yo tenemos que hablar de negocios".

De modo que salimos del hospital y nos encaminamos a la estación de S-Bahn, ya que el doctor Hoffmann había dado pruebas de su inteligencia negándose a tomar su propio coche y decidiéndose por la conveniencia del transporte público. Nos dirigíamos al Billy Wilder. Yo no lo conocía, pero al parecer preparaban unos cócteles estupendos y hacían gala de una carta de alcoholes tan larga como el listín telefónico de Potsdam. Faltaban seis minutos para que llegara el tren. Hans-Georg, abatido, había pedido excusas para ausentarse en sueños y dormitar sobre mi hombro hasta llegar al sitio, en tanto que yo me quedé pensando en cómo había llegado hasta allí y los pasos que tendría que dar a continuación, lo cual a punto estuvo de costarme un buen susto, ya que, impelido por mi modo errático de pensamiento, faltó poco para que cayera en el hueco de las vías justo en el momento en que pasaba un tren de larga distancia sin parada en nuestra estación. He aquí en lo que pensaba: Tenía todo el fin de semana por delante y prácticamente nada que hacer salvo pasar el tiempo hasta que llegara el momento de poder volver a casa. El militar que había dentro de mí me decía que tenía que planificar, estudiar mi posición y calcular la situación, pero por otra parte el idealista bohemio me llamaba a tomar las cosas como venían. Acababa de conocer a un hombre extraordinario, no solo por su curioso bigote, su extravagancia y sus inauditas dotes, sino porque probablemente contara con un pasado espectacular a sus espaldas. Tendría que tomarme la molestia de empezar a conocerle. Sabía que lo formal y correcto sería preguntarle acerca de su vida pasada, pero también que esto llevaría a que yo tuviera que contarle la mía y maldita la gana que tenía de recordar los propios problemas que marcaban mi triste avatar. No obstante, el aburrimiento y mi imprudencia innata pudieron con la precaución. Empecé a oír una bocina estruendosa, que me parecía la sirena de un barco y estaba a punto ya de encontrarme con el objeto más impactante de mi vida, cuando el doctor Hoffmann lo impidió in extremis, agarrándome por el brazo en el momento en que me disponía a caer como bola que encuentra su tronera.

—¿Le gustan las armas, doctor Hoffmann? -dije por evitarle la confusión del momento.

El doctor me miró con cara de pacifista aletargado y esbozó una media sonrisa que bien podía ser de desprecio o tal vez de conmiseración. Me respondió con otra pregunta.

—¿A usted sí? Por lo que he visto tiene tendencias suicidas.

—Encuentro cierto placer en sostener un cetme en mis manos, no se lo voy a negar.

—¿Y se puede saber que demonios es un cetme?

—Es el fusil de asalto del ejército español —contesté con orgullo. Dejé que calibrara la idea que le acababa de transmitir mientras él, obviamente impresionado, guardaba un silencio respetuoso. Al ver que no comentaría nada al respecto pasado un minuto, ahondé en explicaciones técnicas al respecto—. Mis preferencias están con el CETME C, claro está. Sin duda es el mejor de los modelos. Podría incapacitar a su objetivo desde un kilómetro de distancia. Tiene una bocacha lanzallamas que además es capaz de lanzar granadas, culatín ergonómico, recamara estriada, alza de tipo librillo, carril para mira telescópica, guardamanos y culata de madera, una auténtica joya digna del diseño del Mauser, solo que más fiable, duro y resistente. Está en servicio en más de treinta países.

Permití que esta frase perdurara en su memoria como el eco de las balas de la primera línea del frente. Presentía que aquí sí se vería obligado a hacer algún comentario, pero permaneció impasible, mirándome por encima del hombro como si le hablara en chino, en lugar de en un correcto alemán. En realidad lo que hacía era observar el trance de Hans-Georg. Un viento frío unidireccional entró por las vías al tiempo que rugía el sonido del tren que venía a nuestro encuentro y le privó de la necesidad de hacer comentario alguno. El doctor se sentó junto a la puerta y yo quedé entre él y una señora de avanzada edad que no levantó la vista. Seguí comentándole las excelencias del cetme mientras él miraba por la ventana haciéndose el distraído. Le explicaba que obviamente, como buen sentimental, yo prefería el modelo original, pero parece ser que el calibre de los cartuchos no era aceptado por la Convención de Ginebra.

—¿Está seguro de que no está muerta? —me preguntó cuando pasamos la estación del zoológico.

—¿La Convención de Ginebra? Más que muerta diría yo.

—Me refiero a la rata.

El tren anunció que llegábamos a Potsdamer Platz, lugar en donde teníamos que bajar. La señora mayor sentada junto a mí, me miró por encima del hombro con todo su desprecio y musitó:

—Bonito peluche, pero haría bien en lavarlo un poco.

—Gracias señora —contesté amablemente.

—Ya ve, incluso esa señora ha pensado que es un peluche —dijo el doctor Hoffmann una vez estuvimos en el andén. Dicho esto cogió a Hans-Georg y lo sostuvo en alto—. Pesa menos que el aire —dijo—. Tóquela, parece que estuviera rellena de afrecho.

La palpé con cuidado y observé lo que decía el doctor. Estaba en lo cierto. Parecía pesar mucho menos que antes y tener tanta vida como un peluche.

—¡Hans! —grité—. ¡Hans! ¡Despierta!

—Con Fever Tree —dijo la descarada rata.

—¿Ve? —dije—. Lo único que le preocupa es la Convención de Ginebra. Como le decía —continué, haciendo caso omiso de las quejas de Hans-Georg por despertarla antes de tiempo—, que los idiotas esos de Ginebra decidieron que ese tipo de munición no era lo suficiente humana y nos prohibieron usarla. Yo la habría dejado tal y como estaba. Hacía unos agujeros así —dije haciendo un círculo mágico con ambas manos—. No se escapaba ni uno, después de un tiro con los cetme originales. Pero en fin, no sé si estará al tanto de cómo son esos burócratas. En mi opinión la convención del cuarenta y nueve acabó convirtiendo la guerra en un juego de nenazas. Dígame usted si no está de acuerdo en que eso de hacer que una guerra sea más humana no es más que una chorrada.

Hasta que entramos al Billy Wilder’s el doctor Hoffmann no rompió su silencio. Lo hizo para pedir un zumo de limón. El barman, un tipo mayor de pelo entrecano y gafas de pasta rectangulares, lo miró con complicidad, sacó una botella de la nevera en la que se leía el nombre del doctor y vertió lo que había pedido sobre una copa de martini. Portaba un atuendo de lo más curioso. Aunque por debajo lucía un impoluto traje blanco con corbata blanca que podrían ser atributos del coctelero más chic, llevaba encima un sobretodo ajedrezado y una gorra con los mismos motivos que le hacían parecer un Sherlock Holmes de la barra. El doctor extrajo de su bolsillo la petaca de etileno y se sirvió de lo suyo. Hecho esto, le ofreció la copa al barman, que completó la mezcla con una guindilla, lo removió con un mezclador y dijo en un horrible acento inglés:

—Listo, doctor Hoffmann. Ya ve, viene a la mejor coctelería de Berlín y trae su propia mezcla —añadió dirigiéndose a mi persona—. En fin, cosa de genios. Espero que usted sí se fíe de un buen profesional.

—No haga caso —dijo el doctor—. Los mejores mezcladores siempre han sido los boticarios. Y creo que de eso yo tengo algo más que Billy, ¿no le parece?

—¿Qué le pongo? —preguntó el camarero sin hacerle mucho caso.

—¿Tiene usted quina? —dije por hacerme el interesante.

El camarero rió y miró al doctor como diciéndole «¿de dónde has sacado a este?».

—Pues no —dijo finalmente—. Tenía, pero la confiscó el doctor la semana pasada con amenazas de denunciarme en la Inspección de Sanidad.

—Póngame un Hendricks con Fever Tree y a él un Sewers Rat.

—Y un cuerno —dijo Hans-Georg, volviendo en sí—. A mí me pone un Citadelle, con pepino. El Sewers Rat es puro veneno y además una ordinariez.

—Tengo que darle toda la razón, caballero —dijo Billy sin inmutarse.

—¿Pero no bebías Sewers Rat? —pregunté a Hans-Georg.

—No pienses que me conoces tanto. Aquello no era más que una licencia poética, una broma, vamos. ¿Qué tipo de rata podría beber eso?

—En fin, póngale lo que quiera. Es mejor no enfadarla. Tiene la rabia y se pone furiosa.

—Negativo —dijo el doctor Hoffmann—. De ser así ya estaría muerta.

—¿Y qué sabe usted de todo eso? —preguntó Hans-Georg con incredulidad.

—¿Qué sé yo? —respondió a su vez el doctor con una sonora y sombría carcajada—. ¿Qué sé yo?

—Sí, qué sabe usted. Si es que en estos días se puede estar seguro de algún conocimiento humano, doctor Kopfmann.

—Soy yo a quien debe la vida, peluche ingrato. ¡Yo, el doctor Hoffmann! —proclamó ante todos los clientes del bar— ¡El único hombre capaz de dar vida a un peluche recién sacado de la basura y convertirlo en un roedor viviente y con capacidad de habla! ¡El gran William Hoffmann, celebrado microbacteriólogo en todo el mundo! ¡El que acabó con la rabia y descubrió a todos la ciencia de la resurrección! ¡El insigne William Hoffmann, abanderado de Prusia y de las diez alemanias! ¡Hoffmann el reunificador! ¡El conquistador! El que ganó África para el imperio y no pide condecoraciones…

Su voz se fue apagando poco a poco hasta dar lugar a unos sollozos, que más bien parecían los lloros de un niño enrabietado. Cierto es que el doctor estaba haciendo un ridículo espantoso en aquel bar. Pero hay que añadir que en realidad los ocupantes del bar no se asombraban de nada, ya que tan solo éramos tres: dos personas que ya lo conocíamos un poco y uno que dudaba de todo conocimiento.

—He cambiado de idea —dijo Hans-Georg con sorna—. Sírvame lo mismo que a él.

martes, 22 de marzo de 2011

Si lo tienes, muéstralo

Queridos bombines y bombinas, estamos lejos de nuestro primer cometido si lo único que aparece en la página son perversos relatos infanticidas nacidos siempre de la misma mente enferma. Sé que todo vosotros tenéis material inédito y que a todos os vendría bien un cop de taula. Así que os propongo que todos os saquéis la pelusilla del ombligo y compartáis alguna que otra obra maestra de esas que hacéis casi sin esfuerzo.

lunes, 21 de marzo de 2011

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max va a la granja de sus tíos. Ellos tienen todo tipo de animales y a Max le gusta darles de comer a todos. Se levanta temprano para ir al granero. Conoce qué come cada uno y se pasea por cuadras y jaulas repartiendo el desayuno. Al pequeño Max le gusta jugar a que es un campesino que trabaja duro para mantener su granja. Cuando termina de repartir el grano y las balas de paja, Max entra al corral de las vacas para ordeñarlas. No se ha dado cuenta de que hoy hay un toro en pleno cortejo y cuando le ve, éste ya corre feroz y cabizbajo hacia el pequeño intruso. La retina del pequeño Max, que esperaba ver el lácteo y apetitoso rezumar de una cálida ubre, distingue en cambio un marfileño cuerno goteante de sangre.



sábado, 19 de marzo de 2011

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max va vestido de traje porque sus primos van a casarse. Entra en la iglesia y se sienta en un banco junto a sus padres. Imagina que es un jorobado que cuida del lugar y que los pasillos y campanarios son laberintos por los que él nunca se pierde a la luz de su vela. Cuando termina la ceremonia y todos están fuera de la Iglesia haciéndose fotos, el pequeño Max vuelve a entrar y se dirige muy solemne al altar, con el que tropieza. Prueba de aguantarse con los brazos en cruz en la talla de manera del ábside pero ésta se tambalea y un gran Cristo cae encima de él. El pequeño Max completa un hombre de Vitruvio bajo el peso de la Cruz.

jueves, 17 de marzo de 2011

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max está aburrido en casa. Está leyendo el comic de astérix El golpe del menhir pero lo ha leído tantas veces que se adelanta a los acontecimientos así que, fastidiado, se levanta y se asoma a la ventana. Levanta la parte inferior y se queda apoyado en el alféizar pensando en lo que podría hacer si saliera de casa. Zoe está de vacaciones y no tiene más amigos cerca así que se queda meditabundo pensando en cómo divertirse solo. Por lo visto no ha trabado bien la ventana y ésta cae sobre su cuello emulando una mala decapitación que de todos modos produce el mismo efecto que el garrote vil. Max consigue así una rara mezcolanza entre la dislocación de la apófisis plebeya y la decapitación aristocrática.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max ayuda a su padre a limpiar el coche. Es verano y juegan a salpicarse mientras frotan el auto con jabón. Max corretea de un lado para otro huyendo del disparo paterno. Entra en el coche se agarra al freno de mano para darse fuerza y sale disparado por la puerta del conductor. Ahí vuelve a estar papá preparado con el dedo en la manguera. El pequeño Max huye hacia delante, su padre le persigue a pocos pasos, el coche se desliza calle abajo sin freno de mano, Max intenta correr más rápido pero la risa se lo impide. Bajo el peso de la rueda su pequeño cuerpecillo se muestra dúctil como un jarrón de barro dando vueltas en el torno.

domingo, 13 de marzo de 2011

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max camina por París en 1.794, gritando consignas contra la opresión. Sin embargo sus quejas no son contra la nobleza sino contra esa cansina burguesía tan amiga del trabajo, y así, a golpe de voz y desenfado, defiende la vida ociosa y despreocupada. El tumulto empieza a formarse a su alrededor, al principio son solo algunas personas de mirada furiosa, pero los ánimos se inflaman y un grupo de pescaderas que por ahí anda se lo lleva en volandas hasta la plaza y lo encaja en la guillotina. El pequeño Max piensa en el olor a pescado mientras el frío metal le corta el cuello. Pronto su cabeza será un macabro estandarte que oscila en lo alto de la pica.

jueves, 10 de marzo de 2011

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max se aburre en el salón mientras completa una larga lista de sumas. Sesenta y cuatro más dieciocho, ochenta y dos; veintitrés... fuera el día es soleado y la nieve cubre el jardín. La escuela está cerrada pero por la tarde se hará allí un concurso de muñecos de nieve. El pequeño Max sale a buscar a Zoe con los deberes a medio hacer y deciden hacer el mayor muñeco de nieve de la Historia para el concurso pero enseguida se dan cuenta de que es muy trabajoso dar volumen a las bolas y de que se les helarán las manos antes de acabarlo. Entonces, el pequeño Max se ofrece para meterse dentro del muñeco y así darle volumen. El pequeño Max gana el primer premio pero el galardón le deja helado. Cuando Zoe rompe el muñeco para abrazarle, su amigo es un impávido y gélido muñeco azul lleno de carámbanos.

Tantálica LIV

Inspirado por el magnífico curso del pasado fin de semana, orquestrado por Marta Polbín, Pablo Moíño y Paquito en la Bagatela, he compuesto esta tantálica heterogramática, o sea, una tantálica compuesta por anagramas de "El mito de Tántalo". Se consigue, además, la metareferencia y mantener las 99 palabras a las que voluntariamente me he condenado en esta colección.


"El mito de Tántalo", (contado por él mismo)

"Lee tanto, maldito, el atento maldito: El mal antídoto, E.T., Maillot de tetona, El timo de la tonta …Toda tetilla no me da tinta. Lo temo, le odio talmente, tal lametón, tal tedio… Antídoto letal, me mató lo diletante, el tema tonto.


Dí: la tinta, método leal. El mito tanto da: el Titán, Leto, Leda, Om; Ntitl, dea tolomea, Teo, mellado titán; Atlante, lo temido; tótem, talión: le da talento al temido tema, te dio llanto, latido, lamento. Te dio tal lamento, te dio tema lento. Tal da el mito: talento nato. Mito: detalle totalmente liado. Ella, tentado mito."


Gracias a Marta Polbín por su atentísima lectura y el descubrimiento de errores que espero haber podido resolver en esta versión.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max está leyendo La Celestina. Como es pequeño no reconoce la torpeza de Calixto ni lo humorístico de un amante cortés tan desmesurado y sinvergüenza. Exaltado por las altas pasiones que la obra desata en él, se cree morir de amor por su dama, la bella Zoe. El pequeño Max piensa que aunque admire a su héroe, a él le dará mucha vergüenza hablar de amor con Zoe, así que se postra bajo su balcón y se clava un puñal en el corazón con una nota que reza: Zoe, muero por tu amor.

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max está cavando un hoyo. Piensa descubrir las entrañas de la Tierra y dormir en su regazo, eso es lo que ha oído hoy en clase, la madre Tierra, el abrazo de la naturaleza. Le pide a Zoe que le ayude cubriéndole con tierra y que le deje dormir en brazos de tan generosa diosa. Al cabo de un rato, la pequeña Zoe se cansa de esperar y, aburrida, se va a casa. En la íntima soledad del momento, Gaia ofrece al fin su reazo al pequeño Max. Al día siguiente, cuando Zoe va a despertarle, el pequeño Max es una absurda raíz sin árbol.

jueves, 3 de marzo de 2011

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max juega en el patio del colegio. Como no le gusta jugar a fútbol suele jugar con las niñas a la comba o al escondite. Hoy juegan al escondite y Max ha encontrado el sitio perfecto. Trepa por un árbol hasta lo más alto de su copa y se queda muy quieto y muy callado. Acaba el recreo y los niños vuelven a clase pero Max ha subido demasiado. Al cabo de mucho rato suena la campana y todos se marchan a casa, menos el pequeño Max que ha quedado olvidado en el jardín y a quien nadie oye. Se prepara por si tiene que pasar allí la noche y se duerme en lo alto de la rama. El pequeño Max despierta para vivir el vertiginoso momento de la caída.

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max va de vacaciones con sus padres. Cuando sube al avión la azafata, muy amable, le pregunta si quiere entrar en la cabina del capitán y Max asiente ilusionado. El copiloto se levanta para dejar que Max se siente en su lugar pero pasan por una turbulencia inesperada y Max cae encima del panel de mandos pero debajo del copiloto. De repente caen en picado y el copiloto, cuyo peso está chafando a Max, no puede levantarse por la fuerza de la gravedad y de la caída. Caen a gran velocidad y Max piensa en la forma que tomará el montón de hierro, sangre y fuego que serán en breve.


martes, 1 de marzo de 2011

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max está dibujando en clase. Mientras la profesora se esfuerza en dar la lección Max la dibuja en un columpio, con el resto de la clase subidos en motos, dragones y tortugas de balancín con muelle, girando y botando mientras aprenden a sumar. La profesora regaña al pequeño Max por no prestar atención y perder el tiempo en clase y lo envía al despacho del director. Max recorre el pasillo cabizbajo soñando con una escuela mejor cuando ve a los matones del cole. Se esconde detrás de una fuente eléctrica y por esta vez escurre el bulto pero un cable pelado hace chispa y decide echarle agua antes de que prenda. El pequeño Max tiembla como hoja de lúpulo en una tarde de tormenta.

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