viernes, 29 de julio de 2011

WG, Episodio 24, by Sr. Odiel Lego

Unos tacones de aguja vinieron a mi encuentro con un sonido inconfundible; un agudo seco, martilleante, inclemente. Nada que ver con un simple clak, sino más bien parecido a un tuk preciso y regular que se movía sin titubeos entre aquel simulacro de luz. No hace falta precisar de quién se trataba. Era ella.

Se acercó sin decir media palabra hasta que se detuvo justo frente a mí. Metió una mano entre las rejas, me agarró del pelo y sacó mi cabeza por un agujero en el que antes no había reparado. Tiró de dos abrazaderas y fijó mi cabeza allí, como si de una guillotina se tratara. Quise hablar, gritar, farfullar, algo; pero al parecer había perdido toda capacidad fonológica, porque solo conseguía emitir gruñidos y echar espuma por la boca. Valeria me ató una correa con una cadena al cuello y la dejó ahí, a la espera de siguientes acontecimientos. Se alejó un poco y respiré aliviado, pero entonces dio media vuelta y volvió a mí con la rapidez de un colibrí en celo para soltarme un sopapo limpio que rasgó el aire y pasó rozando mi mejilla como una fusta. El asombro hizo que casi resultara placentero, pese a lo que no pude reprimir una suave exclamación de dolor.

—¡Pero… Valeria! —dije después de expulsar de mi boca lo que me pareció un calcetín sudado por un corredor de fondo, dada la sensación amoniacal que acudía a mi garganta—. ¿Qué coño es esto?

—¡Chist, chist, chist, chist! ¡No! —ordenó como quien se dirige a un perro. Parece que ya estaba preparada para esa reacción, porque inmediatamente me pasó una correa por el cogote y fijó a mi boca una bola de látex exactamente igual que la que aparece en la escena de Pulp Fiction en la que inmovilizan al personaje de Bruce Willis—. Así está mejor.

—¡Agugúgugugú! —proferí disgustado.

—¡Silencio!

Se quedó frente a mí más de dos minutos sin decir ni hacer nada, hasta que, probablemente presa del aburrimiento, empezó a acariciarse las piernas y rasgarse las medias de una manera que se suponía deliberadamente sexy. Puso las manos bajo su falda y empezó a estirar de ella hacia arriba. Me gustaría decir que disfrutaba del espectáculo, pero no sería de todo cierto. Tal vez fuera porque más allá de aquella oscuridad verde no acertaba a distinguir más que una maraña de vello, hirsuto como el alambre, aunque esto solo lo constataría momentos después. Lo acercó a mi cara y lo puso justo delante de mi nariz. Aquello pinchaba tanto que pensé que me desangraría en cuestión de segundos. Rascaba más que un alambre espinoso, más que las mantas del tercio, más que un cepillo de carpintero. No obstante aunque esto pueda parecer lo peor, no lo era. Había algo más desagradable: el olor. De haber tenido una mofeta en su interior no creo que hubiera sido más apestoso. Me entraron ganas de vomitar, pero estaba claro que no debía tener nada en el estómago porque lo único que resbalaba por las comisuras de mis labios era saliva. Y tal vez aquella fuera su intención porque seguidamente me quitó la bola de la boca y me dijo:

—¡Chupa! —Pero yo no podría haberlo hecho, por más ganas que hubiera tenido. Si el olor y el tacto ya eran suficiente disuasorio, la perspectiva del pútrido gusto me hacía desfallecer al instante. Notaba que los ojos se me salían de las órbitas y la extenuación que se extendía por todo mi rostro. Supongo que mi aspecto debía ser lamentable, porque Valeria desistió enseguida de sus esfuerzos. Volvió a ponerme el bozal y me dio un cachete sin demasiada fuerza, con la mano fofa—. ¿Desobedeces? —dijo con una dulce voz, al tiempo que me desenganchaba el cuello de las trabas. Tras esto abrió la portezuela de la jaula y tiró de la cadena que me ligaba a ella—. ¡Fuera! —Obedecí, animado por la opresión de los correajes, pero algo me lo impedía. No había manera de moverse—. ¡Fuera! —repitió en el tono de quien pierde la paciencia.

—¡Go güego! —intenté decir.

La muy puta me había atado también los tobillos. ¿Cómo quería que me moviera si tenía trincas por todos lados? Estoy seguro de que debía ser digno de ver cómo me arrastraba como un lagarto. La maldita furcia del este estaría disfrutando de lo lindo. No veía el momento de desatarme y darle un buen par de hostias para que aprendiera a no jugar con la persona equivocada. Lo de la factura de la clínica ya me daba completamente igual, porque le daría una somanta de palos que no le quedarían ganas de abrir la boca ni para respirar.

—¡Fuera, te digo! —gritó tirando tan fuerte de la cadena que no me quedó más remedio que avanzar milímetro a milímetro, balanceando mi cuerpo de un lado a otro y arrastrando las rodillas por el suelo.

Nada más salir de aquella ergástula infinitesimal me propinó un latigazo con una fusta que parecía llevar envainada en un cinto. Aquello produjo un dolor acerado, leve, pero punzante, más molesto que realmente tormentoso. Lo cual no quiere decir que fuera tan placentero que estuviera relamiéndome de gusto. Grité como una perra.

—¡No grites! No me gustan los gritos. Cuanto más grites más te pegaré. Contente. ¿O no eres un caballero legionario?

No creía haberle hablado de la Legión a la señorita Valeria, pero en aquel momento no me detuve a pensar en ello. Creo que hasta a mí mismo se me había olvidado. No sabía ni tan siquiera si mi condición llegaba a la de hombre. Mi reacción fue la de apretar el culo y contener las emociones, arriesgándome a que se me saltaran las lágrimas, porque el siguiente golpe de fusta que me propinó escocía más que el primero. Si bien menos que el tercero. Pero, a decir verdad, la parte del cuerpo que más me dolía era el orgullo. No me refiero a los huevos, aunque a veces para un soldado puedan ser la misma cosa. Que me pegara una mujer no había entrado en mi imaginación hasta ese momento, ni en la peor de mis pesadillas. Resultaba torturante. No solo por la humillación que residía en ello, sino porque en cierto modo, y aunque me cueste mucho admitirlo, me excitaba. Me las pagaría caras, muy caras por eso. El problema es que empezaba a disfrutar demasiado de la tropelía y aquello me hacía dudar de todas mis convicciones. Pero no por mucho tiempo.

Volvió castigarme con la fusta en el trasero y esta vez el dolor fue mucho más agudo. Mientras todavía pensaba en cómo compensarla por los favores que me brindaba, me pasó una cuerda por el collarín, debidamente equipado con una argolla, y la introdujo por otra que al parecer tenía en la ligadura de las manos y tobillos. Hizo un par de diestros nudos para compensar mi peso y la deslizó por otro aro, hábilmente dispuesto en una de las múltiples vigas de madera que formaban un palio bajo el techo real de la sala. Tiró de la soga con una fuerza que me pareció sobrehumana, pues suspendía mi peso muerto en el aire como si tal cosa, y al hacerlo, descubrí los floridos músculos de los brazos de Valeria, unos perfectamente disimulados tríceps braquiales que se conjuntaban a la perfección con sus bíceps de levantadora de pesos, mucho mejor formados que los de mis más hormonados compañeros de tercio. Sin embargo, lo que realmente me excitó fue ver las brochas de sus axilas, una espesa cortina de vello rubio escondida entre las perfectas líneas equiláteras de su deltoides, que no tenían nada que envidiar a los brazos de la desembocadura del Nilo. Y si hablo de esto tendré que hacerlo del romboide que les daba acogida, tenso y agigantado por el esfuerzo realizado. Prácticamente se entreveía cada una de las fibras de esos músculos en torsión. Le daban un aspecto varonil y bruto, que nadie habría esperado en la bella y delicada Valeria de pechos de Fantasía y piernas como pistas de aterrizaje.

Al elevarme a pulso vi con horror cómo el espacio que tenía a mi alrededor comenzaba a cobrar vida y las sombras informes que apenas vislumbraba hasta entonces se convertían en un sofisticado conjunto de instrumentos de tortura. Por algún trampantojo de la luz, la cámara tenía más visibilidad desde el techo que desde el propio suelo, aunque también es cierto que en la posición anterior apenas disponía de campo visual. Ahora tenía ante mí varios postes de madera entre los que alguien había diseñado ingeniosamente una tela de araña de cuerdas recias y firmes, perfecta para atrapar a moscardones incautos, pensé con desdicha. A mi derecha había colocados otros dos postes en forma de aspa, tal vez para representar vívidamente el sotuer de la Legión que lucía en mi brazo derecho. «¿¡Qué me aspen!?», recordé de inmediato. No tenía ningunas ganas de ser yo quien pusiera en práctica aquella expresión en desuso que me recordaba a los cómics que leía de pequeño. A mi izquierda, dispuestos como en el taller de un carpintero, tenían un colgador del que pendían diferentes útiles de laceración y ligaduras: sogas de diferentes materiales, cadenas y argollas de varios tipos, largos y grosores, presillas, arneses, cuerdas, cordinos, cintas y mosquetones como para ascender el Aconcagua en escalada libre, una barra de acero que daba miedo con solo mirarla, e incluso un par de neumáticos que me hicieron preguntar por el tipo de perversión para el que estarían ideados. Tal vez lo más inquietante fuera la fotografía digna del calendario Pirelli que colgaba de la pared sobre tales instrumentos: un sacrílego retrato en claroscuro a tres cuartos de una Piedad con el torso desnudo y las manos cruzadas sobre el regazo. No sabía si estaba en un taller mecánico o en la antesala del infierno. Debajo, a mis pies, un nada invitador potro como de gimnasia deportiva, pero sin el preceptivo acolchado, parecía querer darme la bienvenida.

miércoles, 27 de julio de 2011

algunas de las últimas tantáticas

LIII


Dos minerales, la columbita y la tantalita (un compuesto de óxido de tántalo, hierro y manganeso), prestan cada uno una sílaba para formar una mezcla de color negro mate, el tan codiciado coltán. Abandonada la col, el tantalio (Ta) se convierte en los condensadores, cada vez más pequeños, eficientes y superconductores, de móviles, cámaras y ordenadores.


Así, aparece hoy una nueva laguna infernal en el lago Kivu, entre Congo y Ruanda, donde los habitantes de sus riberas penan entre la guerra y el expolio de sus masivas reservas de coltán, manzanas inalcanzables que otros apartan de estos tántalos modernos.


LVII


La epidemia se extendió quedamente. Más tarde, demasiado, recordábamos sus síntomas iniciales: el que se encerró por desamor, una crisis personal o la simple locura; quienes descuidamos, u olvidamos, a conocidos desaparecidos bajo el ruido ensordecedor de la hiperconectividad. Cuando la mayoría ya había perdido irremisiblemente el contacto con amigos y familiares, pues nadie respondía a llamadas ni correos, pocos tuvieron el coraje y la dignidad de rebuscar en cajones y remitentes de otra era, dar con direcciones que sabían aproximadas, y con pasos vacilantes, aventurarse hasta una puerta, llamar, y esperar un rostro, una voz, y sus peligros.


LXII


Este es el ritmo de mi vida, el del constante ir y venir de la plancha por las solapas, las perneras, incluso por los humildes calcetines. La cadencia que empieza de nuevo cuando la ropa regresa al cesto hecha un higo, la llamada a devolver orden y pulcritud, a remedar la entropía crepitante de este mundo que todo lo arruga. Tan solo el metal constante, la quilla ardiente que deja a su paso una estela de mares calmos, y yo, oteando el horizonte, al acecho de la más ínfima cresta de ola que delate el empuje del pliegue rebelde.

sábado, 16 de julio de 2011

en otra parte...

valioso

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