lunes, 28 de febrero de 2011

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max dice “¿Vale que yo era un dictador y tu eras el pueblo?” Zoe acepta porque le gusta eso de ser ella todo un pueblo. El pequeño Max le explica entonces que ella tiene que hacer todo lo que él diga i le ordena que limpie la cabaña del árbol. Zoe coge la escoba y la pone como una lanza a punto para la batalla al grito de “¡Revolución! ¡Venganza!” Max retrocede, pero de espaldas no ve que el suelo de la cabaña termina y empieza el espacio para volar. Al caer del árbol su cabeza explota como una granada madura.

domingo, 27 de febrero de 2011

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max va al balneario con sus padres. Se dan baños de barro y se bañan en agua caliente que huele a azufre. Max siente que se funde en el barro, que es el demonio nadando en lagos llameantes. Al llegar a casa corre a buscar a Zoe para contarle su viaje al infierno. La pequeña Zoe le prepara para compensarle de tan dantesa experiencia, un baño con olor a primavera y programa la lavadora a 30º piezas delicadas. El pequeño Max gira en el bombo con su destino.

ilustradores propuestos



















Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max cumplió años y le han regalado una bicicleta. Se monta en ella con la ilusión de un niño con bicicleta nueva. Va a toda velocidad calle abajo cuando ve la vieja fabrica abandonada, llena de rampas y bidones. Se divierte un rato en su improvisado trial probando la pirueta más difícil. Al fin se cansa y baja de la bici. Es entonces cuando oye una explosión y una repentina tormenta de piedras y cables le cae encima a modo de sepulcro improvisado y majestuoso.

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max sale a pasear a Nerón. Nerón permanece junto al pequeño todo el camino. Es un buen perro y quiere mucho a Max. Van juntos hacia el parque, en el que ambos tienen amigos. Neron ve a su s amigos pero espera junto a Max. Max ve desde lejos a Zoe, quien al verle suelta las manos del columpio para ir de un salto en su busca. El pequeño Max teme que Zoe se haga daño y se lanza a socorrerla. Al cruzar la calle su cuerpecillo deja en el asfalto la imagen emborronada de un abstracto paso de cebra carmesí.

viernes, 25 de febrero de 2011

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max va a casa de su abuela a pasar el fin de semana. Es una casa grande y sombría habitada por una viejecita pequeña y encantadora. Max adora a esa sorda viejecita que sentada en la mecedora junto a la chimenea le cuenta historias de la guerra y del internado al que fue a parar al quedar huérfana. Antes de acostarse, al pequeño Max le gusta recorrer los altos y lúgubres pasillos llenos de espadas y escopetas de otra época. Cuando ya está en la cama, la abuelita acude a arroparle. A Max le gusta como lo hace porque le arropa tan fuerte como si no hubiera nadie dentro. Esta vez sin embargo hay tan poco espacio que no puede moverse y sólo los ojos sobresalen. La abuelita no ve que Max intenta decirle con la mirada que no puede respirar.

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max sale corriendo de casa, cruza el huerto, el jardín de rosas, cruza el campo y se adentra en el bosque. Es un bosque tranquilo, pequeño y poco frondoso que no entraña ningún peligro, por eso sus padres le dejan corretear solo por él siempre y cuando vaya dejando pequeñas migas tras de sí para encontrar el camino de vuelta. Al pequeño Max le gusta sentarse a escuchar los pájaros y juega a descubrir de cuál de ellos es cada trino. Hoy se escucha, por encima del resto de sonidos del bosque, un extraño ruido que no confunde con el sonido del pájaro carpintero en su labor, algo así como los latidos del bosque, rítmicos y graves, y ve una sombra alargada que le devora justo antes de que un gran árbol le convierta en la antítesis de una figura cubista.

jueves, 24 de febrero de 2011

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max quiere ir de excursión con su pequeña vecina pero tiene mucha fiebre y sus padres no le dejan porque temen que su calentura empeore. Max, enfadadísimo e incapaz de asumir la cobarde negativa paterna, mete la cabeza en el horno y lo enciende dispuesto a morir. Sus padres, acostumbrados a sus exageraciones pero conscientes de que no es una rabieta sino una decisión, le prometen hacer esa misma excursión e invitar a Zoe, su vecina, la siguiente semana. Max se tranquiliza un poco y vuelve a la cama, desde donde ve a sus padres arar el huerto. La fiebre empeora y Max no siente el efecto de las frazadas, tiene frío y tiembla así que decide bajar de nuevo y acurrucarse en el horno, donde enseguida empieza a sentir el calor de los 260 grados a los que su madre suele calentar el pastel de carne que esta vez no comerá.


Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max tiene una nueva vecina, más o menos de su edad. Max se sonroja y altera al verla aparecer por la verja del jardín, pero juegan juntos y ríen. Un día ella le propone jugar en la caseta del árbol. Una vez allí el pequeño Max le habla de un pequeño muelle que siente bajo su corazón y que se dispara al verla como una cabeza de arlequín. Ella le ausculta y tras un relampagueante viaje a la cocina vuelve con un cuchillo para realizar su primera operación y liberar a Max de tan incómodos sobresaltos. La pequeña amiga de Max busca, corta e indaga, pero el muelle no aparece y aunque le pregunta con insistencia dónde está, el pequeño Max, que ahora da relieve a un fondo carmesí, está como ausente.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max tiene un enemigo en la escuela. Es un niño repelente y de apariencia bobalicona que pasa por santurrón pero cuya naturaleza es mezquina y macabra. Le llaman Luc, y Luc odia a Max. En el último recreo, Luc amenazó de muerte al pequeño Max, sentencia que dejó pendulando hasta el siguiente recreo, hoy. Max no le tiene miedo porque no llega a creer que un niño pequeño pueda morir, pero sus padres se han enterado y no le dejan acudir a la escuela; además, quieren hablar con su tutor. Max, que en ningún caso es un soplón, se niega en rotundo, pero en el fondo sabe que sus padres, siempre demasiado preocupados por él, no se dejarán convencer. Por eso el pequeño Max decide fugarse, puesto que prefiere una bronca paterna a la vergüenza de no acudir a un duelo, o en este caso a una ejecución, porque Luc es mucho más fuerte que él. Corre por el pasillo intentando eludir la mirada paterna y salir cuanto antes de casa cuando, tras un traspiés, su cuerpecillo pierde el equilibrio, se ladea tambaleante, y cae por las escaleras en un desbocado descenso que tirabuzonea su cuello de un modo tal vez artístico, pero del todo incompatible con la vida.

martes, 22 de febrero de 2011

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max hace tiempo que desea una mascota, pero intrépido como es, pide siempre que le traigan un león. Un día, después de un peligroso accidente que casi acaba con su vida, sus padres, henchidos de felicidad por la supervivencia del pequeño, le regalan un cachorrillo de abundante pelaje rojizo que llamea al sol cual ascua atizada. Le llaman Nerón. Max piensa que ha valido la pena rozar la muerte. El perrito le lame la herida y juguetea, pero Max, que sigue pensando en el león, no le enseña a dar la pata sino a saltar dentro de un aro y a sujetar su pequeño cuello entre las fauces. Una mañana de domingo, mientras juegan al león y la gallina, el can, muy contento, mueve la cola y accidentalmente la introduce en la chimenea encendida. Lo cierto es que nosotros no adivinaríamos dónde termina el fuego y dónde el perro. Pero al pobre Nerón el contacto con la flamígera lengua le produce una mueca de dolor y rechinar de dientes, y tiñe la alfombra de un magenta oscuro que más tarde diluirá a lametones con lágrimas de incomprensión.

domingo, 20 de febrero de 2011

sábado, 19 de febrero de 2011

Café-obrador de literatura potencial

Vaya, parece que en La Bagatela hacen cosas interesantes… Miren lo que he encontrado (casualmente) en su blog:


El OULIPO, acrónimo de «OUvroir de LIttérature POtentielle», se propone abrir y explorar nuevas posibilidades literarias y recuperar las que hayan caído en el olvido. El grupo celebra su quincuagésimo aniversario. La Bagatela festeja el acontecimiento abriendo un provisional

Café-Obrador de literatura

Por un precio moderado, ustedes podrán, bajo la supervisión patafísica de los señores Pablo Moíño Sánchez, Pablo Martín Sánchez y François Delaunay —que tienen en común no formar parte del OULIPO—:

  • (re)descubrir los tesoros del Oulipo
  • crear sus propios textos
  • aprovecharse de las invenciones de cada cual y de las fantásticas aunque totalmente imprevistas actuaciones de los señores S.E. Yoran Luca-Deafins, Orozco Urinol Comas, M. Brice Cousin, de la deliciosa Marta Polbín ¡y de muchos más!

Pablo Moíño Sánchez quiso ser futbolista, luego matemático y acabó siendo escritor y subcampeón de toc en La Bagatela. Actualmente reside en Tirso de Molina (Madrid), donde dice que está escribiendo y traduciendo con un ojo puesto en el Oulipo. Ha ganado diversos premios de relato corto y próximamente verá la luz su primer libro, un verso en una casa enana.

Pablo Martín Sánchez quiso ser atleta, luego actor y acabó siendo escritor y profesor de ajedrez en La Bagatela. Actualmente reside en Lille (Francia), donde dice que está escribiendo una tesis sobre el Oulipo. Ha ganado diversos premios de relato corto y próximamente verá la luz su primer libro,Fricciones.

François Delaunay quiso ser domador de felinos grandes y, por ser alérgico a los gatos, acabó siendo anemometrista. Será un turista más en Madrid, un turista experimental. Acaba de firmar el cuaderno n°16 del LATOUREX, una guía de los viajes monovocálicos. No ha ganado ningún premio de relato corto pero sí que comparte con el Oulipo la totalidad de sus vocales.

Viernes 4 de marzo, de 20h a 23h59
Sábado 5 de marzo, de 15h a 19h
Domingo 6 de marzo, de 12h a 16h

Si te apetece reservar puedes hacerlo en vivalabagatela@gmail.com
¡Que la casa es pequeña y el culo grande!

Participación: 20 € (y 15 € para los socios), incluye material.

martes, 15 de febrero de 2011


Me disculparán que por una vez me salte la norma no escrita que oculta nuestras identidades, pero es que estos ojos mececen ser mostrados al mundo. Aquí está la segunda muestra de autobombo de nuestra querida Eza Quilla ataviado de taxista neoyorquino y de miembro de honor del Colectivo.

viernes, 11 de febrero de 2011

hoy se han conseguido: ¡50 tantálicas! Ya falta menos...

domingo, 6 de febrero de 2011

WG Episodio 15, por El Ogro del Sí

Es cierto que sobreactuaba. Hasta ese momento no sabía que le hubiera cogido tanto aprecio a aquel animalejo. Y en realidad supongo que no lo había hecho, pero la escena me parecía tan dramática, había visto tantas como esa en las películas, que imaginaba que era así como debía reaccionar. Tuve que perseguir al doctor Hoffmann durante un rato por toda la sección de Microbacteriología de la Clínica Koch y después por las diferentes plantas del hospital para darme cuenta de que mi reacción era desaforada y que debía entrar en razón. Aquel maldito vejestorio era todo un atleta, corría como un chaval de quince años y saltaba los obstáculos como si de un acróbata se tratara. Me llevó escaleras arriba y abajo. A nuestro encuentro salieron todas las modalidades de vallas olímpicas y paralímpicas posibles. Sobrepasaba las camas con soltura y vigorosidad. Hacía lo propio con los celadores, apoyando las manos sobre sus cabezas para propulsarse hasta el techo y limpiarlo con su media melena teñida de blanco. Saltaba todos los carros que aparecían por el pasillo como si estuviera pasando la pantalla de un videojuegos mil veces superado: carros con bandejas de la comida, carros de instrumental quirúrgico, carros de curas, carros de la basura, carros de la limpieza, de ropa de cama maloliente. Precisamente al ver que se cruzaba en nuestro camino el carro con la ropa de cama sucia, con su característico y cálido olor a bebé recién enfaenado, pensé que sería mejor imitar la técnica de salto del viejo en lugar de tropezar con cada uno de esos vehículos en mi torpe parodia de carrera de obstáculos. Di un brinco impulsándome con la pierna izquierda para alzar la derecha al máximo hasta sorprenderme sobrevolando el carro con la pierna. Sonreí a la enfermera y me dispuse a recoger la pierna izquierda con elegancia, tal y come le había visto hacer al viejo, al estilo del celebérrimo Edwin Moses. Si la enfermera hubiera tenido una cámara de fotos y hubiera querido retratar mi heroico momento habría reparado en que los ángulos de mis piernas hacían el dibujo de una escalera perfecta por la que daban ganas de ascender. No obstante, a pesar de la elegancia del salto, mi afán competitivo había hecho que olvidara que aquella pierna mía estaba todavía maltrecha, algo que recordé al momento cuando no quiso responder y se enganchó a la barra de aluminio de esa peculiar valla, de modo que fui a dar de lleno al saco de los detritos. Nada sorprendente si se repasa mi historia. Aturdido y vencido, salí como pude del fétido contenedor, arrastrándome a cuatro patas. El doctor me esperaba al pie del mismo con Georg en las manos, sonriendo como un sádico. Me dio el peluche de nuevo, no sin antes burlarse de mí haciendo varios amagos en los que lo acercaba y apartaba acompasando su gesto con una oscilación de la cabeza y una media sonrisa tonta que me ponía más enfermo de lo que ya estaba. Parecía empeñado en mostrarme y demostrarme que todo estaba bajo su control y que yo no era más que un pelele.

—¿Lo hacemos? —dijo el viejo atleta solo para que yo rabiara. Supongo que sería deformación profesional—. ¿Lo hacemos? —repitió—. ¿Lo hacemos? —insistía en insistir.

—Sí —contesté al fin—. Haga lo que sea.

—¿En serio? Vaya, no pensé que se diera usted por vencido tan pronto. Hagamos una cosa. Si revivo a su peluche estaré en deuda con usted para siempre. Podrá pedirme lo que quiera.

—Pero eso no tiene ningún sentido. En todo caso tendría que ser al revés. Es usted quien me hace el favor.

—¿Al revés? ¿Cuántas personas conoce usted que hayan resucitado a un peluche?

—Ninguna, cierto. Pero…

—Me hará usted famoso. ¿No se da cuenta? Walter Hoffmann, el hombre que descubrió cómo funciona el sistema nervioso de los peluches. Venga acá. Es más, le invitaré a que pruebe mi cóctel favorito. ¿Lo quiere ahora o después?

—Después, a ser posible —dije vencido por su ridículo sentido de la realidad.

Sabía ya que jamás reviviría al pobre Hans-Georg. De hecho empezaba a pensar que jamás había tenido vida, que mis aventuras con él no habían sido más que una serie de alucinaciones a consecuencia de mi cansancio físico y los golpes recibidos en el interior de aquel refugio de murciélagos. A decir verdad, ni tan siquiera creía que lo que me estaba sucediendo en ese momento con el doctor Hoffmann, ni su propia persona misma pudieran ser reales, tal era mi estado de incredulidad. Solo quería salir de allí cuanto antes y escapar de ese estado lisérgico en el que me encontraba. Volver a mi refugio. El mayor problema era que ese refugio permanecería inaccesible hasta el día siguiente por la noche cuanto menos.

—Pues nada. Manos a la obra —anunció el doctor con aire decidido y jovial. Déme, hombre déme el peluche. Cualquiera diría que se lo quiero quitar.

—Se llama Hans-Georg —dije con toda mi dignidad.

—¡Ja! ¡Hans-Georg, qué ocurrencia! No se puede negar que tiene usted sentido del humor, señor Amor.

Le ofrecí el cuerpo exangüe de mi compañero a regañadientes, deseoso ya de que hiciera lo que hubiera de hacer con él. El doctor Hoffmann lo tomó con cuidado entre sus manos y lo depositó en un pequeño cubículo de metacrilato. Su cuerpecito cayó desplomado sin peso alguno, sin hacer ruido, como si realmente hubiera perdido toda gravedad y estuviera completamente hueco. Después el doctor se dio la vuelta, abrió uno de sus esterilizados cajones y sacó de él lo que me pareció primero un máquina de afeitar y después una linterna, solo que en lugar de cuchillas o una bombilla tenía un filamento desnudo bastante grueso. El doctor lo puso en alto, accionó un botón y el aparato emitió una pequeña chispa. Después lo puso sobre el cuerpo de Hans-Georg y este se elevó unos centímetros de golpe para después volver a quedarse en el sitio.

—¡Pero qué hace! —dije aterrado—. ¡Va a matarlo!

—¡Ja! Eso ya sería un principio Como mucho lo tostaré un poco.

Efectivamente, ya olía a pelusa quemado. El pelamen del abdomen del pequeño animalito se veía chamuscado, pero aparte de esto no pareció surtir efecto alguno. El doctor Hoffmann no se amilanó y arremetió de nuevo con su juguetito. Y cuando vio que no sucedía nada extraordinario se lo puso una y otra vez encima como un auténtico maníaco, al tiempo que reía con unos aullidos dignos de un frenopático a media noche.

—¡Déjelo! ¡Déjelo! Acabará por quemar el maldito peluche. Tenía usted razón. Es cierto. Lo que usted quiera. Pero por favor, deje de maltratarlo ya. Saldremos todos ardiendo.

—¿Ahora qué, se da ya usted por vencido, estúpido perturbado?

—Yo, yo… —acerté a balbucear.

Estaba en estado de conmoción absoluta. No sabía si llorar o pedirle que me invitara a un trago de etanol. No era exactamente pena lo que sentía, sino la impotencia de no alcanzar a comprender mi propia situación.

—¡Salga de aquí ahora mismo, fantoche! ¡O se piensa que un científico como yo tiene tiempo para perderlo con escorias de las sociedad como usted! ¡Fuera, hombre, fuera!

Me hubiera gustado contestar algo, pero la verdad es que no se me ocurría nada y lo peor de todo es que tenía razón. No era más que un trastornado al que se le iba la cabeza y no sabía de dónde le venían las ideas. Di media vuelta para marcharme. Me dirigía ya a la puerta cuando el propio doctor me detuvo.

—¿A dónde va idiota?

—Yo, me iba, es que…

—¡Pero llévese el maldito peluche, hombre! ¿O lo deja aquí como legado a la posteridad?

Volví sobre mis pasos y me encaminé hacía la urna de metacrilato para recoger el peluche al que llamaba Hans-Georg. Cuando mis dedos se pusieron en contacto con su supuesta piel de felpa sentí un calambre. Quedé sobresaltado, pero no solo por eso.

—¿Podéis dejar de gritar de una vez? Tengo un dolor de cabeza horrible. Mejor será que no me pongáis rabioso —dijo Hans-Georg dándose la vuelta para mirarnos con sus oscuros ojillos.

El doctor Hoffmann se quedó lívido. Se frotó los ojos y me miró para comprobar que no tenía alucinaciones. Después dio media vuelta, abrió de nuevo el cajón del que había sacado el aparato de las descargas eléctricas, lo volvió a poner en su sitio y cogió una petaca. Le dio un largo trago y volvió a mirar hacia la urna ya dispuesto a esperar cualquier cosa.

—Doctor Hoffmann, le presento a Hans-Georg, mi amiga la rata erudita. Como ve —dije con aire triunfal— no se trata de ningún peluche. Así que creo que está usted en deuda conmigo.

—En todo caso es usted, y toda la humanidad, los que están en deuda conmigo, por haber encontrado la forma, hasta este momento impensable de dar vida a un peluche, de ínfima calidad, por cierto.

—Bueno, sí, lo que usted diga, pero creo que me había prometido algo.

—Eso no puedo negarlo. Soy un hombre de palabra. ¿Qué le había prometido?

—Que me invitaría a una copa.

—Pues tome, tome. No sea tímido —dijo haciéndome llegar la petaca.

—Eso déjelo para sus experimentos perturbados. Yo quiero un Hendricks con pepino. En una buena coctelería.

—Yo me conformaré con un Sewer Rat —dijo Hans-Georg.

—Demonios. ¿Además de hablar también bebe?

—Sí, espero que no le moleste —contestó indolente—. Como buen europeo, tiendo a la autodestrucción, y no digo al nihilismo porque no quiero entrar a valorar términos nietzscheanos antes de tomar una copa.

—Así se habla —dijo el doctor Hoffmann—. ¡Menudo fenómeno!

Cogí a Hans-Georg y me lo puse al hombro. Estuve a punto de darle un beso, pero la infección de ese ojo que si bien atornillado, campaba a sus anchas fuera de su cuenca solo momentos antes, hizo que me detuviera a tiempo.

—No sabes lo que me alegro de que vuelvas a estar con nosotros —dije en cambio.

—Menos monsergas y vamos a lo que vamos, que me muero por quitarme este dolor de cabeza.

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