viernes, 26 de marzo de 2010

Historia zómbica (V): la soledad de los espejos

Coges un espejo y lo pones encima de la mesa. Es un espejo redondo, de pequeñas dimensiones, apropiado para un maquillaje minucioso, con un marco metálico y dos caras, una de las cuales amplifica el tamaño de los objetos y la otra los refleja a escala natural. Un pie metálico con dos brazos laterales mantiene el espejo como suspendido en el aire y le permite un movimiento de rotación que hace posible pasar de una cara a la otra con un simple gesto. El sistema es parecido al de las bolas del mundo, pero con el eje cambiado y la masa terrestre escuálida, como los globos terráqueos de un universo bidimensional. Ya ni recuerdas cuál de tus antiguas amantes debió de olvidarlo en casa antes de salir para no volver jamás. Mientras lo pones sobre la mesa observas que está cubierto de polvo, casi exangüe en su ostracismo, pues un espejo que no refleja a nadie es como un libro que nadie lee: no existe. Y tú no eres precisamente de los que se miran en el primer espejo que encuentran. Tal vez por eso esta tarde, cuando volvías de la oficina, no has sabido reconocer tu cara al verla reflejada en el escaparate de una tienda de juguetes. Y has llegado a casa preocupado y has cogido el espejo y lo has colocado encima de la mesa. Y has empezado a observarte con detenimiento, por la parte del espejo que reproduce el mundo sin distorsión aparente. El espejo es ahora un inmenso ojo escrutador, fiscal polifemo de ti mismo, aleph reflejo de todas tus máscaras. En realidad es una suerte que esté cubierto de polvo, pues produce así un efecto brumoso que distorsiona tu imagen, lo cual es un alivio cuando uno llega cansado a casa y hace tiempo que no se mira al espejo. La distorsión impone además la distancia necesaria para que puedas observarte sin tener que apartar la mirada, para que puedas enfrentarte a tu propia imagen sin sentirte insoportablemente increpado. Entre la polvorienta neblina te percatas de que la imagen de ti mismo poco o nada tiene ya que ver con la imagen de la imagen que te has hecho de ti mismo. Te cuesta reconocer en esa mirada lánguida la chispa de aquél que un día peregrinó a París. Intentas sonreír y te cuesta reconocer en esa sonrisa opaca el prístino fulgor de un gin-tonic en Jamboree. Te cuesta reconocer en ese ceño fruncido la frente despejada de aquel atardecer en Nayarit. Te cuesta reconocerte, en fin. Cierras los ojos, inclinas ligeramente la cabeza y te aprietas suavemente los lacrimales con la ayuda de los dedos índice y pulgar. En esa posición, concentrado en tu penumbra interior, intentas cotejar la imagen que el espejo te devuelve con la imagen que devuelve el espejo de tu memoria. Ves un balancín de flores rojas y marrones. Ves un barquito de corcho en el estanque de un parque en primavera. Ves un perro que te lame la mano. Ves una máquina de escribir con una hoja en blanco en la que sólo está escrito el extraño título de un relato: “Trágica agonía de una cerveza”. Ves una orgía en la que nunca has estado, y una partida de ajedrez que no has jugado. Ves una carrera de obstáculos. Ves un papel chamuscado. Ves una tienda de campaña bajo la lluvia y una guerra de mazorcas de maíz. Notas el roce de unos pies bajo la mesa. Ves versos escritos en una servilleta. Ves una cita de Wilde grabada en un pupitre. Oyes gemidos. Notas en la cara el viento frío de una mañana de febrero en Menorca. Ves una iglesia abandonada. Ves una caravana forrada con fotos de revistas pornográficas. Ves furtivamente el rostro de un indio de una película que no te han dejado ver. Ves una habitación de hotel, doble y en penumbra. Oyes una puerta que se abre chirriando. Sientes la ebriedad de una noche de San Juan. Ves un accidente de tráfico. Abres los ojos.

El espejo sigue ahí. Siguen ahí tus ojos lánguidos y tu sonrisa opaca. Sigue ahí el reflejo polifemo. Pasas el dedo índice por la superficie polvorienta del espejo, en diagonal, de arriba a abajo, de derecha a izquierda. Una reluciente cicatriz parece ahora rasgar tu rostro, la cicatriz que deja el rastro de un caracol en su camino. Vuelves a pasar el dedo, pero esta vez dibujando la diagonal contraria. Una gran X domina ahora el espejo. En la intersección que forman sus aspas, aparece nítidamente tu entrecejo fruncido. Parece el punto de mira de un incierto futuro de cañón recortado. Súbitamente suena el teléfono. Lo dejas sonar una, dos, tres, cuatro veces; a mitad de la quinta, enmudece. Con el flanco de la mano, compulsivamente, quitas el polvo que queda sobre la superficie del espejo y la limpidez con que ahora aparece tu rostro te resulta intolerable. De un manotazo haces girar el espejo, que parece ovillarse sobre sí mismo, perdiendo poco a poco velocidad. Le vuelves a dar impulso, como si fuese una ruleta. Una y otra vez. Finalmente, dejas que se detenga. Y el rostro desenfocado que el espejo te devuelve resulta ahora monstruoso, convexo, deformado, turbulento. Apagas la luz, y te preguntas qué demonios hacías tú esta tarde al volver de la oficina mirando el escaparate de una tienda de juguetes.


Marta Polbín
(espero me perdonen el reciclaje)

jueves, 25 de marzo de 2010

historia zoomórfica III

No vemos. La entrada ha sido cerrada abruptamente con una doble estructura infalible, compuesta por una pared blanca de dientes afilados y una membrana carnosa y suave, pero que no permite entrar ni un destello de luz. El lugar es asquerosamente húmedo, y apesta. Nos han traído aquí empujados por un tridente plateado, clavados a él como un Jesucristo. No podemos salir. Una angustia terrible se apodera de nosotros. Presentimos que va a llegar el final. Nos acordamos del sol, el aire fresco, de la tierra olorosa, del huerto de Juana Terroba, de la dependienta rubia del colmado que aquella tarde había maquillado sus ojos como una egipcia. Ya nada existe, ya nada importa. De repente, un cataclismo hecatómbico estalla en esta terrible cavidad. Nos obligan a movernos, de un lado a otro, nos hacen chocar contra las paredes, nos torturan, nos trituran, nos machacan. Cuando la batalla ha cesado, caemos en picado por un tobogán de pesadilla que nos ensaliva, nos gastrifica, nos absorbe la energía. Éramos aceite, arroz, nata, queso parmesano, pimiento rojo, puerro, berenjena y zanahoria a la vez.
Al otro lado, allá afuera, la piel suda, los músculos abdominales se ensanchan por la comilona dominguera de verano. El lino del vestido floreado de Antonia parece adherirse a su cuerpo. Ella se siente incomodada. Disimuladamente, palpa con sus dedos dentro de su bolso blanco. La funda de las gafas de sol, la cartera, el lápiz de labios, las llaves de casa, ah si, ahi está el espejito. Lo agarra cuidadosamente con sus manos acaloradas. Lo abre. Frente a ella, una mujer de unos cuarenta, de piel morena de cala ibicenca, con ojos celestes como el mar balear, nariz respingona de clase media y lunar seductor cerca de la comisura de sus labios. Antonia los mira. No tienen tintes de comida. Sonríe aprovechando que Ana ha contado una graciosa anécdota de su viaje a Tailandia. Perfecto: ni un rastro de alimentos entre sus dientes.
Tras un movimiento fortuito de su mano, el espejo desvía su reflejo hacia la explanada que queda a espaldas de Antonia, detrás del restaurante. De un deportivo rojo baja su marido. También la conductora, una morena despampanante que tras estirar sus interminables piernas se acerca al esposo de Antonia y lo besa. En ese instante, una gaviota que rastreaba el tejado de uralita del chiringuito en busca de alimentos inicia su vuelo. Sobrepasa a la pareja de amantes y a su coche y se aleja de la costa. Cruza varios palmerales, huertos secos, y divisa rápidamente el campanario de la iglesia, a lo lejos. San Rafael parece un pesebre a esas alturas. Como una maqueta de casitas blancas con techo plano, a veces con terrado. El sol, ya vago, se va acercando al horizonte. Con calma. El cielo es como la acuarela anaranjada de un escolar. Un olor llega súbitamente. La fritanga que Juana Terroba cocina para la cena en honor de su cincuenta aniversario. La gaviota sigue el perfume como un perro. Y aterriza en picado en la ventana de la cocina. Su llegada espanta a una paloma aburrida que paseaba por el jardín de la casa. Echa a volar, y recorre el mismo camino que la gaviota, de vuelta. Al posarse sobre el techo de uralita, que todavía quema debido al sol de mediodía, ve a una mujer gritar nerviosa. La gaviota que la ha sustituido en su visita al pueblo había dejado antes de marcharse un regalito sobre el Porsche nuevo de esa modelo.
A pocos metros, un espejito doble se cierra como una claqueta en las manos de Antonia. -Jódete.


Más vale tarde que nunca.
Su Majestad

...y para que no se diga que nos ha abandonado el espíritu autobombástico más genuino, aquí va un artículo de Marta Polbín (firmado bajo seudónimo, of cours) que aparece hoy en la revista Rinconete del Instituto Cervantes, inaugurando una serie sobre inventos españoles...
Definitivamente, la Polbina se ha vendido al capital y al autobombismo más carpetovetónico.
Que le lluevan los palos que se merece.

(La autora quiere agradecer la colaboración explícita para la escritura de este artículo a dos miembros fundadores del Colectivo Autobombo: Leli Vorratxes, a quien le debe una frase y una traducción del chino; y a El Sargento Pioje, que le dio la idea de la siesta...)

miércoles, 24 de marzo de 2010

PRACTICA ZOOMOFILICA (con todo mi amor Zorra)(Rotura)

Desde lo alto vemos a la vasta Marina, despuntan pequeños puntos lechosos a la altura de las caderas y el promontorio negro de donde arrancan sus piernas, Marina callada bate con su mano hasta que hace emerger un rumor que no cesa, ella es corriente, ella es constante movimiento, embiste y ensancha la bahía, no puede permanecer quieta, es un milagro que calle. Si nos acercamos un poco Marina se convierte en mar, perdemos el navío, nos volvemos locos en un mar manicomio, buscamos otras estelas pero el batir de las manos de ella lo desbaratan todo, es un numero circense que no permanece, de pronto Marina es antigua, apenas 19 años, una puta vieja de crestas vigorosas y agua clara, la manera de su mar sobrepasa el concepto de edad, incapaces de fijarla nos unimos a sus sonidos, lejos del puerto seguro, lejos de los movimientos endebles del navío, Marina es firme a pesar del batir, donde uno se posa no hay miedo, Marina es firme, Marina hace perder la noción del desastre, el destino está hundido dentro de ella, la lucha está hundida dentro de ella, la violencia el amor y los golpes son inevitables, Marina es la destrucción y es el cielo y es la vida, nos sentimos pequeños dioses pensando que hay algo que no escapa que hay algo que podemos manejar, después empequeñecemos al ser engullidos por Marina, sus pechos cálidos quedan lejos bajo nuestras cabezas, Marina nos engulle, lo repentino se ha convertido en una tardanza súbita, Marina es nuestra muerte, Marina nos succiona desde todos nuestros poros, somos pequeños dioses empequeñeciendo, estamos dentro de un mar que roba nuestra humedad, nos convertimos en humedad...si nos acercamos un poco mas somos perdida, vemos que estamos vacios, que ahora somos pequeños puntos lechosos y que en adelante habitaremos en Marina como recuerdos sobre olas reclamando el espacio que los pequeños dioses abandonaron.

lunes, 22 de marzo de 2010

Práctica zoómica de la historia de la literatura II

Desde lo alto vemos una vasta extensión marina en la cual despuntan pequeños destellos de espuma blanca, cicatrices de un mar callado cuyo rumor no cesa. Unas olas chocan contra otras y de ellas nace una nueva fuerza que empuja de nuevo otra porción de masa marina. Se crean corrientes y mareas; y el mar, en constante movimiento, embiste los acantilados y ensancha las bahías. Nada puede permanecer quieto, ni callado.
Si ahora nos acercamos un poco perdemos la mirada genérica pero vemos un navío. Nuestro patrón es un ser perdido, un vagabundo, navegante que busca la estela de otros barcos para no perder su rumbo, para entender el mar desde unos circos que jamás permanecen y que jamás cesan. Tiene ahora unos dos mil novecientos años y sin embargo su pecho es vigoroso y su mirada clara. Con la vista en alto, incapaz de fijarla en un punto conciso, recuerda el sonido de olas antiguas, compañeras fieles de su viaje por cuyo envite nunca detiene el bajel ni echa ancla que no le permita ladearse a la deriva. Tiempos ha habido más calmos cuando en un puerto podía permanecer seguro, pero siempre algo, una marea, un oleaje imprevisto le arrollaba el áncora y le llevaba de nuevo a mar abierto. Esos espacios calmos, en los que se entretenía, dejándose mecer suavemente por las leves olas que débilmente giraban el navío, esos remansos tranquilos en los que sentía el mar como suelo firme que uno pisa sin miedo a terremotos o desprendimientos, esos tiempos pasaron, cuando uno sabía cuál era su destino, el destino de un pueblo, y la lucha era sólo un modo de vida, cuando el mañana era suyo y la vida se arrojaba a las fauces de la Fortuna sin más deseo que ser gota de sangre en ese mar inmenso. Y entonces la violencia y el amor eran inevitables y el mundo tenía las respuestas que uno jamás buscaba porque las encontraba en el afuera, en la lucha y en el pueblo. Era el tiempo en que los dioses eran próximos y uno mismo era inconfundible. Después los dioses empequeñecieron y fueron a esconderse en las entrañas de los hombres, entonces los barcos se tornaron navíos de guerra, o solitarios veleros que surcaban el mar en busca de aventura, alguno había que sólo deseaba llegar a tierra dónde esperaba encontrar el resguardo de un pecho cálido. Hubo una vez un barco que surcó todos los mares guiado por un marine loco. Y hubo una época en la que sólo se pudo cantar el horror; y en el que la desesperanza y el descrédito lo cubrían todo. Alguno pronosticó que el mar se secaría, que ya no sería navegable y los marineros quedarían varados, aterrorizados por lo que sucedía en tierra. Pero ahora, si nos acercamos un poco más, ya no con la vista, al interior del patrón, vemos que está vacío, no lo habita un ser sino sólo recuerdos de olas y voces que chocan reclamando el espacio que los pequeños dioses abandonaron.

viernes, 12 de marzo de 2010

Práctica zóomica de la historia de la literatura

Negro. Poco a poco vemos como el color sólido se divide en agrestes líneas, como en un grabado para el que el hierro se ha rasgado de manera tosca e irregular. Las líneas negras, que lenta pero irremisiblemente, oscilan cada vez más rápido, contrastan con un fondo blanco poco nítido, en cuyo centro aparecen los círculos concéntricos de, ahora sabemos, un iris gris y una pupila. Abre los ojos.

Ese sueño de nuevo. Es capital, por ello, que lo tomemos en cuenta. Un submarino, la falta de aire, personajes conocidos pero sin conexión aparente entre ellos mezclados con otros, desconocidos. Del mismo modo, y como en otras ocasiones, su despertar había sido parcial, al descubrir con los primeros atisbos de conciencia diurna su brazo derecho entumecido, falto del suficiente riego sanguíneo al haberse quedado oprimido bajo la almohada: ¿cómo tendría que influir la lenta recuperación de ese brazo en el desarrollarse del día, en el vigor de su mano al, más tarde, tomar pluma y encarar el papel?

Su gato decidió ignorar, como era habitual, que la mañana había llegado y siguió acurrucado en su rincón de la cocina. Qué felicidad la suya, pensó, que podía seguir durmiendo arrullado por el sonido de esta cafetera que ahora empezaba a burbujear. Los vecinos, puntuales como un reloj, llegaban a través de las finas paredes con su matutino concierto de portazos, gritos de niños y correrías. Se decidió por el traje beige, acaso porque anticipó que su editor lo recibiría vestido con uno de sus siempre oscuros y carísimos trajes italianos impolutos frente a los cuales era imposible no sentir su pobreza, fresca y siempre nueva, presente como invitado de piedra en la entrevista

Así salió a la calle, y se encaminó hacia la calle principal, donde su amigo alquilaba una sencilla habitación. Era siempre un buen lugar para tomar un segundo café y hablar de libros, de política, de fútbol o mujeres. Acaso para ser sorprendido por cualquiera de esas imprevistas visitas que los múltiples conocidos de su amigo le hacían sin avisar. Aparecían así extranjeros mezclados con cantantes, botellas de ron y pastelitos dulces, niñas con uniforme de escuela cara de la mano de bohemios poetas con hambre atrasada. Se discutían noticias de provincias, de países remotos. Se escuchaban con atención discos nuevos y acaso extraños para luego pasar a cantar una canción popular o un corte de moda. Sin duda entre esas paredes nuestro autor encontró a menudo inspiración, ideas para personajes, grandes y ambiciosas ideas para escribir, un día, la novela que reflejaría el frenesí de su tiempo y las emociones de sus habitantes.

Al salir de casa de su amigo, como tantos otros días, se detuvo una hora en la biblioteca de la ciudad, en la que leyó los periódicos y algún que otro semanario. Se mantenía este autor al día de la política y de las ideas que circulaban en el mundo, ya fueran las del arte, las de la ciencia, o las de la moda. Era, como se puede apreciar, un hombre bien asentado en su tiempo histórico, y cualquier historia de la literatura que se precie hará bien en conectar su obra con el devenir de los acontecimientos de su época.

Mientras se encaminaba, finalmente, a la gran avenida donde su editor tenía su oficina, se cruzó con un viejo conocido que había llegado recientemente a la ciudad desde el pequeño pueblo del cual los dos procedían. Mientras el otro lo ponía al día sobre familia, trabajo, y sus dificultades en sus primeros movimientos en la ciudad, nuestro autor no pudo ver como, por la otra acera, pasaba caminando la mujer de la que estaba enamorado. Nosotros lo vemos porque nos elevamos ahora por encima de las calles, y como un pájaro, por ejemplo una de esas gaviotas que sobrevuelan esta ciudad costera en su rutina carroñera, tenemos una perspectiva más amplia. Así vemos a una joven mujer que camina cabizbaja meditando la carta que más tarde le va a enviar a nuestro autor y en la cual lo va a despechar, lo que naturalmente va a ser causa significativa de la amargura con la que la siguiente parte de su obra va a estar impregnada.

Si ahora, siguiendo quizá el vuelo de la gaviota, nos posamos en la aguja de esta iglesia, tenemos una visión privilegiada de la ciudad. Vemos, allá abajo, a nuestro autor siguiendo su camino, parando en un semáforo y girar a la derecha, hacia esa gran avenida que cruza el centro de la ciudad con señorial majestad, esta vía regia que conserva aún los restos de la gloria de antaño, esa pomposidad en su trazado, balaustradas y remates que evocan victorias militares, progreso en las artes y las ciencias, y el convencimiento en la superioridad de su civilización, todos rasgos que, de forma directa o indirecta, con inconsciente adhesión o negociado rechazo, nuestro autor ha incorporado a su obra más insigne. Y es que es esta ciudad capital de una nación entre naciones, un heraldo de las artes que en el pasado tuvo que combatir por tierras y honra con sus vecinos, esas tierras que se extienden más allá de estas montañas, ríos y mares que ahora, desde nuestra atalaya atmosférica, podemos contemplar en toda su uniformidad geográfica, y es que aunque los niños-y algunos no tan niños-lo piensen así, entre países no hay línea alguna como en los mapas, ni colores distintos separan los territorios que pueblan la corteza de la tierra, ese orbe que aún gira, imperceptiblemente pero sin detenerse, desde que el enfriamiento de una explosión de anti-materia cohesionara masas de carbono, hidrógeno y oxígeno para crear este planeta azul que vemos desde nuestra órbita, un azul sólido que a ratos se divide en las agrestes líneas de los cirros vaporosos, como en un grabado para el que el hierro se ha rasgado de manera tosca e irregular.

-leli

domingo, 7 de marzo de 2010

Unos sentimientos indestructibles.

Cuando desaparezcan serà como si nunca hubieran existido, serà como si todos hubieramos sido personas corrientes. Son las propias palabras las que frenan con su pausa de palabras. Son los propios cuerpos los que frenan con su pausa de cuerpos. Pero no es asì. Somos detestables porque apartamos la vista de todo este amor. Lo necesario y lo que hay, necesidad y existencia. Personas corrientes, lo corriente y lo normal, necesidad y existencia, lo necesario y lo que hay, el sufrimiento y los cuerpos, amar y lo indestructible, perecer...no debemos ocultar el mal olor de la muerte, el hedor de la muerte, la muerte dignifica, sentir dignifica, sentir miedo dignifica...unos sentimientos indestructibles...cuando desaparezcan serà como si nunca hubieran existido...el tiempo nunca fue libre, el tiempo no marcha para atràs, recordar es un error, sentir no para en el recuerdo, la debilidad de sentir, la debilidad de sentir...CUÀNDO DEJARÊ DE VIVIR UNOS SENTIMIENTOS INDESTRUCTIBLES. Desesperar desesperar desesperar desesperar paciencia en tiempos pequeños, las cosas exentas de ser presas de las palabras. Desear sin palabras para que no pueda pensar en ello, los sentimientos indestructibles, sentimientos indestructibles, cifras que no se puedan contar para que no pueda pensar en ello, una matanza que no pueda matar para no pensar en ello. La finalidad movièndose ausente, la finalidad un reptil de sangre fria, la finalidad en mitad de la carrera sin alguien que la pueda calificar. Dejar que algo menor nos supere. Algo menor sentir, perder, quedarse a solas, retrasarse, ser torpe, la fortuna de ser dèbil, la pasiòn de ser destruido, una angustia suicida, estallar y languidecer, el hermano menor, siempre el hermano menor. Si continuo asì leyendo y escribiendo y asì leyendo y escribiendo ofrecerè la postura perfecta de mi nuca para el descabello, esta es la seducciòn por los pedazos. Pedazos. Sangre por todas partes. Cuàndo los pedazos dejan de ser pedazos para ser sangre. Compulsiòn. Intermitencia. Ausencia y presencia. Lo provisional en un patio interior. La emociòn vigila. El amor no tiene nada de confortable. Me conformo con poco, con los pedazos, con el fino hilo entre la sangre y los pedazos. La legitimidad de los pedazos, no la legitimidad de la sangre, nosotros no somos legìtimos, la sangre por si sola es legìtima, nosotros y la sangre. Fatigar. Ser como querìa que fuese, haberlo sabido ver. Imperdonable. No pido nada. Querer ver, todo es mejor conmigo que sin mì, contigo que sin ti. Unos sentimientos indestructibles en un patio interior. El empleo masivo de sentimientos, cooperar con la sinceridad y la amenaza de existir, la intimidaciòn cotidiana, matar inocentes, la culpabilidad del enemigo y ser el enemigo. No tengo nada que objetar a la muerte por su mano. La muerte por su mano. Esa mano no es humana. Nosotros no exponemos las condiciones de rendiciòn. Miseriar.

Es fundamental destruir. La violencia es indispensable. El martirio es esencial. El intercambio de humillaciones es esencial. Ser abominable es fundamental. Mutilar es esencial. Esas miradas...esas miradas al frente con las manos sobre las rodillas de la desapariciòn y el desencanto, rodillas hechas de carne que no reacciona y que ademàs no posee ni el impulso de la resurrecciòn...nuestras rodillas. Despuès entra el silencio en las cabezas y el conflicto cae en un olvido de plàstico, despuès aparecen personas vivas debajo de los escombros.

Despuès de cada asesinato caminamos hacia delante sin importar los muertos, los muertos no importan, hacemos como si nada, hacemos como si sentir no fuera indestructible, hacemos como si sentir tuviera recuerdos.

El cuerpo es una flor que se alimenta de la carne murièndose.

Lo que ves sospechoso por lo que has visto en otras partes, ùltimas sombras, viento, el oeste, nubes, terminales, azul nuevo y nada. Despuès a nada se parece en absoluto lo que has visto en otras partes. Lo que nunca se ha oìdo y despuès el silencio. La respiraciòn profunda de una habitaciòn, el olor a ganado y cuero y hombres, sentidos que han cambiado el alrededor para siempre en el espacio en que se encierra un borbotòn de sangre por un instante. Una voluntad de carne compacta y oscura. Voluntad recubierta y amortiguada de carne empujando, pasando el cerrojo para caer en el estrecho sin cautela y hacer dientes y no gritar, y hacer pecho y no gritar. No saber cambiar. Los dedos mutilados de señalar y ni rastro de la sustancia de aquella ira. El espacio de los latidos. La distancia ladra dèbil. La punzada es tan grande que detiene en seco cualquier intenciòn de movimiento, cualquier intenciòn de latir. Un segundo despuès comenzar a vivir, desangrarse en otro charco, un modo distinto de traiciòn lejos de ser cobarde, la navaja y el misterio del universo partidos y comenzar a hablar por el corazòn durante la oscuridad que se lleva el dìa y ondear apretado contra ella. Competir por la palidez y la desnudez, llover, decir, pedir, por un momento infinitivos, por un momento la desembocadura en un pañuelo de lino blanco y lo que vendrìa luego ninguna parte, frio, alma, cerrar la boca para evitar la fuga de sentimientos indestructibles...

Tal vez sean los cegadores ojos de la muerte los que ahora me iluminan e impulsan a escribir, no lo sé.

Íbamos hacia Burgos, C. conducía y en ese punto la carretera flanqueaba una casa de campo hacia la que se dirigían jóvenes campesinos. Cuando decidimos hacer una parada al borde del camino de tierra que llevaba hasta la casa, se nos acercó un hombre de cara marcada. Su mirada lúgubre y sus arrugadas ropas no consiguieron inquietarnos aunque una parte de nosotros se puso en guardia. "Estoy tan solo" pensé que pensaba. En seguida nos cantó las excelencias de nuestro coche y quiso hacerle unas fotos. Le dejamos hacer, pero cuando insistió en que quería tomar unas fotos del coche con nosotros dentro le dijimos que no, que de ninguna manera, movidos por una desconfianza natural que el hombrecillo despertaba en nosotros. Lo que sí hicimos fue entrar en el coche y alejarnos de él para recorrer un tramo del camino de tierra. Por el retrovisor pudimos ver como tomaba nuestra dirección y como al cruzarse con una joven campesina la interpelaba y ella, inmediatamente, y movida como por un resorte comenzaba a golpear la tierra y los matorrales que cubrían toda la zona con una pala con la que cargaba. La chica, alta, delgada, vestida como alguien de campo y del año dos mil uno, tardó menos de un minuto de reloj en estar completamente fuera de sí. Golpeaba el suelo con una violencia histérica aquí y allá ante la inmovilidad y el silencio del tipo. En seguida, un grupo de cuatro jóvenes formado por tres chicos y una chica no dudaron en coger por brazos y piernas al ahora pataleante hombre y llevárselo en volandas hacia la casa de campo donde se celebraba lo que parecía una fiesta o reunión. Habían muchas mesas dispuestas con carne a la brasa y patatas y platos con embutidos cortados. Familias enteras, niños, perros. Unos conversaban y comían de pie mientras otros servían la carne en grandes fuentes. El grupo de cinco llevó al ya resignado hombre hasta un pequeño muro a escasos metros del grupo tras el cual lo dejaron caer a peso y acto seguido lo golpearon a una velocidad frenética. Palos, palas y rastrillos se sucedían con una violencia propia del que quiere exterminar al otro. Ante nuestra silenciosa parálisis hecha de horror siguieron golpeando y golpeando con creciente velocidad y fiereza ese cuerpo que no alcanzábamos a ver pues nos lo impedía el escueto muro de ladrillos pintados de blanco. A los pocos minutos dejaron de golpear y volvieron a tomar el cuerpo por tobillos y muñecas manteniéndolo en el aire y esta vez jugando con él. El tipo parecía inconsciente, su ropa estaba hecha jirones y dejaba gran parte de su cuerpo al desnudo. Casi toda su piel había adquirido un color escarlata pellizco. La cabeza colgaba inerte entre sus hombros y ellos reían y le retorcían muñecas y tobillos haciendo girar el cuerpo sobre sus extremidades. Lo balanceaban en el aire, lo estiraban y encogían sin tener en cuenta las limitaciones naturales de las articulaciones. Superando mi espanto di unos pasos y grité: " ¡ ya basta! ". Las caras del grupo de cinco mantuvieron su expresión jovial y dos de ellos se apresuraron a responderme al unísono: " ¡ pero si ya está muerto! " Las familias habían estado observando, como nosotros, pero nadie salvo yo había levantado la voz. Parecían consternados por lo que estaban presenciando pero no escandalizados. Algunos hablaban entre sí en voz baja. No me atrevo a asegurar que parecieran acostumbrados a ese tipo de espectáculo, pero la idea cruza mi cabeza los malos días en los que lo recuerdo. No parecían reaccionar y temiendo que se volvieran en contra de nosotros volví a mi posición inicial al lado de C. . Íbamos hacia Burgos y habíamos parado en ese trozo de campo a descansar las piernas para acabar presenciando un brutal asesinato a cargo de cinco jóvenes frente a un grupo de familias al completo en plena comida campestre. Sin hablar con nadie de los presentes, nos alejamos poco a poco del grupo simulando una indiferencia que no era más que nuestro desesperado intento por ocultar el asco y el profundo miedo que sentíamos hacia aquellas gentes, niños y perros incluidos. Todo estaba teñido de horror. La hoja de un cuchillo abriéndonos la carne como un libro. La mayoría parecían turbados pero sus caras mostraban una callada indiferencia que despertaba en nosotros un pánico mayor al de la violencia de los jóvenes. Sin prisa, abrimos las puertas del coche y nos alejamos de la casa por el camino de tierra hasta la carretera. Condujimos más de una hora sin decir palabra ni mirarnos, sólo conducir, hasta que, instintivamente, paramos en el parking de una estación de servicio y lloramos.

sábado, 6 de marzo de 2010

Autobombo participa en evento de poesía latinoamericana

Cartel by Lelishop

Sigue la contribución de un miembro del Colectivo a este acontecimiento que tuvo lugar ayer en un reputado local de poesía en el East Village neoyorquino. Tomando un poema jitanjáforico (¿jitanjafórico?), publicado en uno de nuestras antologías (ver "La partida", AB 3, 2009), se leyeron la versión original en español y una traducción al inglés (en la que participó el Ogro) en lo que se convirtió en un nuevo género de performance autobombástica, el combate entre poeta y traductor.

Oda a Jetope, el peón/ Ode to Jetope, the pawn

Jetope, jitanjáfora del arroz, presidio del olvido,

Jetope, jitanjáfora of rice, stockade of oblivion,

casa de hierro de la tradición y el perro verde,

Iron dweling of tradition and the green dog,

general demediado de porte zafio y atroz desmayo rojo:

cloven captain of uncouth carriage and dreadful red seizure:

rifirrafe de comino y esfera que atenaza la luz

y medita el menú,

squabble of cumin and the sphere handcuffing the light

and cogitating the menu:

ristra insomne de jofainas y pazgüeños.

insomniac string of washbowls and dorkeins.

¡Gritad la hora y el carmesí esmero!

Yell the time and the crimson heedfulness!

Moved las caderas en allegro justo y salvad las naves.

Swing your hips in precise allegro and save your bridges.



Jetope, salvador, destornillado y convulso jeroglífico justo.

Jetope, savior, unscrewed and convulted and exact hierogliphic.

Penad y calzad botas de rey

para que las trenzas se desmadejen y,

Mourn and slid in the king's boots

so the braids wore out and,

libres, dolidas, jirafas del ayer,

freed, bruised, yesterday's giraffes,

combatid con las huestes venecianas contra el caliente desamor.

fight the Venetian host against the sultry nonchalance.

Gira, rueca, sobre tu jeque de ratios finiseculares.

Revolve, oh distaff, on your sheikxis of fin-de-siècle ratius.

Gafe trismegisto bacular, zenotafio de gotas

Crooky jinx Trismegistus, senotaph of drops

como gotas

like drops

como gotas

like drops

gotas

drops

gotas

drops

de

of

cuero,

leather,

¡gime jinetera constantinopolitana

groan Constantinoplean fille de joie

por un médico que abra la ventana y

sane al sol!

for a doctor who could unlatch the window

and heal the sun!

viernes, 5 de marzo de 2010

CRÓNICAS NEOYORQUINAS


Sí. Ya tienen mi foto esos mamarrachos. Y todas mis huellas digitales. E incluso una imagen estroboscópica (esto no sé qué es, pero suena bien) de la córnea de mi ojo derecho. Al menos eso es lo que yo creía. En mis fantasías orwellianas había imaginado que tomaban una fotografía de mi ojo, pero en realidad no era más que una fotografía de frente rutinaria. La cola no fue muy larga, no llegamos a esperar veinte minutos. Y ni tan siquiera registraron mi bolsa, así que los dos kilos de coca que llevaba en el doble fondo de la mochila para que Leli los repartiera por todo Brooklin estaban a salvo. Como también lo estaba mi culo, por el cual no hubo de pasar mano enguantada alguna. Nada más salir nos encontramos con el comité de bienvenida del Colectivo, que había preparado una susodicha por todo lo alto: banderolas rojigualdas, bombos y bombines, fanfarrias, panderetas, navajas albaceteñas, morcillas de Burgos, capotes con sus estoques y mundos por monteras, todos allí reunidos para dar un caluroso comienzo a nuestro viaje. Como conmemoración hicimos una foto distinta. Sí, una foto en la que bromeábamos con ser nuestro propio comité de bienvenida, nada más autobombástico. Tras una cruzada casi interminable a través de trenes y subterráneos atravesamos unos pasillos de nieve perfectamente delineados y nos refugiamos en la casa de Leli Vorratxes. Abrimos el whisky e hicimos honor al nombre de nuestra anfitriona. Tras esto fuimos a comer las primeras hamburguesas de la ruta planeada. Muy sabrosas, aunque si he de decir la verdad, demasiado naturales y biológicas para mi gusto, parecía que las hubieran hecho en aceite de oliva. Sentíamos como que nos faltaba grasa, así que decidimos repetir lo pedido. Tras esto marchamos a casa y dormimos hasta el día siguiente. A las 7 de la mañana ya estaba en pie buscando los huevos fritos y el beicon. No daba con ellos. Maldita sea, tendría que conformarme con las patatas fritas que sobraron del día anterior.
Una vez todos despiertos nos encaminamos hacia el Guggenheim. Se había levantado una tormenta asquerosa, el agua te abofeteaba la cara sin piedad y hacía un frío húmedo que no tenía nada que envidiar a los 15º bajo cero que habíamos vivido en la sede de Berlín. Por suerte no tuvimos que nadar mucho desde el metro hasta el museo. Leli llevaba una cazadora de goretex que se convertía en una barca inflable cuando la abotonabas, así que usé los bastoncillos de los oídos que siempre llevo en mi bolsa de viaje a modo de remos para propulsarnos y nos dirigimos hacia la milla de los museos. Al entrar en la rotonda nos encontramos con una pareja de enamorados que se besaba locamente en medio del vestíbulo. Nos quedamos un poco anonadados, pues aquello no es la costumbre local, y además ambos estaban de muy buen ver. Al cabo de un tiempo observándolos nos dimos cuenta de que formaban parte de una instalación. Ah, el arte moderno, siempre sorprendiéndote. Subimos la espiral que lleva hasta las salas de exposiciones y nos encontramos con un grupo de niños y niñas entre los que había una de apenas nueve años y pechos incipientes (los pederastas pueden chupar mi pija de ogro de nueve años, perdón si soy soez) que nos acorraló para preguntarnos si queríamos seguirla a no sé dónde. Al principio no entendimos la pregunta, pero luego, dándonos cuenta de que se trataba de una nueva sorpresa del arte contemporáneo, decidimos marchar con ella. El miedo que sentimos al percatarnos de que aquella niña de pechos incipientes hablaba como una mujer madura, de noventa, tal vez ciento veinticinco años, fue algo terrible, indescriptible. La niña preguntó qué era para nosotros el progreso. Nos quedamos mirando y, tras un largo rato de deliberaciones tácitas, me arriesgué y pronuncié mi veredicto: "Going in advance", dije, sin saber muy bien de qué se trataba eso exactamente. La chica dudó un poco pero no perdió los papeles en ningún momento, y me hizo recapacitar sobre aquello que había dicho. Yo no podía dejar de pensar en que eso que ella repetía de "going in advance" no tiene ningún sentido en inglés, porque en realidad significaría algo así como "anticiparse" y yo tan solo quería referirme a un movimiento de avance continuo (o discontinuo, ¿no?). Cuando iba a intentar explicárselo se esfumó para traspasarnos a otra chica, esta de trece o catorce años y con los pechos ya más desarrollados, a la cual informó de todo lo que habíamos hablado. Continuó un poco con la charla mientras seguíamos caminando y ascendíamos por la espiral del edificio del viejo Lloyd Wright. Tras esto nos preguntó qué pensábamos nosotros de los americanos. Silencio absoluto y sepulcral. Nadie sabía qué decir. En nuestras cabezas, en la mía al menos, solo había insultos, y me parecía de mal gusto proferirlos frente a una chica tan mona y tan simpática. "Podéis decir lo que pensáis sin problemas", dijo la chica. "Ah, vale", respondí yo aliviado. Entonces me vino a la cabeza aquello que decía Arturo Pérez Reverte de los soldados americanos y del americano medio en general, que son unos cobardes ignorantes y que cuando ven la realidad se cagan de miedo y llaman a su mamá, que son intolerantes, que no intentan comprender, que no son capaces de integrarse en ningún sitio, que todo lo quieren adecuar a su propio interés y por eso no salen de sus fronteras, que son arrogantes, y que la arrogancia mezclada con la ignorancia resulta muy peligrosa. En vez de esto le dije que creía que los americanos pensaban demasiado en ellos mismos. Debatimos un minuto en torno a ello, en torno a lo que conocían los americanos del mundo exterior a sus fronteras, hasta que nos dejó con un chico de unos veintitantos años, esta vez sin pechos, que nos habló de Blaise Pascal , e intentó convencernos de que éste tenía un cinturón de pinchos con el que se castigaba cada vez que sentía placer. Al parecer los rigores morales del erudito jansenista llegaban hasta límites sádicos, pero no alcanzábamos a comprender qué sentido tenía aquella alocución con el resto: progreso, americanos y demás. Nos dejó un minuto en suspense hasta que continuó con: "¿Y no os parece que eso es lo mismo que hacemos ahora nosotros cuando vamos al gimnasio y machacamos nuestros cuerpos?". Después de mucho aturdimiento y patidifusión llegué a la conclusión, seguramente equivocada, de que intentaba decirnos que nosotros, mundo civilizado de occidente, o americanos en general, no teníamos por qué sentir ninguna culpa de vivir bien y en progreso, que no debíamos sentirnos mal por más que hubiera otros que no lo pasaran tan bien. ¿Acaso es eso culpa nuestra? No pude comunicárselo, sin embargo. Para cuando quise hacerlo ya habíamos ascendido más en la espiral y estábamos en manos de un señor con bigote de unos cincuenta largos (sí, sus pechos estaban algo desarrollados, lo justo). Este nos convenció de que la gente, la juventud de América, supuse, está ahora más convencida que antes (en la época hippy imagino) de que el progreso es algo positivo, algo bueno para todos en un sentido amplio. La Enana le dijo que no entendía que hubiera que preguntarse tanto por el progreso, yo le dije que no entendía por qué había que ponerlo todo en términos de bueno y malo. Lo veía más bien como ¿inevitable?. Pero al tipo no le gustaron estas cuestiones, que consideró impertinentes, así que se dedicó a lanzar su discurso y a hablar sobre política (permiso mediante) con Leli. La pobre tuvo que aguantar su perorata, sus lecciones sobre historia de España y sus planteamientos sobre la invulnerabilidad de la Constitución hasta que el tipo miró su reloj y se despidió cortésmente con una clara decepción en la mirada. Llegamos al final de la espiral: una sala en la que había varias obras impresionistas, otra sala con obras vanguardistas, y el vacío más absoluto que se puede encontrar en un museo de arte moderno. Los pocos cuadros de Monet, de Picasso, de Braque, las esculturas de Brancusi, jamás tuvieron menos sentido. Leli nos abandonó para ir a la universidad. La Enana y yo bajamos por aquella espiral como un caracol encerrado en sí mismo incapaz de encontrar la salida, mallarmianos en busca del maestro, totalmente abandonados, bibelots abolidos por una inanidad sonora de la que ya no pudimos salir en todo el viaje. Al mirar por la barandilla vimos los pequeños cadáveres de los enamorados manchando la esterilidad del suelo del vestíbulo.





Dejamos aquella espiral cerrada y marchamos a casa, mojados y compungidos. Pasamos por el supermercado y compramos avíos para hacer un estofado. Había que llenarse de alguna forma. Con el estofado ya al fuego nos quedamos leyendo en la acogedora habitación de Leli, esperando que regresara para sacarnos del paroxismo, y viendo como la nieve caía en plomizos copos espesos y llenos de agua que nos hicieron desear que volviera a aparecer la lluvia.

jueves, 4 de marzo de 2010

Y aún otro parecido más

Parece que para captar mejor este parecido, deberían circular ciertas fotos de ciertas miembras en cierto carnaval...

...ya llego la foto!!!

lunes, 1 de marzo de 2010

Dar patadas para no desaparecer

Acabo de llegar a casa, pasada la medianoche, y sigo en estado de shock.

Hoy estuve en Aranjuez, viendo el espectáculo del Colectivo 96º titulado como este post.

Ya me perdonarán mis amigos del alma Àlex Brull y Vice Miralles, Banquo y Malcolm respectivamente en el Macbeth que vi ayer en Alcorcón (sí, miembros y miembras, últimamente me dedico al turismo cultural autonómico).

Ya me perdonarán Tom Stoppard, Àlex Rigola y toda su troupe de buenos actores a quienes el jueves vi estrenar Rock'n'Roll en el Matadero.

Pero Dar patadas para no desaparecer es otra cosa. Es la cosa. Es el motivo por el que un día yo quise hacer teatro. Y sólo muy de tanto en tanto espectáculos como éste consiguen hacer que no lo olvide.

Así que Rotura: déjate de Angélicas y vete a ver lo que es bueno. Por cierto, entre el público de Aranjuez estaba una de las actrices de Perro muerto en tintorería. Supongo que habría ido allí para tomar nota.

Y para no ponerme trascendental, aquí van un par de fotos de Argentina que espero os saquen alguna sonrisa.

Pero no os equivoquéis: yo aquí he venido a hablar del Colectivo 96º y de Dar patadas para no desaparecer.







Marta Polbín.

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