WG Episodio 4, por El Ogro del Sí
Las calles estaban desoladas, pero todavía quedaban locales abiertos, antros sin letrero en los que los turcos jugaban a las damas o al backgammon. A decir verdad, para cuando llegué a aquella calle tan mal iluminada no las tenía todas conmigo. No sé que razones habían llevado a que mi humor tomara un cariz algo más sombrío. El apartamento estaba en las inmediaciones de Landsberger Alle, en una callecita, Chrysanthemenstrasse, cuyo nombre no ocultaré que me daba cierta mala espina. Los alrededores me producían escalofríos. Si la avenida por la que había llegado hasta allí desde la estación de tren ya era lo suficientemente desangelada y espectral, aquella calle, que para colmo acababa en un callejón sin salida, me pareció digna de un secuestro político. Por suerte no eran ya tiempos en que ocurrieran ese tipo de cosas, ni yo tenía nada que ver con la política, pero por un momento pensé que aquel hombre, cualquiera sabía a santo de qué, me había preparado una emboscada. El piso de Herr Düster, que así se llamaba el propietario, estaba en el 2º1ª. Presioné el timbre primero con precaución y después, ante la falta de respuesta, con mayor insistencia, siempre con miedo a que el casero estuviera ya dormido y con el convenciminento de que de allí no saldría nada bueno. De ser así, debía tener un sueño muy profundo, porque lo cierto es que no contestaba. Volví a insistir. Algo me decía que llamar a esas horas con tanta obstinación podía molestar a los vecinos, así que a los treinta minutos de andar quemando el timbre decidí dejarlo como cosa perdida. Tal vez aquel hombre no viviera allí y además, estaba muriéndome de frío y se me había quedado dormido el dedo de tanto darle al interruptor. Me agarré a la reja de la puerta y sostuve mi peso a pulso, tanto para calentarme un poco con el esfuerzo como para curiosear qué tipo de vivienda era aquella a la que por mi celo conmemorativo ya jamás podría acceder. No estaba mal, ancho vestíbulo con paredes recién pintadas, suelo de mármol y barandilla de madera labrada. Se trataba de un edificio de cuatro plantas de construcción antigua, por lo menos de los años cuarenta. Junto a la escalera había una puerta desde la que se veía un parque interior iluminado. En él había una playa artificial de esas que parecen hechas antes con serrín que con arena, una fuente en medio a modo de lago y una zona de juegos para los niños que alternaba su uso con el de la obligatoria área de residuos donde dejar la basura. Al final de este jardín interior había una portezuela de madera que comunicaba con otro parque exactamente igual que el anterior, solo que en este caso el área de residuos hacía las veces de lago. Al fondo de este otro jardín se atisbaba con toda claridad un edificio de oficinas siniestro de colores amarillo y verde que presidía la vista. En una de las ventanas de este edificio me sorprendió sobremanera poder ver el perfecto reflejo de la torre de comunicaciones de Alexanderplatz y en ella, a un hombre con uniforme de operario fumándose un pitillo asomado a una balaustrada sobre el restaurante. Cuando lo hube visto todo con deleite y mis fuerzas ya no me sostuvieron más, me dejé caer sobre el escalón. La mala fortuna hizo que resbalara con algo ante lo que mis dos pies patinaron al mismo tiempo y fueran a dar contra la reja. Este impacto causó el desequilibrio consiguiente y necesario para que mi figura cayera de espaldas y se golpeara contra el frío e indecoroso suelo de la acera. Me quedé allí sentado sobre mi trasero unos instantes, maldiciendo y buscando el objeto causante de mi desgracia, seguramente una de esas estúpidas hojas de castaño que tienen la manía de colarse bajo la planta del pie para intentar quebrar las caderas de los viandantes. Por curioso que parezca, el único espacio de la calle en el que no había hojas era aquel en el que se encontraba este portal. Busqué y rebusqué para darle su merecido castigo y aliviar mi frustración, pero no encontré nada. Entonces, ofuscado por mi mala suerte, pataleé y pataleé. Hice esto primero para demostrar mi enojo y luego para volver a calentar mi cuerpo, que había quedado entumecido. Allí fue cuando apareció, por debajo de la suela de mi bota derecha. No se trataba de una hoja de castaño, sino de la hoja de un cuaderno, una cuartilla a cuadros con un vestido de garabatos ridículos garrapateado en ella. «¡Aquí te tengo bellaca!», le dije. «¿Qué vas a hacer ahora? ¿Llamar a tu mamá? ¿A la policía? ¡No ves que esto está desierto! ¡Eres mía!». La agarré del cuello y me la puse ante los ojos mostrándole los dientes, con la intención de introducirla entre mis fauces y devorarla de un bocado. Entonces me miró con unos ojillos tristes, pero a la vez simpáticos, que me hicieron enternecer. No necesitó hablar para apelar a mi conmiseración. Al parecer aquellos ojos, insólitos en una hoja por lo demás bastante común, los había dibujado el casero para que me fijara en su débil y desapercibida figura. Supe esto porque bajo ellos había una nota que decía: es ist mir unmöglich sie zu treffen . hinweis bei hausmeister meyer.
Ver: WG, Episodio 5
3 comentarios:
CABRÓOOOON!!! ¿Y los que no sabemos alemán, qué? Ah, ya entiendo, es para que cada cual lo interprete como quiera y te mande una posible traducción/continuación...
Ajá, pues para mí que en la hoja de papel ponía: "Estimado y tardón inquilino futuro, me he cansado de esperarle. Me encontrará en el fumadero de opio de la esquina"...
Máaaaaas!!
Ah no. Simplemente se desvelará en la siguiente entrega. A raíz de os acontecimientos, claro.
"A qué jode resbalarse con una mísera hojita de papel". ¿No es eso? Arrggghh, a esperar pues, agradable empresa, al ritmo de Alte Kamaraden
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