lunes, 27 de diciembre de 2010

WG Episodio 12, por El Ogro del Sí

Quedé profundamente dormido. Estaba exhausto, eso era cierto, pero también, aunque no lo sabría hasta algún tiempo después, aquella palabra había obrado en mí de manera sedante, y así lo haría desde entonces. Cada vez que oía el citado vocablo: ¡plas! al suelo directo, mano de santo contra el insomnio. No obstante, la rata siguió con su discurso durante largo rato sin preocuparse por su auditorio.

—… Mostraba que la comprensión no es uno de los modos de comportamiento del sujeto, sino el modo de ser del propio Dasein —¡Plas! Al suelo. Es difícil caer cuando uno ya está en el suelo, pero aquel abracadabra tenía poderes ilimitados. Seguía oyendo sus ecos en mi sofronización y mientras tanto, me zambullía en un vacío que me llevaba a otro vacío, y de este a otro, ad infinitum. Para que nos entendamos, que la comprensión es móvil, como el propio ser, cuyo entendimiento no puede ser más que finito y histórico y se relaciona con su experiencia con el mundo. El momento de la historia efectual…

Me había transportado a regiones del sueño nunca antes visitadas. Tenía aún el soniquete de la rata en mi cabeza y el crujir de las maderas chisporroteando entre el fuego, pero me encontraba lejos, muy lejos de aquel lugar. Al parecer sus palabras evocaban unos conocimientos que yo ya albergaba en alguna zona remota de mi perjudicado hipocampo. Estaba en la Universidad Autónoma de Melilla. En realidad aquello no significaba más que un regreso, porque efectivamente yo había estudiado allí un par de años atrás. Sin embargo conocer el lugar no hacía del sueño algo más apacible. No se podía decir que mis recuerdos universitarios me remitieran a grandes experiencias vitales ya que había llegado sin entender nada, obligado por aquellas nefastas circunstancias que me expulsaron de mi verdadero destino: la Legión. Me encontraba en un aula, escuchando a un profesor que era un extraño ser mitológico, mitad humano, mitad rata. No es que fuera exactamente una criatura híbrida, sino que sus rasgos y sus miembros se confundían entre una y otro de manera caprichosa. En un momento señalaba con una mano y al siguiente con una garra. Lo mismo sonreía con dientes de rata que de persona. La voz sin duda era la de mi nuevo amigo Hans-Georg, filtrada a través del sueño. El discurso era asimismo incomprensible, como suele ocurrir en la experiencia onírica. Encontrar ese pelaje en un brazo humano o rasgos de roedor en el rostro de una persona resultaba del todo desagradable, y el sueño en sí era de lo más perturbador. Un miedo incierto me envolvía y me atenazaba. Sentía la necesidad de marchar de aquel lugar de inmediato, pero había algo hipnótico en las palabras que me retenía en el sitio. Sabía que estaba a punto de ocurrir un incidente muy desagradable, pero también que no podría oponer resistencia. El profesor escribía en la pizarra con grandes letras palabras tales como «marxismo», «MATERIALISMO DIALÉCTICO», «FEMINISMO», «BLACK POWER», «TEORÍA QUEER», «ESTRAGO SOCIAL». Yo me sentía extrañamente atraído hacia aquellas palabras y también hacia el propio profesor ratonil y casi se me caía la baba oyendo sus explicaciones. Estas se veían interrumpidas por una llamada a la puerta del aula. Cuando el profesor se disponía a abrir entraba en ella un carnero con chapiri que subía la escalinata hasta llegar a mí y empezaba a lamerme las mejillas. De repente se oían ruidos como de hordas guerreras que atravesaban el patio y en un segundo invadían el aula. Entraban en ella las unidades del Tercio Gran Capitán a pecho descubierto, mostrando sus impresionantes y oscuros vellones que asomaban por la uve torcida de sus cuellos abiertos. Sobre estos caían luengas barbas en algunos casos y estilizadas patillas negras o perillas de chivo en otros, conjuntadas a la perfección con el típico chapiri verde de borla roja con el que cubrían sus cabezas. No se amilanaban por la pizarra ni el profesor, sino que se liaban a tiros con todo lo que encontraban a su paso. Yo me escondía tras los pupitres de la última fila y observaba entre las rendijas de sus desvencijados tablones de madera lacados en marrón chocolate. En pocos segundos el profesor pasaba de parecer una rata a ser alimento para ellas, puro queso gruyere de tantos agujeros que tenía. Con este ya fenecido, derramando su extraño cuerpo, sobre el suelo, entraba en el aula José Millán-Astray, subía los escalones con paso firme y avanzaba hasta la última fila de mesas en la que yo me encontraba. En su pecho brillaban la Cruz María Cristina, la Cruz Roja, la Cruz Primera al mérito militar y la Cruz de la orden de San Lázaro. Sobre su boca desfigurada corría un bigotito teñido de negro que hacía fuerte contraste con el rojo de su mejilla izquierda, destrozada y sanguinolenta, con un agujero tan grande que estaba seguro de que si giraba la cabeza podría ver a través de él. El fundador hizo uso de su mano derecha para darse un tirón de la manga del brazo izquierdo, que llevaba plegada sobre el muñón con un alfiler. Cuando este se desprendió, dejando que la manga cayera sobre mi pupitre, metió la mano en su interior. De ella sacó un brazo mutilado con cuya mano inerte tomó mi libreta en alto. La tiró al suelo con desprecio y me dio una bofetada que casi me despertó del sueño, a la vez que exclamaba: «¡Maricón!». Como si mi propia ensoñación quisiera demostrarme que podía alcanzar mejores cotas en el reino de lo absurdo, una voz se alzaba contra él desde el estrado del aula y Millán-Astray giraba la cabeza como antes yo mismo había imaginado. A través del agujero que atravesaba su maxilar veía la figura del profesor poniéndose en pie de nuevo, solo que ya no tenía rasgos de roedor en absoluto, sino que se trataba de un señor mayor de pelo blanco con la frente despejada y unos anteojos redondos, con nariz un tanto aguileña y una barba puntiaguda como un manto de armiño siberiano perfectamente perfilada. «¡Este es el templo de la inteligencia, y yo su sumo sacerdote!», gritaba el desaforado anciano. «¡España una, grande y libre», respondía el ofendido militar ante el clamor de las hordas del Tercio Gran Capitán. «¡Estáis profanando el sagrado recinto de la inteligencia!», insistía el viejo. «¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!», decía Millán-Astray volviéndose bruscamente. Entonces, al mirar abajo, el militar perdía el equilibrio incomprensiblemente y más que caer, se arrojaba como un kamikaze escaleras abajo para dar con sus huesos junto al estrado. El manto de la barba del anciano se replegaba sobre el viejo engulléndolo y convirtiéndose así en un verdadero armiño enorme que se tragaba a su vez al mutilado Millán-Astray.

Ver:

domingo, 26 de diciembre de 2010

Sé la diferencia!


viernes, 24 de diciembre de 2010

WG Episodio 11, por El Ogro del Sí

—Verá, aquí donde me ve, no siempre he vivido en el campo —comenzó diciendo—. Antes vivía en pleno centro de la ciudad. ¿Conoce usted el museo nacional de arte antiguo?

—No tengo ese placer, no.

—Pues bueno, yo vivía allí, en la biblioteca.

—Entonces supongo que de ahí vienen sus conocimientos —dije para complacerla.

—Bueno, digamos que he roído algunos legajos —respondió guiñando su maltrecho ojo—. Había abundancia de material sobre teoría del arte, polvoriento y sabroso. ¿Le interesa el tema?

—Cómo no, señor Georg, cómo no —repuse haciéndome el ofendido—. Explique, explique —continué, viendo que tenía ganas de lucirse en aquellas materias.

—¿En serio? Le advierto que suelo sofocarme mucho defendiendo mis ideas. De hecho esa fue la razón primera de la discusión con aquellos murciélagos que por poco no me sacan el ojo. ¿Está preparado? —insistió, y luego cuando vio que asentía—: Usted lo ha querido, luego no se me queje.

—Soy un intelectual, señor Georg —repuse—. Estoy acostumbrado a esa clase de discursos, no se preocupe.

—¿Un intelectual? No puedo haber tenido tanta suerte. Y yo que lo había infestado de rabia pensando que… Vamos, por su indumentaria y la forma en que cantó antes empezaba a creer que era usted cabaretero, buhonero, titiritero. Pero vamos a lo que vamos. Póngase cómodo, pero no demasiado, me temo que hace tiempo que no hablo de temas profundos y tal vez me extienda demasiado. Bueno, sin más preámbulos, que a mí lo que verdaderamente me preocupaba era el ser histórico y la conciencia que se había tomado de él en la llamada cultura en todos estos años de civilización occidental. Se preguntará usted a qué llamo civilización occidental. Pues bueno, ni más ni menos que a la etapa iniciada por el primer imperio griego, ya impregnado de las ideas egipcias, persas y fenicias, hasta nuestros propios días. En cuanto a ese ente tan abstracto que llamo ser histórico, estaba interesado en él en la medida en que nos obliga a pensarnos y a comprender nuestra existencia de una determinada forma a través del tiempo. ¿Entiende? Partiendo de aquí, usted comprenderá que no haya podido evitar criticar el idealismo romántico, ya que de él proviene nuestra actual conciencia de la historia. Y fíjese usted que llegué a esta conclusión observando las obras de arte exhibidas en el propio museo en el que vivía, de noche, sin apenas luz, solo molestado por los pasos huérfanos del vigilante de turno. Porque claro, al intentar comprender mi propia experiencia estética ante ellos, a oscuras, con la única guía de la luz tamizada de las farolas del exterior y los indicadores de las salidas de emergencia, me di cuenta de que todas mis ideas derivaban de un sistema heredado que lo condicionaba todo. ¿Le aburro? —dijo al ver que escudriñaba los papeles que había cogido del archivador.

—No, no. Continúe. Solo estaba repasando mis notas —dije incomprensiblemente.

La rata me miró con cara rabiosa pero esta vez no se lanzó a mi cuello. Al parecer el tema le apasionaba demasiado como para perderse en fruslerías.

—Yo veía, o más bien atisbaba —apuntó en un giro lleno de complicidad—, todo ese conjunto de conceptos como un juego con unas reglas inventadas por nosotros mismos, ¿entiende? El juego solo existe si alguien quiere seguir unas reglas ¿comprende? Y si no seguimos las reglas pues ya se trata de otro juego ¿no?

—Sí, supongo —dije al percatarme de que esperaba una respuesta a pesar de no tener ni idea de lo que me hablaba. Se sabe que la rabia provoca encefalitis y que esta produce a su vez afasias que pueden afectar al hipotálamo y a la propia capacidad del lenguaje. De modo que me pareció que mejor sería seguirle la corriente antes de que le dieran espasmos—. ¿Me permite hacerle una pregunta? —dije cayendo en la cuenta de mi situación.

—Las que usted quiera, amigo Odiel.

—No se ofenda, pero ¿sería posible atarlo de alguna manera? Entiéndame. No me gustaría quedarme dormido y levantarme desangrado con la marca de sus colmillos en los dientes.

—Proceda como deba —dijo con solemnidad.

Me quité un cordón de la bota, se lo anudé al cuello con un nudo corredizo y lo até todo lo firmemente que pude al asa de la maleta.

—¿Será capaz de roerlo durante la noche? —pregunté con desconfianza.

—Procuraré no intentarlo. ¿Puedo continuar ya? —dijo impacientemente.

—Proceda, proceda —contesté imitando su tono solemne.

Maldita la cosa si aquellos delirios me interesaban en absoluto, pero no quería mostrarme descortés después de todo lo que me había ayudado mi rabiosa compañera. En cualquier caso, ahora ya estaba preparado para dormirme de un momento a otro.

—En fin, que para apreciar estéticamente un objeto o incluso para apreciarnos históricamente, debemos hacerlo conforme a unas reglas del juego. Pero al fin estas reglas del juego no son unívocas, sino que cambian a través de los tiempos. Las personas que participan en él no pueden llegar a comprenderlo porque su propia esencia los rebasa. Da igual que sea usted autor o simple espectador, porque usted no ha inventado las reglas, sino que simplemente se conduce a través de ellas, a menudo de manera inconsciente. ¿Qué dice usted a esto?

—Totalmente de acuer…

—Eso quiere decir que ningún método garantiza la verdad —dijo sin permitirme contestar.

—¿Y eso por qué? —acerté a colar entre su pausa enfática.

—Porque la filosofía debe exigir de la ciencia y del método en particular que reconozcan que no son más que un caso particular en el conjunto de la existencia humana y de su racionalidad.

—Ajá. ¿Pero no estaba hablando del arte, del juego? ¿A qué viene meter aquí a la ciencia?

—¡Ningún conocimiento es posible sin ciencia, mentecato! —gritó furioso.

Sus cejas se alzaron y su cara tomó un gesto aprensivo. Le dio un arrebato y la cuerda se tensó, pero por suerte no alcanzó hasta donde yo estaba. Había calculado bien. Casi asfixiado por la cuerda, continuó ya con más calma.

—Perdón, es que hay ciertas cosas que me sofocan. Yo se lo explico. En fin, lo que yo quiero no es preguntarme por las llamadas ciencias del espíritu, ni por la ciencia en general, sino por las condiciones de nuestro conocimiento y de la experiencia humana del mundo y su praxis vital. Para entendernos: cómo es posible la comprensión.

No me cabía duda de que aquella rata, el señor Hans-Georg, estaba en el último estadio de su enfermedad, que deliraba ineluctablemente, pero con unos delirios de grandeza de lo más elocuentes: cómo es posible la comprensión. Tenía gracia la cosa.

—Pero esa es una labor inconmensurable —dije por decir.

—En efecto, amigo mío —replicó la rata con cara de honda satisfacción—. Pero alguien tiene que hacerla. Ya Heidegger, en su analítica temporal del Dasein…

¡Siga ahora todas las aventuras y desventuras de Odiel, la rata Hans-Georg y sus numerosos amigos!

jueves, 23 de diciembre de 2010

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max quiere ser escritor. Apenas conoce palabras y su grámatica es muy reducida, pero suple sus carencias con alegres dibujitos que completan sus historias. Hoy el pequeño Max no se siente muy inspirado, y hojea lo ya escrito con cierto desánimo cuando al voltear una página su filo corta finamente y de modo vertical la muñeca del niño, su pequeña pero concurrida arteria humeral. El pequeño Max observa cómo gotea su brazo emborronando la página en blanco y súbitamente la esperada inspiración le sobreviene y empieza a escribir pequeñas historias macabras sobre un niño llamado Max. Lo que no sabemos es cuántas historias habrá escrito el pequeño Max antes de que la sangre que permanece en su cuerpo sea insuficiente para mantenerle con vida.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

WG Episodio 10, por El Ogro del Sí

Encendimos la hoguera y nos quedamos a su lumbre, guarecidos de la tormenta que empezaba a arreciar en el exterior. Mi amiga resultó incluso mejor conversadora y más erudita de lo que en un principio parecía. Nada mal para un roedor miomorfo, la verdad. Al pensar en sus inusuales cualidades caí en la cuenta de que podría ayudarme a desvelar el misterio del casero. Al menos en cuanto a la nota que me había dejado. Le expliqué todo lo sucedido hasta ese momento, mis experiencias en la pensión, la búsqueda de piso y empleo, el hallazgo del señor Düster, mis tribulaciones del día anterior con los festejos del aniversario, mi llegada al apartamento y la imposibilidad de quedarme en él, mi encuentro con Mielke…Toda aquella historia relatada al detalle la escuchó con una paciencia y atención que casi me parecieron exageradas. Solo dio muestras de desesperarse cuando creía que ya había acabado y le mostré la nota del casero. La tomó sin mucho entusiasmo y antes de leerla detenidamente me preguntó:

—¿Tiene usted simpatía por el nacional socialismo?

—No lo creo, Georg. No lo creo —dije con más reserva que estupor—. ¿Por qué lo pregunta?

—Por nada, por nada —contestó haciendo un gesto desdeñoso con la garra como para zanjar el asunto.

Me pareció advertir un brillo de desconfianza en su ojo lastimado, o tal vez fuera simplemente la desconexión de algún nervio que había dejado de funcionar. Ni corto ni perezoso, se lo presionó con la pata y luego lo apretó contra la cuenca como si de un tornillo se tratara. Sacó entonces unas gafas de leer de entre su pelaje y se puso manos a la obra.

—¿Lo entiende? —dije sin permitirle leer todo el legajo. Como no me contestó, decidí que sería mejor dejarle terminar antes de importunarle—. ¿Pero lo entiende? —volví a repetir sin hacerme caso a mí mismo.

Lo cierto es que me seguía pareciendo que fingía. Aquel gesto de atornillarse el globo ocular me había parecido demasiado efectista. No me parecía que sus nervios ópticos pudieran funcionar mejor con el atornillado mágico. Por otra parte sus suspicacias me habían dejado un poco confuso, así que me veía en la necesidad de justificarme, sobre todo porque pensé que la sinceridad colaboraría a mi favor a la hora de desencriptar la carta en clave que me había dejado el casero. La rata llamada Hans-Georg me miró por encima de sus gafas con cara de fastidio y siguió leyendo o simulando que lo hacía.

—Quizás le confunda un poco mi aspecto —repuse con astucia—. Serví durante un año en Melilla en el Tercio Gran Capitán, I Bandera de la Legión, infantería ligera acorazada, señor. Soy un Caballero Legionario y hay cosas que nunca se olvidan. —Ahora me da cierta vergüenza recordarlo, pero lo cierto es que después de la presentación no pude dejar de hacer lo que siempre hacíamos en el cuartel cuando nos presentábamos a misión. Aquello era parte de algún mecanismo arraigado a fuerza de culatazos en lo más profundo de mi consciencia y poco me importaba que el bueno de Hans-Georg no lo pudiera entender. Me puse a cantar el himno—:

«Como somos Caballeros Legionarios, hay mucha gente que no nos camela, como si fuera un delito ser de la Legión Extranjera. Nosotros no nos preocupamos ni del más grande ni del más chico, ni tampoco olvidamos ni a los pobres ni a los ricos. Cuando vamos por la carretera y nuestras carnes se tuestan al sol, la sangre de nuestras venas es igual que la mejor. Si asaltamos los corrales y robamos las gallinas es para calmar el hambre, que pasamos en la vida. Y aunque a nadie le importa el sufrimiento que un legionario lleva en el corazón demostramos que estamos satisfechos y llevamos en el pecho el emblema de La Legión. Si cantamos soleares o bailamos bulerías es para olvidar las penas que pasamos en la vida. Y aunque a nadie le importa el sufrimiento que un legionario lleva en el corazón, demostramos que estamos satisfechos y llevamos en el pecho el emblema de La Legión».

—Pues no será usted nacional socialista, pero sí que es un verdadero idiota.

—¿Perdone? —pregunté saliendo de mi trance.

—Aquí lo dice bien claro: el señor Düster solo le alquila la casa los días de semana, los fines de semana no lo quiere allí. Por eso el alquiler es barato.

—Ajá. ¿Y por no entender esa nota soy idiota? —rimé herido en mi orgullo.

—No. He de reconocer que la redacción es confusa. Es usted idiota por todo lo demás que me ha contado y por no esperar al propio señor Düster para que se lo explicara. Aunque en realidad por eso no es tan idiota. Hay un apartado en el que dice que no quiere coincidir con usted en la casa, y que el día que lo haga será excusa suficiente para romper el contrato.

—¿Cómo? —dije casi por reflejo—. No, no, no hace falta que lo repita. Ya lo he entendido. Tan solo mostraba mi estupor —expliqué al ver que se le transformaba el rostro y ponía las garras en posición de ataque—. ¿Y por qué no va a querer cruzarse conmigo? ¿Qué tiene que esconder?

—Pues eso, señor mío, no lo dice en la carta. Tendrá usted que aclararlo con él por teléfono, tal y como concertó la cita —dijo la rata con voz inflexible.

—Ah, pues no es mala idea. No se me había ocurrido eso del teléfono.

—No, ¿verdad? —repuso Hans-Georg con una voz en la que creía entrever cierta ironía.

Me quedé unos segundos reflexionando en ello, en tanto que la rata me acompañaba en silencio. Estaba claro que podía volver a aquella cómoda casa. Solo que tendría que buscarme la vida todos los fines de semana. Esto suponía un problema aún mayor, pero ya habría tiempo de solucionarlo. Tendría que buscar cobijo para el resto de ese fin de semana y luego algo fijo para los demás días.

—¿Interrumpo sus pensamientos? —dijo la rata.

—En absoluto, tan solo divagaba —contesté por atenerme a las normas de cordialidad—. Es que este asunto es cada vez más espinoso y extravagante. Pero ya habrá tiempo de solucionarlo. Dígame, dígame —le incité al tiempo que volvía a mis propios pensamientos.

—Pues supongo que ya que me ha contado su historia, puedo verme en el derecho, si usted me lo permite, de narrarle la mía propia. Como ve, por aquí no encuentro gran cosa con la que conversar.

—Adelante, adelante —le animé.


Ver: Episodio 11

Episodio 1

lunes, 20 de diciembre de 2010

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max está tranquilo , acomodado plácidamente en un ambiente cálido y húmedo; se siente en paz y algo parecido a una melodía llega a sus oídos por encima del repiqueteo constante de los latidos maternos. Está a punto de salir, siente como el vientre de su madre empieza a contraerse. Empieza a estar incómodo y a revolverse, tal vez una vuelta más y consiga hacerse con algo más de sitio, pero...¿Qué es ese molesto cordón que empieza a apretarle el cuello?

domingo, 19 de diciembre de 2010

Max y el banquete de cabeza

Las luces cambiaban a màs intensas y al tiempo fluctuaban ahora màs amarillas ahora màs anaranjadas ahora tal vez màs rojizas...y el espacio se iba reduciendo y reduciendo hasta un tope, el espacio se reducìa pero sòlamente alrededor de su cabeza, y en un punto cesaba el encogimiento y la presiòn aumentaba, paraba y se relajaba...entonces se oìa un ¡SLURP!¡SLURP! y un monòlogo de garganta enfurruñada, esto y las luces de viaje lisèrgico. En un instante todo se fue hacia una luz blanca cegadora precedida por un ¡FUERA!¡FUERA!. Luz blanca. Un golpe seco, como cuando se deja caer un saco de patatas al suelo en la secciòn de làcteos de un supermercado, porque has sido cogido in fraganti metièndote un pequeño comtè en los calzoncillos. El saco de patatas era Max. Asì fue apareciendo a sus ojos, abiertos como navajazos en un cartòn, hierbas-matorrales-troncos-de-àrboles-florecillas-silvestres tìpicos de los bosques de Brecknockshire...¡ah! y los cuartos traseros de un osezno alejàndose velozmente. Entre el paisaje forestal y Max se interpusieron unas canillas vestidas con polainas.
-¿Te encuentras bien?
Un jovenzuelo, con cara de pan de hogaza e idealizado inglès, le sonreìa de par en par a la que le incorporaba. Max no paraba de mirar lo alto de la cabeza del muchacho.
-Me llamo Thomas...
Thomas iba vestido igual igual que un guardabosques cualquiera, si no fuera por la especie de orinal negro y sin asa que llevaba sobre la cabeza...
Nada màs poner los pies en tierra firme varios estruendos estallaron en el bucòlico aire. Uno espolvoreò en confeti negro el orinal de Thomas, otro estampò, en una fiesta de serpentinas sanguinolentas, la cabecita de Max sobre el impecable uniforme de Thomas.

sábado, 18 de diciembre de 2010

WG Episodio 9, por El Ogro del Sí

La tenía colgada de la espalda. Se aferraba con sus dientes de sierra a mi chaqueta en un intento por despedazarme. Tuve que quitármela y zarandearla hasta conseguir desprenderla y lanzarla al suelo. La muy hija de rata se había cargado mi bomber reversible, un agujero tan sañoso que la atravesaba de lado a lado en toda su reversibilidad. Aquello era imperdonable. Ya no se encontraban chaquetas como esa. Estaba dispuesto a machacarla con mi propio cuerpo cuando me miró con ojillos tristes y tuve que detenerme.

—Perdona. No puedo evitarlo. Son los ataques —dijo más calmada—. ¡Me pongo rabiosssa! —volvió a gritar de nuevo con otro acceso de cólera—. ¡No puedo! ¡Me duele la cabeza! —gritó alejándose de mí como medida preventiva.

—Espera. Hagamos un pacto. No pienso matarte por ahora—repuse en tono conciliador por más que esperara el primer descuido para acabar con ella—. Pero tendremos que solucionar esto de alguna forma. No puedo permitir que me ataques en cuanto se te vaya la cabeza.

—Está bien. Será mejor que te levantes. Así si me da un ataque no podré acceder a ti tan fácilmente.

Empecé a dudar de sus intenciones. Ya no sabía si podía tenerla o por una taimada y vil oponente con oscuros propósitos en mente o podría convertirse en una buena aliada. Ese ojo descolgado que tenía, apenas prendido por el nervio óptico medio desgarrado, le daba algo, no sé, le imprimía un carácter como de peluche compañero de juegos de la niñez que ofrecía cierta confianza. Lo de la chaqueta me dolía en lo más profundo, pero pensándolo bien ya no me gustaba tanto. El reflectante naranja del interior era adecuado para montar en bicicleta por la noche, pero por otra parte tampoco abrigaba demasiado. No habría estado bien aniquilar a alguien que todavía podía proveerme con información valiosa. Eso también me lo enseñaron en el tercio. La de cosas que había aprendido allí, y eso que solo estuve un año. Una de mis preguntas era por qué me había guiado hasta aquel lugar en el piso superior, qué tipo de relaciones mantenía con todos esos murciélagos, y sobre todo, ya que no había encontrado a ninguna más como ella, qué hacía allí sola, sin ninguno de sus congéneres para defenderla. Esto hizo que me asaltara de nuevo aquella inquietante duda. ¿Habría más como ella en aquel lugar? Sería lo más probable. Si una sola vieja rata desahuciada y medio podrida como esa me había puesto en tales apuros, ¿Qué sería de mí en caso de que me encontrara con toda una familia de ratas miserables y marrulleras? Me puse en pie como pude y la miré desde la distancia.

—De acuerdo. ¿Qué quieres de mí? —dije en tono desafiante.

—¿Yo? A mí no me queda más que esperar a la muerte. Más bien tendría que ser yo quien te preguntara eso. ¿Qué quieres tú?

—Quiero salir de aquí.

—Aléjate de las escaleras. Todavía puedo trepar por ellas y llegar a tu cuello con facilidad.

No creía en su palabra, pero hice lo que decía de todos modos. Sabía que fiarme de ella podía llevarme a una muerte segura, pero tampoco tenía grandes expectativas ni nadie en quien confiar. Esperaba que no tuviera ninguna nueva sorpresa desagradable para mí. Cuando el mundo te abandona y se ríe de ti en tus narices, cuando no queda nadie en quien confiar y ves que la luz al final del túnel no es sino un tren de mercancías a toda pastilla, incluso la enemistad con una rata puede ser bienvenida como compañía.

—Quiero salir de aquí —repetí.

—¿Salir? ¿Y a dónde irías? —inquirió mi artera acompañante.

—A casa, a la estación de tren.

—No merece la pena, ya está cerrada.

—Da igual. Quiero limpiarme toda esta porquería.

—¿Es tan necesario eso? ¿No tienes nada más importante qué hacer?

Lo pensé largo tiempo. ¿Acaso era eso tan importante en las condiciones en las que me encontraba? Desde el punto de vista de una rata que ha pasado toda la vida bajo esos estándares de higiene, estaba claro que plantearse aquello no llegaba al nivel de una prioridad. No obstante, yo sabía que la limpieza era una forma de preservar mi vida después del mordisco rabioso que acababa de recibir, algo que probablemente la inteligencia de una rata no llegara a comprender. ¿Además qué tenía ella para ofrecerme? ¿Qué clase de pregunta era esa? No era más que una rata asquerosa, no el genio de una lámpara que pudiera satisfacer mis deseos.

—No. Limpiarme es mi prioridad.

—Siendo así no tengo objeción alguna en que accedas a tu maleta.

¿Por qué me hablaba así, con ese tono de superioridad? Una sucia rata de campo con el cerebro de una musaraña enana me contagiaba una enfermedad infecciosa y además se permitía el lujo de hablarme como si mi organización celular fuera menor a la de una ameba. Claro, que en la situación en la que me encontraba, supongo que mis habilidades como primate superior manipulador de herramientas dejaban mucho que desear, y tal vez fuera yo el único ejemplar con el que se había encontrado. Aun así, ¿Con quién se creía que hablaba, con un mustélido? En el tercio no habría durado ni un segundo. En el Sahara se la habrían comido a bocados en el desayuno y habrían hecho una maleta con su piel. Eso me recordó algo. ¡La maleta! Claro, la astuta alimaña tenía toda la razón. Allí había una toalla, ropa limpia, jabón, incluso una botella de medio litro de alcohol con el que desinfectarme. Lo había robado todo antes de salir de aquel cochambroso hostal. El bichejo ganaba enteros con cada uno de sus parlamentos. Nunca subestimes el cerebro de una rata de campo.

—Gracias rata —dije haciendo las paces definitivamente.

—Me llamo Hans-Georg.

—De acuerdo. Gracias, Georg. Yo me llamo Odiel.

—Gracioso nombre —dijo mientras yo me deshacía de los papeles que aún transportaba conmigo por dentro del pantalón y me dirigía hacia la maleta a la pata coja.

Una vez desvestido no era tanta la inmundicia que me cubría, pero el olor seguía siendo nauseabundo. Lavé mis heridas y todo mi cuerpo con el alcohol, mitigando un poco el tufo. Hecho esto sentí que las fuerzas volvían a mí. La rata me indicó el lugar en el que podía encontrar un cubo para hacer la hoguera y me advirtió también de otro escondrijo donde había madera seca perteneciente a la madriguera de una familia de conejos por los que no profesaba especial simpatía.

Ver: WG, Episodio 8

WG, Episodio 10

WG, Episodio 1

viernes, 17 de diciembre de 2010

realidades paralelas Max

En esta garganta de ogro otro valle de làgrimas que desaparecìa, pero què rico le sabìa este Max instantàneo y humeante...El pequeño Max estaba viviendo dos realidades paralelas como lo eran las dos hileras de dientes groseros del ogro que ahora se lo estaba apretando, estaba claro. Recièn habìa vuelto del sòtano del accidentado Arthur y ya mismo estaba siendo devorado en aquella confortable ciènaga. Esto era lo que nuestro busca-suertes Max meditaba absorto y lloroso entre las fauces perfumadas del ogro que lo masticaba. ¡blop! ¡blop! . Las òrbitas del crustàceo Max dejaron de contener sus ojillos lluviosos. Max se preguntaba entonces què le depararìa su viaje intestinal...y sobre todo, si ahora se encontraba AHÌ...¿DÒNDE SE ENCONTRARÌA ALLÌ?.
¡BRRRRRRRR...! y ¡GROARRRRR! hizo primero el estòmago del ogro y despuès se reafirmò con un sonoro eructo.
Oscuro...quiero decir, se hizo màs oscuro de lo que deberìan ser las tripas del ogro flatulento. Y silencio, raro para ser las tripas del ogro, pero estaba ahì porque asì lo sentìa y tambièn sucedìa allì...comenzaron a abrirse puntos de luz de distintos colores sobre su cabeza, otra vez de una pieza. Repentinamente el sonido se rehizo con un taladro lento y grave. ¡Què carajo...! podrìa haber mascullado Max, pero no era el vocabulario apropiado para un niño de su edad, asì que fue màs bien un ¡còrcholis...! ¡este sitio se està haciendo cada vez màs estrecho...!
...

jueves, 16 de diciembre de 2010

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max sale muy contento de casa, brilla el sol después de muchos días lluviosos y poco a poco se aleja del hogar persiguiendo unos pequeños camachuelos. El pequeño Max no se ha percatado de cuán lejos ha ido y ahora que mira alrededor ve que lo que suele ser un pacífico trigal es hoy una inquietante ciénaga. De pronto Max se echa a llorar inconsolable y esa música celestial despierta al Ogro que acaba de instalarse en tan parnásico lugar. Nada le gusta más a nuestro querido Ogro que beber lágrimas de niño para calmar la sed, y mientras lame la cara de nuestro pequeño Max, saliva ante la tierna carne que está a punto de engullir.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

el amigo de Max

Bajò al sòtano. Sus padres se habìan ausentado de la casa para acudir a la cena de los viernes (el terror como el ocio social tambièn funciona con la llegada del fin de semana). En la cocina los fuegos encendidos, los enchufes preparados por toda el hogar con sus buenas tijeras inox, las ventanas abiertas con sillas acomodadas para un "te invito a subir"...los progenitores lo habìan dispuesto todo como cada viernes, incluso habìan desconectado el telèfono. El pequeño Arthur de seis años deambulaba tràgico en un sorteo alegre y balbuceante...asì hasta llegar a la puerta que daba al sòtano. La puerta por supuesto estaba abierta...la luz apagada y las escaleras que descendìan allà abajo recièn fregadas. Arthur no habrìa bajado si no hubiera sido porque el armonioso silencio habìa sido roto por un premonitorio y accidental gorgojeo. Algo sonaba como si a un tierno niño le hubiera caido una caja de herramientas olvidada encima de una lavadora industrial acabando su turno de centrifugado, precipitàndose asì sobre su blando e inmaduro tòrax...el ruido se asemejaba a como cuando un pez de agua dulce està sorbiendo fango en vez de respirar plàcido en su preciado lìquido elemento. Emocionado, Arthur asido a la pared desprovista de barandilla, fue tanteando con sus liliputienses "piesitos" las oscuras escaleras (digo oscuras no porque estuvieran fabricadas en madera de èbano sino porque allì se veìa menos que yendo disfrazado de Espinete). Al llegar a la falda de las escaleras, Arthur caminò exactamente cuatro pasos, y tropezò con el cuerpo aùn con vida de un niño atrapado por una pesada caja de herramientas. Arthur se abriò la cabeza como una granada podrida aùn colgante en su rama. El gorgojeo habìa cesado. Arthur tambièn habìa cesado. El piloto rojo de la lavadora industrial que indicaba el final del lavado revelaba una penumbra de dos cuerpos tendidos. ¿Còmo habìa llegado allì aquel niño que se llamaba Max? era algo que no le habìa dado tiempo a preguntarse al recièn fallecido Arthur. El ambiente era hùmedo pero no por la lavadora industrial perfectamente cerrada. Mientras, Max hacìa pompitas de mocos y saliba como un pez en el fango. ¿Què habìa sucedido en aquel sòtano? era una pregunta que sì llegarìan a hacerse los padres del ya inerte Arthur, bajo la atenta mirada, incrèdula y horrorizada, del equipo mèdico de urgencias y la pareja de policìas, Bertolt y Samuel, que les habìa tocado patrullar aquel viernes noche 10 de noviembre. Un par de horas antes, Max se habrìa zafado entre estertores para esfumarse (con todos sus fluidos derramados) de la misma manera que le habìa hecho llegar al sòtano.

martes, 14 de diciembre de 2010

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max salió de casa entusiasmado porque era sábado y tenía todo el día para jugar en el pequeño trozo de campo que rodeaba su casa. Tenía allí una casa-árbol y todos los juguetes necesarios para un largo día de asueto. Cuando se dirigía corriendo a su arbórea cabaña debió tropezar con algo y cayó de rodillas justo antes de que pasara la veloz segadora con la que el payés recogía el ahora rojigualdo trigo sarraceno.






lunes, 13 de diciembre de 2010

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max llevaba los deberes en la mano. Era reconfortante saber que había cumplido con todo lo que tenía que hacer y que el resto del día podría dedicarlo a sus juegos. Esta vez los deberes estaban listos y su profesora podría felicitarle.
El pit bull del vecino no llegó a destrozar los deberes pero quedaron ilegibles, emborronados por la sangre del pequeño Max.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max ve a través de la ventanilla del coche un pequeño trozo de cielo sin detalles. Es azul, y está muy quieto. El pequeño Max se siente tranquilo, no hay nubes ni parece que haya viento. Abre la manecilla de la puerta y sale del vehículo mientras sigue mirando el cielo, deseando deshacerse ya del marco que le impide verlo entero y sin darse cuenta de que el coche todavía no se ha detenido.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max llevaba doce horas seguidas llorando cuando su padre lo cogió y lo puso debajo del agua helada que caía del grifo de la ducha, ahora abierto. En aquél momento se detuvo el mundo mientras el agua empapaba su cuerpecillo convulso y le caía a plomo sobre la cabeza.
Ese gesto desbordó las previsiones del niño y le hizo sentir el abismo bajo sus pies. Fue sólo un segundo, pero en aquel momento Max hubiera entendido que se rompieran las leyes del mundo. Un instante después, Max resbaló de las manos paternas y el desagüe comenzó a engullir un diluído pero inequívoco líquido rojizo.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Defunción Nº2: WG, Episodio 8, por El Ogro del Sí

Aquello parecía una cueva. El techo de la estructura era una amalgama de manchas negras de entre las que sobresalían sospechosas protuberancias. Sobre mi cabeza se formó un revuelo de graznidos inimaginable y se produjo una gran polvareda. Miles de murciélagos abandonaban su guarida asustados por la repentina luz. Ver el aspecto real de aquel suelo no colaboró en nada con mi estado físico. Me introduje en el espacio abierto, el mismo por el que poco antes había entrado la rata, y vomité hasta que no quedó nada dentro de mi estómago. Para cuando estuve recuperado ya había olvidado el verdadero motivo de mi ascenso a los infiernos. Por más que intentaba concentrarme no conseguía recordar lo que me había llevado hasta allí. Al levantarme para airear mis pensamientos y darles movimiento noté cómo mi rodilla crujía, probablemente el menisco, negándose a funcionar. De repente me invadió un sentimiento de desesperación y claustrofobia. El lugar en que me encontraba era un espacio pequeño, lo justo para que cupieran un par de personas. El olor que desprendía aquel guano, unos gases espesos que apenas dejaban respirar, unidos a mi ansiedad y frustración, provocaron un ataque de pánico imposible de controlar. Aullé como un poseso, con tal fuerza que a punto estuvo de estallarme una vena junto a la sién derecha. La rata salió de su escondrijo y guiñó un ojo desgarrado al pasar frente a mí sin darme tiempo para la reacción. Los pocos murciélagos que quedaban se marcharon de la sala armando gran revuelo. Un sonido metálico, que no era sino el eco reverberado de mi propio aullido, quedó rondando en mis oídos hasta convertirse en un pitido insidioso. Continué mi apoplejía con unos fuertes mazazos compulsivos contra aquella pared de metal, que querían conseguir calmarme más que cualquier otra cosa, pero que lograron, aparte de hacerme parecer un primitivo orangután ante mi inexistente audiencia de bestezuelas variadas, abrir un par de compartimentos secretos escondidos entre las rendijas que componían los paneles de metal de la pared. Uno de ellos salió despedido de ella como un proyectil para caer justo a mis pies. Estaba vacío. El otro quedó pendiendo peligrosamente sobre mi cabeza. Sorprendido por el hallazgo y distraido con él, conseguí vencer mi ansiedad, más preocupado ahora por complacer la facción curiosa de mi naturaleza. Alcé las manos superando todos los dolores que ello me procuraba para llegar hasta el cajón y sacarlo de allí, pero apenas podía llegar a él. Me apoyé contra la pared y deslicé mi cuerpo por ella empujando con la pierna útil, mientras mantenía estirada la otra. Tomé el cajón entre mis manos y al desencajarlo se vino abruptamente sobre mí con todo su peso. Logré salvar la cabeza. El cajón estaba lleno de carpetas color manila con papeles, informes de algún tipo. Me parecía haber hecho un hallazgo maravilloso, quién sabía de qué importancia. Cada una de las carpetas estaba encabezada con un nombre: Markus Wolf, Günther Gillaume, Werner Grossmann, Rudi Mitig, Rosemarie Keller… Al repasar entre mis manos todas aquellas hojas caí en la cuenta de mi propósito al llegar hasta allí. Había venido a ese lugar buscando papel para hacer una candela y ahora lo había encontrado. Lo malo del espisodio era que apenas podía moverme. Pero tendría que hacer un último esfuerzo para salir de aquel infecto lugar porque de lo contrario tenía pocas posibilidades de mantenerme sano o salvo. Metí cuantos papeles cupieron bajo mi pantalón y todas las resmas que pude aguantar con una mano. La otra la necesitaría para apoyarme en la barandilla. Conseguí ponerme en pie y hacer equilibrios a la pata coja. Salté con todo el cuidado sobre la superficie enmierdada de la sala y aterricé con gracia y equilibrio. Estaba sorprendiéndome de mi propia destreza cuando el contrapeso del papel que llevaba en la mano me hizo perder la estabilidad y caer de lado entre el guano. Desde allí, con esa pasta de excrementos tapándome los orificios nasales, comprendí que la única alternativa que tenía era la de arrastrarme hasta las escaleras, arropado por la luz que desprendía el escondrijo secreto. No me recrearé en la desagradable experiencia que supuso esto. Tan solo anotaré que cuando conseguí alcanzar mi objetivo, la desesperación y frustración eran tales que dejé caer mi cuerpo por las escaleras con la esperanza de que mi resbaloso ungüento sirviera para deslizarme por los escalones de la manera menos traumática y rápida posible. Levanté la barbillla para no partirmerla en el empeño y me lancé a pecho descubierto por la pendiente. Afortunadamente había arrastrado tanta mierda conmigo que fue suficiente para transportarme y ahorrarme los golpes del contacto contra los duros escalones. Me pareció un absoluto milagro encontrarme de nuevo en la sala inferior.

No obstante, la amiga que había hecho en el piso de arriba me miraba con cara de sorpresa y casi diría que de admiración. Me esperaba allí, al pie de la escalera. Tendría que hacer un pacto con ella si quería continuar con vida, ya que esa vieja astuta conocía todas las tretas de aquel fascinante lugar.

—De acuerdo, llama a los bomberos —le dije a la rata.

Una risa malévola salió de entre sus dientecillos afilados.

—Más bien a una ambulancia ¿no te parece? —dijo el roedor.

—No lo sé. Llama a Dios y que me lleve al infierno.

—Te informo de que esos cabrones de ahí arriba me han contagiado la rabia. De hecho por eso te he atacado. Por lo general soy una rata pacífica, pero ser la última de una estirpe en lucha diaria por el sustento y la supervivencia con ese hatajo de bestias hacen que traicione mi naturaleza. Eso significa que ahora tú también tienes la rabia. Obviamente me queda poco de vida y si tú no recibes la medicación debida caerás conmigo. Me temo que el guano no ayudará a que la infección sea menos severa.

Nunca habría esperado que una rata se mostrara tan locuaz y sobre todo tan colaboradora. No es la idea que uno suele hacerse de una rata. En cualquier caso aquella no parecía una rata común. No en vano era la última de una estirpe, una rata con linaje.

—¿Quieres decir que si no consigo atención médica inmediata moriré? —pregunté desde el suelo con ansiedad en mi ronca voz (el aullido anterior había pasado su factura).

—Bueno, aunque no soy médico, acerca de esta materia en particular sí tengo cierta información —dijo la rata con aire docto—. Los síntomas de la rabia suelen tardar de sesenta a trescientos días en manifestarse, pero las heridas han de ser lavadas de inmediato. Lamentablemente yo no he conseguido más que revolcarme en agua estancada y eso no será suficiente para salvarme. Tal vez tú tengas más suerte —deseó con una voz temblorosa y llena de temor ante su cierto final.

No pude evitar congraciarme con aquel animalillo que acababa de traspasarme la rabia y nos aventuraba a compartir un destino común. Al igual que momentos antes había sentido necesidad de aniquilarla, ahora estaba llamado a hacer algo por ella.

—Bueno, tampoco hay que ponerse tan trágico. Todo tendrá su solución.

—Te informo de que no hay agua corriente —dijo la rata.

—¡No! —grité a mi pesar, sin poder reprimirme. ¡Es imposible! ¡Necesito agua! —seguí gritando sin control—. ¡Mírame, pero si ya estoy rabioso!

—Vuelvo a repetir que los síntomas se presentan a partir de los sesenta días. ¿Entiendes? Dos meses.

—Ah —dije ya más calmado—. ¿Y cuánto tiempo hace que te mordieron a ti?

—Dos meses —respondió abalanzándose sobre mí sin razón alguna.

—¿Pero qué haces? ¿Te has vuelto loca? —pregunté al tiempo que me zafaba de ella hábilmente con un rápido movimiento de cuello

—¡Ahhhhhhhhhhh! —gritaba la traicionera alimaña como una verdulera con el culo en llamas.

lunes, 22 de noviembre de 2010

CERRADO POR DEFUNCIÓN

miércoles, 13 de octubre de 2010

WG Episodio 7, por El Ogro del Sí

Poco me importó no ver nada en cuanto me adentré en aquel espeso bosque. La blanca cúpula brillaba bajo el reflejo de la imaginaria luz de la luna, escondida tras el cielo encapotado, y aquello parecía ser todo lo que necesitaba saber en ese momento. Fuerzas desconocidas me guiaban hasta ella a través de la noche. Creí sentir el efecto aniquilador de una abducción en sus términos más extensos, desde los aristotélicos hasta los paranormales. Tras cuarenta minutos de especulaciones ininterrumpidas llegué a los pies de aquel extraño complejo, una estructura de blanco inmaculado compuesta por una torre cónica rematada con una enorme bola junto a la que descansaban dos bolas idénticas a la más alta en cada flanco. Mi primera impresión fue la de encontrarme ante un monumento extratarrestre erigido en honor al falocentrismo de nuestra civilización. Y verle las bolas tan de cerca a aquella unidad me hizo pensar de inmediato en pequeños manufacturadores asiáticos trabajando a destajo, dado su espectacular parecido con el parcheado de los balones de fútbol. Antes de que me diera tiempo a caminar lo suficiente como para considerarlo ya me encontraba allí, bajo una de aquellas enormes pelotas, pero al verlas de cerca advertí que aquellos parches no eran hexagonales como en los balones de reglamento, sino de estructura triangular. Tampoco es que esto variara en ningún momento la concepción que me había hecho de aquel espacio, porque lo cierto es que todavía no me había hecho ninguna. Había llegado hasta allí sin motivo alguno, completamente cegado por una atracción inexplicable y fantástica.

Caminar a través de la maleza sin control alguno sobre mis extremidades había acarreado varios problemas. El primero de ellos las múltiples rozaduras provocadas por los arbustos en la cara y los brazos. El segundo una incipiente lesión de rodilla posiblemente inducida por un encontronazo con un árbol o tocón que obstaculizaba el camino. El tercero El instinto me decía que habría de pasar la noche allí, pues si bien desde la estación había sido guiado simplemente por el entusiasmo que desprendían la torre y su cúpula, aquello no ocurría al emprender el camino de vuelta, ya que el tren no ejercía sobre mí ninguna atracción sobrenatural. A decir verdad, tampoco estaba en disposición física de intentarlo.

En la base de la bola que tenía ante mí había una entrada que no revelaba la existencia de ninguna puerta. Pasé a través de ella y me adentré en la oscuridad. Por un acto reflejo, palpé en busca de un interruptor y cuando me quedó claro que no lo encontraría, escruté en mis bolsillos y me hice con el encendedor, pero estaba claro que tendría que fabricarme algún tipo de antorcha o hachón porque aquello no funcionaría durante mucho tiempo. Su pobre llama apenas iluminaba lo que tenía a mis pies: una superficie de cemento polvorienta. Caminando por el interior de la estructura descubrí un pasadizo que debía conducir hacia un nivel superior y ascendí por él. Necesitaba encontrar hojas o ramas secas para producir una candela duradera. Primero inspeccionaría el interior y después, si no había resultados y aún me quedaban fuerzas, me aventuraría por el bosque.

El ascenso a través de esas escaleras supuso un auténtico calvario. Mi rodilla estaba completamente deshecha y el tendón que la conectaba con el resto de la pierna parecía querer desmembrarse a cada paso que daba. Las suelas de mis botas resbalaban sobre la mugre allí extendida, una especie de guano pestilente y viscoso por el que apenas se podía caminar. Las telas de araña se consumían a la luz de la llama, dejando curiosos y efímeros fogonazos de poco agradecido olor. Conseguí llegar al final de esa maldita escalera justo cuando el mechero abrasó mis dedos pulgar e índice al unísono. Grité de dolor y me arrojé abatido al suelo tirando el encendedor en mi caída. Buscarlo entre todos aquellos resbalosos desperdicios no fue tarea agradable. Oía ruidos en la oscuridad que me indicaban que no estaba solo. Ululatos de animales que identifiqué como ratas por sus agudos quejidos llenaban el silencio de la enorme sala circular. Si toda aquella mierda provenía de ellas aquel sitio había de estar infestado. Introduje mis dedos entre la porquería y removí toda la ponzoña con la esperanza de encontrar lo que buscaba. Toqué algo blando de mayor consistencia que el resto de los excrementos y antes de que tuviera tiempo de retirar la mano recibí una mordedura. Lloré de impotencia y dolor, pero no me arredré. Mis ojos empezaron a acostumbrarse a la oscuridad y localicé a mi enemigo con relativa facilidad, unos ojillos brillantes que se agazapaban contra la pared. Sabía que no resolvía nada matándola, porque después de ella vendrían muchas más y aquello sería indudablemente mi penoso fin, pero decidirme a eliminarla no era algo que estuviera en mi mano, formaba parte de mi instinto. Me levanté y fui cojeando hasta la pared. La astuta vieja rata ni tan siquiera se movió. Me observaba con sus tristes ojillos, consciente de mis pocas posibilidades de éxito. Yo por mi parte estaba completamente seguro de que acabaría con ella, aun con mi pierna maltrecha, que ya tenía prácticamente sobre la cabeza del bicho. Arremetí contra el animal con todas mis fuerzas. No eran muchas, es cierto. Pero sí suficientes como para finiquitar a una alimaña de tal condición. Aplasté mi pie contra aquel nauseabundo barro y oí el chillido de la rata al escabullirse. No podía estar seguro de haberle reventado la cabeza sobre una superficie tan poco sólida, pero aquel aullido no era el de un animal en agonía. Y efectivamente, al palpar con el otro pie no encontré restos del maloliente roedor. Ahondando con la mano conseguí tocar otra cosa sólida, pero de morfología diferente, un cilindro. Acababa de encontrar el mechero. Por más veces que un objeto que cae a tus pies llegue hasta el lado más apartado de la sala, uno siempre se sorprende de encontrarlo a tal distancia. Lo limpié y sequé cuidadosamente con los faldones de mi camiseta interior y tras varios intentos fallidos conseguí encenderlo de nuevo. El maldito animalejo había escapado, pero al menos me había conducido hasta el encendedor. En mi celo por descubrir su guarida advertí que la chapa de la pared estaba levantada a la altura del suelo. Aquel era el sitio por el que había escapado la fierecilla. No pude resistir la tentación. No me hacía gracia que me hubieran contagiado la rabia, sobre todo sabiendo que no podría ir a un hospital hasta el día siguiente. Así que a falta de enemigo mayor y guiado por un arrebato visceral, me decidí por la asquerosa rata. Tiré de aquella plancha de metal con todas mis fuerzas sin conseguir levantarla un ápice. Volví a tirar de ella con idéntico resultado. Y una vez más. Y otra. Y de nuevo a intentarlo. Hasta que las fuerzas me abandonaron allí mismo y volví a desplomarme, esta vez sobre la propia pared, víctima de la adrenalina producida y consumida. Cuando caí al suelo se desencadenó un extraño ruido que nada tenía que ver con el reino animal. Una serie de engranajes, como en las peores películas de aventuras en busca de los tesoros de los incas, ponían en funcionamiento algún tipo de mecanismo. Un cajón se abrió sobre mi cabeza y proyectó una luz que iluminó toda la estancia al momento.

lunes, 4 de octubre de 2010

WG Episodio 6, por El Ogro del Sí


Me acerqué hasta la puerta para observar por la mirilla, dispuesto a esconderme tras el quicio en caso de que el tipo entrara abruptamente. Lo vi aparecer por las escaleras. Primero su cabeza: un enorme cubo desproporcionado con surcos de cicatrices como soldaduras y una cara trasnochada de muy pocos amigos de la que sobresalía una prominente y fiera nariz. Tras esto el cuello: un potente cañón con una vena hinchada como un río en época de lluvias coronada por una escabrosa roca que hacía las veces de nuez. Después descubrí el torso: un pecho abombado de boxeador con unos hombros que presentaban la envergadura de un águila imperial con las alas desplegadas, sobre los que caía una chaqueta de cuero claveteada. No quise mirar más. Me escondí tras el quicio sin haber tenido la inteligencia de agarrar algo con lo que defenderme. En un momento de iluminación apagué el diferencial de la luz para que no me viera al cerrar la puerta. Un paso, dos pasos, tres: «¡Riiiiiiiiiiiiiing!». El imprevisto sonido del timbre me hizo sacudir la cabeza y golpeármela contra la pared. Me pareció oír que las manos de aquel siniestro leviatán trasteaban con el pomo. Se me hizo una bola en la boca del estómago que no me dejaba respirar. No sé por qué estúpido resorte me había puesto de puntillas y permanecía allí con el cuerpo completamente agarrotado, pertrechado sobre la pared y arañándola con las uñas en un intento de conservar el equilibrio. Al otro lado tronó una furiosa voz. De entre toda su verborrea pude entender «Arschloch», «Stiefel», y «Herr Düster». Suponiendo que tendría llaves, no comprendí muy bien que no entrara, pero como medida preventiva puse mi cuerpo contra la puerta a modo de pobre barricada y apreté con todas mis fuerzas. El tipo golpeó sobre la madera varias veces con una potencia terrible que hizo vibrar las membranas de mis tímpanos, agitó el pomo hasta casi arrancar el marco de cuajo y se marchó inexplicablemente al cabo de un rato, mascullando algo entre dientes.

Me arrastré hasta el suelo y permanecí allí durante unos instantes. La agitación y la sucesión de eventos ocurridos a lo largo del día, sumada a unas horas de cavilaciones a las que no estaba acostumbrado, provocaron que me quedara allí dormido sobre la moqueta. Ahora comprendo que aquello fue un acto de total inconsciencia, que habría quedado a merced de los designios de mi funesto casero, pero en aquel momento no estaba en disposición de decidir sobre lo que había de hacer mi cuerpo. Era él quien decidía por sí mismo.
Cuando desperté, a pesar de que parecía haber dormido horas, y que incluso me había trasladado en sueños hasta el sofá, todavía no se veía la luz del sol. Recordé los sucesos de la noche anterior y mi corazón empezó a palpitar como el pistón de una locomotora de vapor con accionamiento de distribución de tipo Walschaerts. ¿Cómo había podido quedarme allí dormido tan pancho? ¿Cuántas horas habían pasado? ¿Qué había sido del maniaco Herr Düster? ¿Había sido todo un sueño?

Comprobar que el diferencial continuaba apagado bastó para certificar que no estaba bien despierto. A falta de un reloj para mirar la hora abrí la contrapuerta de la ventana y busqué una iglesia en las inmediaciones. ¿Sería posible que no hubiera ninguna? Fue toda una suerte que al darme la vuelta en busca de inspiración encontrara un reloj de pared de oficina justo frente a mis ojos. Marcaba las cuatro y cuarenta y un minutos. Pero, no podía ser ¿Había ido el tiempo hacia atrás? ¿Me estaba volviendo majareta? La única explicación posible era que me hubiera quedado dormido unas ocho horas. Volví a la ventana y dirigí mi vista a la calzada. Aquello sirvió para cerciorarme de que había comercios abiertos y vida en la calle. No me estaba volviendo loco. Respiré aliviado, pero aún había varias cosas que me inquietaban.
Acababa de desembarcar en un piso compartido cuyo propietario y compañero era un ángel del infierno desarrapado que aparecía en casa de madrugada y aporreaba la puerta en lugar de entrar. El tipo no se presentaba a la cita acordada, le dejaba las llaves al portero, permitía que entrara en su casa un perfecto desconocido y le tendía una emboscada para abusar de él, sin llegar a perpetrarla por algún secreto motivo.

Había algo que no me cuadraba en todo eso. No tenía la certeza de estar discurriendo con claridad. Necesitaba andar para poner en claro mis pensamientos. Cuando era más joven mis padres y mis conocidos solían decirme: «Párate a pensar». Qué ridículos los encontraba entonces y más me parecen ahora. El pensamiento es acción. Esto es indiscutible, lo quieran o no el primer y segundo Wittgenstein. Desde el momento en que un pensamiento no se articula mediante la acción no existe, así de simple. Del mismo modo una proposición no indica nada si no tiene una función. Esta es la razón de que siempre apoyara mis cavilaciones en un alegre deambular que de manera infalible me conducía a lugares insospechados. En esta ocasión no obstante, decidí cerrar la puerta de la casa con llave para evitar posibles fugas no deseadas. No sé cuánto tiempo pasé dando vueltas en círculo por el salón. La moqueta marrón que amortiguaba mis pasos exhibía una circunferencia imperfecta que se asemejaba a los símbolos supuestamente extraterrestres superpuestos sobre campos de cosecha segados de medio mundo. Por cierto, al final se descubrió que estos símbolos no eran más que parte de una campaña publicitaria de ron Bacardí a nivel mundial. Pero volvamos a lo nuestro. El caso es que era sábado por la mañana cuando me percaté de que aquel hombre volvería a aparecer de un momento a otro. Dilucidé esto por las dos únicas frases de aquel texto que había sido capaz de comprender: SAMSTAG VORMITTAG RAUS! SIE DÜRFEN HIER NICHT BLEIBEN! No sabía muy bien cómo afrontar el futuro, pero por más que me quedara en la calle tenía muy claro que no quería volver a encontrarme con aquel tipo de la chupa claveteada. Solo de pensar en él me daban mareos. Era momento de rememorar la batalla del río Orbigo, o como vulgarmente se dice, poner pies en polvorosa.

Hice la maleta y recogí mis cosas junto a la hoja con las instrucciones, más por pura curiosidad y capricho que por encontrarla de utilidad, y me dispuse a salir de allí antes de que volviera aquel mostrenco. Bajé las escaleras al galope, mirando hacia atrás para cerciorarme de que había cerrado bien la puerta. No se demostró aquello como una maniobra sensata, ya que una masa informe y acolchada frenó mi avance al llegar al descansillo. Reboté y fui impelido de espaldas hacia los escalones. Cuando me recobré de la conmoción me pareció volver al sueño de la noche anterior. Herr Düster en persona, chaqueta claveteada y torso de águila imperial antes mis narices. Me miró con una cara entre compasión y desprecio. Estaba perdonándome la vida y posiblemente también otras cosas. Permaneció erguido mostrando su colosal figura ante mí. En esta ocasión su voz era clara y pausada.

—¿Es usted el nuevo inquilino del señor Düster?
Quedé patidifuso. ¿A qué venía que el propio señor Düster me preguntara eso precisamente a mí? Empecé a perder el control de mis fluidos corporales, pero una fuerza interior, tal vez el instinto de supervivencia, me ayudó a hacerlos entrar de nuevo en sus conductos y a conducirme yo mismo casi con valentía.
—El mismo que viste y calza —dije desde el suelo sin pensarlo, con un equivalente alemán de nuestra frase hecha.
—Pues ándese con ojo y no calce tanto. Sus botas militares no me dejan vivir. Soy Wilhelm Mielke. El vecino de abajo.
Me quedé unos momentos con cara de bobo, sin saber qué decir, hasta que conseguí valorar el significado de sus palabras.
—¿Tiene usted idea de con quién está hablando? —dije con descaro, intentando recobrar el tono que tan buenos resultados me había dado en otras ocasiones. No obstante parecía haber perdido mis poderes, ya que no conseguí impresionarle lo más mínimo.
—Me importa una mierda. Ándese con ojo —repitió.
—Lo haré. Gracias, señor Mielke. Auf wiedersehen! —dije escabulléndome bajo sus enormes piernas, consciente de la imposibilidad de amilanarlo.
El señor Mielke dio un respingo, como si hubiera visto un ratón, y giró la cabeza siguiéndome con la mirada.
—¡Ándese con ojo! —volvió a repetir.

Mientras caminaba sin rumbo determinado me quedé pensando en el suceso que acababa de tener lugar y que daba un vuelco total a mi situación. O al menos eso es lo que yo creía, pues aún no me quedaba del todo claro. Por ahora el señor Düster no había aparecido por ningún sitio. Simplemente se había encargado de entregarme las llaves mediante el portero, confiando ciega y estúpidamente en mi honradez. Cosas y costumbres desconocidas e ingenuas de los germanos, tuve que suponer. El propio señor Mielke no podía ser más que mi vecino, bastante molesto por mis largos y contundentes paseos de la noche anterior, que si bien provocaron una escena casi dramática, también me ayudaron a discurrirlo todo con mucha más cordura. Eso significaba que no había nada que temer. Bien podría haber vuelto al piso y esperar a encontrarme con el señor Düster para que me explicara un poco las cosas. Eso habría sido lo más lógico. No obstante, el tono de aquellas dos frases me daba a entender que tal vez no quisiera verme, probablemente nunca; sus razones tendría. Aquello no era de mi incumbencia.
Además, mi método de pensamiento andariego y errante, mi único modo de razonar fiable, había obrado por mí. Cuando me hube devanado los sesos para llegar a esta impresionante conclusión, había andado hasta la estación de S-Bahn, esperado cinco minutos a que llegara el tren y embarcado en él para trasladarme a la otra parte de la ciudad. Ya habría tiempo de volver y aclarar todo el asunto. Me encontraba en la estación de Grunewald cuando llegué a tal conclusión. Salí del tren medio desnortado, aún cavilando sobre mis posibilidades, cuando vi algo que resultaba tremendamente sorpendente: una colina al final de un inmenso bosque. Se trataba de la primera que veía en la ciudad, una cúpula coronándola en la lejanía. Me dirigí a ella, prácticamente hipnotizado por su atmósfera futurista.


jueves, 23 de septiembre de 2010

23-09-2010 6:06 de la mañana.

Queridos bombines. Después de una absurda discusión (sin fructifero intercambio de ideas) con el dueño de un bar, que él mismo ha denominado: "bar de mala muerte" ( ya le gustaría). Me gustaría plantearos...

¿ Es hoy en día posible una vanguardia literaria? O ya todo ha sido dicho y ahora nos queda ( y a mi parecer es mucho) decirlo a nuestra manera? Que, a mi modo de ver, es lo que hicieron los saltarines reiventores.

¿ Que piensan sobre las revoluciones creativas? ¿ Personas, epocas? ¿ Hoy en día? ¿ Que?

domingo, 19 de septiembre de 2010

Una vez más, la justa medida (by Yul Birus)*

... y una vez más, la sabiduría de la Real Academia Española. Ésta define 'depravado' como "demasiado viciado en las costumbres" y 'demasiado' (sorprende menos) como "excesivamente". Lo cual implica la posibilidad de ser "viciado en las costumbres" de manera no-excesiva. ¿Qué les parece?

Para ejemplos, no hace falta más que recurrir a la definición del verbo 'viciar', según la cual somos llamados a buscar la justa medida para

1. Dañar o corromper física o moralmente.
2. Falsear o adulterar los géneros, no suministrarlos conforme a su debida ley, o mezclarlos con otros de inferior calidad.
3. Falsificar un escrito, introduciendo, quitando o enmendando alguna palabra, frase o cláusula.
4. Anular o quitar el valor o validación de un acto. El dolo con que se otorgó vicia este contrato.
5. Pervertir o corromper las buenas costumbres o modo de vida.
6. Torcer el sentido de una proposición, explicándola o entendiéndola siniestramente.
7. Abonar las tierras de labranza [al menos, según la abreviatura e indicación dialectal "Sal.", en Salamanca; pero ojo, sin pasarnos].

De modo que ya tienen dónde elegir. Un servidor creo que ha cumplido, por hoy, en el sentido de la cifra 6.


*Puede consultarse el texto original en el estupendo blog bilingüe (alemán-español) que Yul Birus firma con su anagrama habitual.

martes, 7 de septiembre de 2010

Lo que le ocurrió a José

«Eso es lo que le faltaba al bueno de José» o al menos eso es lo que parece que piensa todo el mundo. Unos porque lo dicen a los cuatros vientos; otros, más recatados y cautos, lo insinúan mediante signos, gestos y otras señales más o menos implícitas que alcanzan a aquél que verdaderamente quiere ver o escuchar.

La primera reacción que uno tiene en caliente, sin analizarlo mucho ni darle más vueltas que las primeras y necesarias, era que tales humillaciones sólo se resisten una vez, que inopinadamente podría darse el caso de una reiteración en el mismo sujeto.

Entre el grupo de analistas sosegados, instalados en cierta perspectiva que les da el tiempo transcurrido entre su juicio y el momento en que se enteraron, existe el debate si lo que le ocurrió a José caía dentro del plan urdido por una mente enferma —y aquí el calificativo escogido es el menor de una larga serie que se ordena crecientemente según el insulto y la calumnia—, esto es: si es fruto de la causalidad —nada casual— o, simplemente, fuera fruto de la casualidad —por otro lado, nada causal. Siempre se acaba desembocando, en el penúltimo momento del animado debate, en el mismo lugar: el enfrentamiento llega a dos posturas irreconciliables que apuntan en direcciones contrarias acerca del motivo último de lo que le ocurrió a José.

Lo que le pasó a José podía haber ocurrido en el mar abierto sobre la cubierta de una goleta, en medio de la calle o en una fiesta repleta de gente, pero la cuestión es que ocurrió en una habitación sin testigos. Y, como decimos, no sólo el lugar suele causar extrañeza, sino el momento en que eso sucedió tampoco fue el habitual. Es evidente que no fue al mediodía, ni por la tarde. Eso es una de las cosas que llaman más la atención: nadie presenció en vivo y en directo lo acaecido, más que el mismo José, claro está.

Parece ser que todo pasó como de repente, sin ningún anuncio previo o indicio que hiciera pensar a nadie que las cosas ocurrieran tal como ocurrieron. Y luego queda todo: lo que ha ido sucediendo después de eso en la vida de José. A partir de entonces, progresivamente se ha ido dando el alejamiento de su compañeros de trabajo, el rompimiento con sus amistades más duraderas, el vacío de su familia, la pérdida del trabajo, su desaparición de los círculos que frecuentaba, el abandono de su esposa, la negación de los hijos, hasta llegar al encierro perpetuo en su casa, vaya, para entendernos, que José no ha vuelto a ser el mismo. Si algún antiguo conocido se lo cruza por la calle, en las esporádicas ocasiones que sale de su piso, no es que se le retire el saludo, sino que pasa como si no lo viera, como si no reparara en su presencia.

Nadie desea que a nadie le ocurra lo mismo que a José: ni al peor enemigo de uno.

Cuando alguien que llega de fuera —extranjero, turista o emigrante— y que no está al corriente solicita saber algo de lo ocurrido, indefectiblemente el interrogado se asegura de que la voluntad del interrogador sea verdaderamente firme. Dependiendo del grado de solicitud del inminente narrador, puede ordenar los objetos circundantes, ajustar el tono de luz —si es preciso— limpiar la mesa, en el caso que estén sentados, cerrar una puerta para evitar que alguien pudiera irrumpir por sorpresa; es decir: prepara cierta escenografía para que la fuerza de las palabras sea la oportuna. Se han dado casos en los que el narrador no ha sido suficientemente delicado; si no ha sopesado mesuradamente cada palabra, si no ha empleado los adverbios decorosamente, si no le ha dado a su voz las inflexiones requeridas y, sobre todo, si no ha sabido intercalar los silencios capitales, la verdad no ha sido desvelada, esto es, sólo se tiene al final del relato una impresión volandera de lo que le ocurrió a José.

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