domingo, 24 de abril de 2011

WG, Episodio 20, por El Ogro del Sí


Ver Episodio 19


Tenía que encontrar algún sitio donde pasar la noche. Eso era lo único que me importaba y no las conversaciones y negocios con el doctor, ni las divagaciones de una fulana ruso-rumana dispuesta a comprometerme por todas las medias. Por otra parte, la proposición del doctor podría arreglar todos mis problemas monetarios y agilizar mi vida en Berlín. Tal vez pudiera llegar a obtener un piso con un régimen como dios manda y dejarme de tonterías. Por primera vez se me presentaba la oportunidad de prosperar en la vida. ¿Debía traicionar a Hans-Georg y venderla a las perversiones del doctor? ¿Quién sabe? A lo mejor estaría dispuesta a hacerlo. Tampoco perdía nada con probar. Después de todo estábamos en paz. Ella había salvado mi vida, yo había salvado la suya. Todo esto era cierto, pero bajo la máscara erudita y malhumorada de Hans-Georg me parecía haber encontrado un amigo, el primero desde que llegara a la ciudad, el primero en muchos años a decir verdad, el primero en toda mi vida, si había de ser sincero. ¿Debía arriesgar eso por salir de la miseria? Bueno, estaba claro que sí debía hacerlo. El doctor Hoffmann, incluso la enfermera Valeria, podrían ser a partir de ahora mis amigos. Por no hablar de Billy. Me caía bien el tipo: correcto, educado, bien vestido, solo hablaba cuando se le interpelaba… Un hombre cabal. De modo que entré en la coctelería de nuevo, de mala gana sí, pero ya dispuesto a traicionar a mi único amigo, o por lo menos a contarle la idea y tal vez salir de la miseria de una vez por todas.

Hans-Georg seguía tumbada sobre la barra tal y como la había dejado, bocabajo, completamente espatarrada.

—¡Ahhh! ¡Gówno! ¡Qué asco! Menudo bromo de mal gusto —dijo Valeria, al percatarse erróneamente de que se trataba de un peluche—. Supongo que el juguetito, será suya, señor Amor. Muy gracioso —añadió con cara de disgusto mientras apartaba a Hans-Georg empujándolo con el codo—. ¿Lo usa para seducir a sus conquistas?

—No —contesté volviendo a colocar a Hans-Georg sobre mi hombro—. Como atracción de feria. ¿No es así, doctor Hoffmann?

El doctor me hizo un gesto con el dedo para que fuera discreto y yo me quedé esperando su respuesta para continuar la farsa que me propusiera.

—Sí. Es un bromista nato, el señor Amor. La he llamado, Valeria, precisamente por eso. Quería celebrar mi nueva amistad con Odiel, que es nuevo en la ciudad, igual que usted. Por eso he pensado que no estaría mal que se conocieran. Me parece que pueden congeniar, y no solo de pan vive el hombre, ¿eh? —dijo dándome un golpecito en el brazo con camaradería.

—Sí —dije sonriendo como un idiota sin entender nada.

Pensaba que la enfermera Valeria se ofendería por aquello de tratarla como a un pedazo de carne que se invita a los postres y sin avisar, pero lejos de ello, pareció sentirse halagada. Se diría que sentía una extraña fijación por mí, algo que no comprendía en absoluto, pues la última mujer con la que había congeniado era mi propia madre y no tanto como para pensar en establecer ningún tipo de juego erótico con ella. Sin embargo, el perfil de Mickey Mouse del cuerpo de Valeria me miraba con impaciencia, invitándome. Llevaba una camisa de lino blanca, con los botones estratégicamente abiertos para que desde mi posición se viera el borde de un sujetador negro con puntillas y una incipiente aureola que presagiaba todos los placeres de un pezón erecto como un timbre al que llamar.

Si lo que el doctor pretendía era desviar la atención, estaba claro que lo había conseguido. Nunca subestimes las capacidades de divertimento de un viejo de casi doscientos años.

—Póngame un Bloody Mary —le soltó la muy picara a Billy—. Picante —explicitó haciendo hincapié en la efe.

Me imaginé a la condesa Bathory de Ecsed. Otra que tenía especial predilección por la sangre, aunque esta era húngara, transilvana para ser más exactos. Seiscientas treinta muertes a sus espaldas. Se me pusieron los pelos de punta solo de pensarlo.

—¿Y de dónde es usted, Valeria? —pregunté para salir de dudas.

—Hungría —dijo—. ¿No se nota? —dijo mirándome fijamente y quedándose en silencio.

Una sonrisa artera se dibujó en sus labios en forma de corazón y la aguantó ahí hasta que estalló en una macabra carcajada de sonoridades góticas.

—Sí, se nota mucho —dije por decir.

—¿Quería que le contara mi historia, no? —preguntó el doctor sin esperar respuesta—. Pues aprovecharé ahora que están los dos. Es larga y puede ser que no tenga tanto tiempo como para contarla muchas veces. ¿Cuántos años me echan?

Ambos nos quedamos callados y mirándonos sin saber qué decir. Ninguno de los dos parecía querer ofender el orgullo del doctor, pero lo cierto es que se le veía vetusto, arcaico, añejo, antediluviano, diría yo. Valeria abrió sus labios en forma de arco de cupido para decir algo, pero no fue ella la que contestó.

—Doscientos años. Ciento noventa y siete en realidad —dijo Hans-Georg con la mayor de las seriedades, saliendo de su letargo y alzando la cabeza con dignidad.

El doctor Hoffmann me miró fijamente, primero con cara de horror y luego de incredulidad. A mí me había dado la risa floja al ver la expresión que se le quedaba a Valeria, de modo que el viejo me siguió el juego y empezó a partirse de la risa él también, al tiempo que me señalaba con el dedo como si fuera el más celebrado de los cómicos. Aprovechó el momento de obnubilación de Valeria para decirme en su lenguaje de signos particular que le metiera la mano por detrás a Hans-Georg. Aparentemente quería que simulara que sabía ventriloquia, pero yo no alcancé más que a meterle un dedo a mi amiga rata por el recto.

—¡Auuuu! —aulló Hans-Georg—. No sabíamos que habíamos llegado a tal intimidad, señor Odiel Amor —dijo mientras yo apretaba los dientes y hacía como que controlaba sus movimientos.

—¿Es la bomba o no es la bomba este tío, Valeria?

—¡Joder! Es tan real que casi me da un patatús. ¿Se gana usted la vida con eso?

—Se la gana metiéndome mano en el culo —dijo Hans-Georg.

Yo mientras tanto intentaba sonreír, una sonrisa desencajada que a punto estaba de hacerme estallar los dientes.

—Es feo el rata ¿eh? Pero aún así es simpática. ¡Qué graciosa!

—¡Tu puta madre sí que es graciosa!

—Pero Hans-Georg, debes comportarte. Estás delante de una señorita. Esa boca, Georg, esa boca —dije rememorando los mejores momentos de José Luis Moreno en «Entre amigos».

—¡Ja, ja, ja, ja! Hans-Georg, pero qué nombre tan ridículo y ordinario. ¡Me encanta!

—¡Puta guarra chupacabras, húngara de los cojones! —profirió Georg saltándole a Valeria en la yugular.

Por suerte conseguí cogerla a tiempo y llevármela al baño, con la excusa de lavarle la boca, para explicarle la situación paso por paso. Me costó bastante arrastrarla hasta allí. Se revolvía en cuanto bajaba la guardia y regresaba a la barra para saldar cuentas con su nueva enemiga. No obstante, al cabo de tres refriegas pude encerrarla en el baño y explicarle nuestras circunstancias.

—¿Quieres ser una estrella mediática sí o no? A mí lo mismo me da. ¿Qué sacaré yo de esto? Seréis tú y el doctor quienes os llevéis la gloria. Yo… problemas, eso es lo único que me dará.

—Bueno, déjame pensarlo. Por el momento seguiremos con lo del ventrílocuo. Es más interesante de lo que pensaba. La forma perfecta de conocer a aquellos que piensan que no existes.

—No me dejes en muy mal lugar —dije abriendo la puerta del baño para volver a la barra.

La condesa de Bathory ya iba por el segundo Bloody Mary, así que casi me vi obligado a pedir otra copa. A pesar de que deseara marchar de allí cuanto antes y arreglar mi situación, el nuevo aire que daba el doctor Hoffmannn a mis perspectivas parecía el atajo más corto para conseguir mis propósitos. Los saludé a ambos con una leve reverencia, como si de mi auditorio se tratara, siempre con la mano instalada en el cuello de Hans-Georg, que aparecía más sumiso y guasón que nunca.


sábado, 23 de abril de 2011

Pequeñas historiasz de un niño llamado Max

El pequeño Max va por primera vez a las Ramblas el día de Sant Jordi. No hay dragones y las rosas huelen a violeta y a jazmín, pero le gusta ver a la gente amontonada encima de los libros, leyendo a fragmentos, intentando adivinar si el libro que están a punto de escoger les va a gustar, si va a llenar ese incómodo espacio vacío de lo que no se sabe. Centenares de piernas le empujan y sólo ve a sus padres a través de pequeños fragmentos de cielo. La gente que busca historias le arrastra y moldea su cuerpo como piedra de río. El pequeño Max, agarrado al principito en pop-up, va dejando un reguero de sangre para que no se pierda el dragón.

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max está en un bar. Las mesas de mármol le dividen el mundo en dos. Se escabulle entre ellas y asoma la cabeza y su mano para beber de los culos de las copas ya bebidas. Cuando le ven, Max dice que sólo quería probar o que quería saber cómo olían. De repente su madre le llama para jugar una partida de mus y el pequeño Max corre antes de salir de debajo de la mesa y cuando sale, el mármol esculpe en su cabeza, y con los ojos abiertos Max ve su degoteo y el rojo de los párpados cerrados frente al Sol.

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max va en bicicleta. Sus padres le ajustan el sillín y le conducen en el mundo, seguro. Max siente su mano y las curvas. Le sorprende la velocidad de la bicicleta y de su madre, acompañándolo a zancadas. De golpe ya no la ve y él rueda sobre ruedas, coge el camino de la derecha que le lleva al bosque. Va aferrado con la barbilla al manillar y cuando se levanta trinfal una rama baja de abedul le tiende en el suelo y el pequeño Max ve las estrellas que se forman entre las hojas por la luz del sol.

viernes, 22 de abril de 2011

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max oye la sirena danzarina del camión de los helados. Max baja desde su habitación y se planta delante del camión antes de que éste haya frenado. ¡Quiero un polo! El heladero, que ha bajado ya el alféizar que le sirve de aparador, le invita a subir por la puerta trasera del camión y rebuscar entre las cajas a la caza de su sabor. El pequeño Max se relame conjugando sabores y texturas en su lengua aún virgen. Espera el sabor de las pipas, de las fresas, del chocolate. Cuando le encuentran, frío y feliz, su boca es una pallasística mancha irisada.

lunes, 18 de abril de 2011

Arquitectura locuaz


A Leli, en su búsqueda de la ruina urbana



No diré el nombre baudelariano,

en cuya errancia de pupila y verbo,

se levanta la ciudad moderna.

Se trata, apenas,

de un Hermenauta cansado

que surca distancias desiertas,

que remonta las viajas trazas

de un bosque de símbolos tachados:

puertas tapiadas, arcos ciegos,

ventanas que dan a muros de ladrillos,

tan barlebyniamente que invitan a no hacerlo.

Pertinaz persistencia de la columna aislada,

atlante superfluo,

que con los pies en la tierra

aguanta el techo de nubes y cielo.


Paseata que acaba siempre aquí:

el callejón sin salida resuelto

en el cristal de un escaparate velado.


Burrot

jueves, 14 de abril de 2011

WG, Episodio 19, por El Ogro del Sí

Ver Episodio 18

—A nada, hombre, a nada. Cálmese. Usted perdone, ya veo que no le gusta nada el tema de la milicia y las armas, pero es que yo soy un apasionado y me cuesta controlarme.

Hans-Georg me miró con cara de asco y se bebió el lingotazo de un tirón. Lo soltó sobre la barra con decisión, eructó y volvió a dormirse como un tronco.

—No me hable de Bismarck.

—De acuerdo, no lo haré. Verá —dije en un susurro confidente, aprovechando que Georg no nos escuchaba—: no se lo he contado antes, porque a mí mismo me resulta difícil aceptarlo, pero ¿sabe qué? Aquí donde me ve serví en el ejército durante dos, tres años completos. Lo de la pasión por las armas me viene de pequeño. Mi propio padre, al igual que mi abuelo, formaban parte del ejército español de tierra.

—Ajá —dijo el doctor mirándome con cara de aburrimiento.

Puede que se me pasen por alto muchas cosas, pero si hay algo que me enseñaron a reconocer en la legión fue a los que son como yo, a los que llevan el ejército en la sangre por más que quieran dedicarse a otras cosas y esconder su vocación. Yo mismo, animado por mi madre, intenté olvidar la milicia dedicándome al estudio de las humanidades y he decidido excluirme de ella. Pero no se puede negar lo que uno es. Por más que quiera ser un intelectual, por más libros que lea, por más filosofía, historia y artes que estudie, llevo el fuego en las venas y lo llevaré siempre. Del mismo modo, el doctor Hoffmann podía fingir despreocupación y aburrimiento cuanto quisiera. Reconozco el fragor de la batalla incluso en los pensamientos ajenos.

—¿Y usted? —pregunté provocadoramente.

—¿Y yo, qué?

—Confiese, ahora que no nos escucha nadie. Su historia oculta —dije dándole un codazo como para demostrar que ya éramos colegas—. Yo sé que ha vivido más de lo que dice.

—No tiene usted ni idea —repuso con cara de asco—. Pero hagamos una cosa. ¿Está muerta otra vez?

—¿Otra vez? ¿Quién?

El doctor Hoffman señaló a Hans-Georg con el dedo y me hizo unas señas extrañas. Hizo dos círculos con el índice, seguidos de un movimiento con el dorso de la mano hacia la barra. Después juntó las manos rápidamente y las extendió como haciendo un paréntesis y volvió a señalar a Hans-Georg. Me señaló a mí y a sí mismo, juntó sus manos con los índices extendidos, los replegó, sacó entonces ambos pulgares y señaló hacia la puerta. Al principio creí que se trataba de lengua de signos. Lo primero que entendí es Hans-Georg es una borracha y deberíamos tirarla a la calle. Después me di cuenta de que quería que saliéramos a discutir algún asunto. Solté a Hans-Georg sobre la barra plácidamente y salí con el doctor a la puerta. Este sacó una pitillera, me ofreció un cigarro que rechacé y se encendió el suyo. Aspiró el humo directamente hacia mi cara.

—Negocios —dijo simple y llanamente.

—¿Qué negocios? —pregunté un poco aturdido.

—Lo que le dije. Le contaré mi pasado si está usted dispuesto a hacer negocios. De hecho, no debería contarle nada. Usted me lo debe todo después de que haya dado vida a ese peluche ingrato suyo. ¿De dónde dice que lo sacó?

—Primero, es usted el que dijo que estaba en deuda conmigo. ¿Ya no se acuerda? Segundo, su pasado no me interesa tanto como para meterme en asuntos turbios. Y tercero, todavía no me ha dicho cuáles son esos negocios.

—Conferencias, debates, actos en grandes teatros, televisión, cine.

—¿Qué?

—¿Qué le parece «El circo de la filosofía»?

—No entiendo nada de lo que dice. No debería tomar tanto etanol, doctor.

—Le dijo el paciente a su médico. ¡No lo entiende! ¡Esa rata es una mina! Tenemos que sacar partido de ella, pasearla, visitar las capitales y los círculos intelectuales. Se quedarán de piedra cuando la oigan hablar. Pero cuando realmente la escuchen… Esa rata sabe de lo que habla, Odiel. Esa rata es más que un animal que habla, que no es poco. ¿No comprende? ¿Es que no ve la singularidad de la situación y la oportunidad como para aprovecharla?

—Pero doctor, Hans-Georg jamás se prestaría a eso. No creo que le vayan ese tipo de juegos.

—Celebridad.

—¿Qué?

—¿Piensa usted que no tiene un lado frívolo, que no es vanidoso como lo somos todos, que no caerá a los pies del reconocimiento mundial y lamerá los zapatos de ministros y agregados culturales cuando le concedan los premios? Nos haremos famosos, Odiel. Hans-Georg, la rata filosofa; Odiel Amor, su descubridor y amigo íntimo; y William Hoffmann, insigne descubridor del sistema nervioso de los peluches. Nos invitarán a todos los congresos. ¡Podríamos abrir un circo propio y forrarnos los abrigos con billetes, Odiel!

Aunque hubiera querido contestarle no habría sabido cómo hacerlo. Como ya ocurriera antes, la conversación etílica del doctor y sus absurdas propuestas me sobrepasaban y me llevaban a mundos paralelos. Ya había empezado a andar hacia la nada, hacia la carretera, cuando noté que el doctor me tomaba por el brazo.

—¿Qué pasa?

—Nada —dijo con seriedad—. He advertido que tiene usted una peligrosa tendencia al pensamiento deambulatorio. Hágame caso. No piense. Diga lo que le pasa por la cabeza o actúe, pero no piense. No quiero que nos dé usted un disgusto.

Tenía razón. Pensar siempre había sido una actividad peligrosa para mí y era prácticamente un milagro que permaneciera con vida a mis treinta años, después de todos los desastres que habían estado a punto de acontecer, pero que por una maravilla u otra jamás llegaban a formalizarse. Que no pensara ya me lo habían dicho muchas veces antes. El primero mi padre. Fue la razón primordial para que quisiera hacer carrera en el ejército. «Allí te enseñarán a obedecer sin necesidad de pensar por ti mismo». Y era cierto. Solo que no fui capaz de permanecer allí todo el tiempo que esperaba para llegar a entrenarme en la doctrina del no pensar. ¿Cómo cojones querían que no pensase? Es algo físicamente imposible. El mismo psiquiatra del ejército me lo dijo bien claro: «la abstracción absoluta es imposible. Le recomiendo los espacios cerrados y vigilados». Sin embargo en aquel momento, impelido por alguna extraña fuerza fui capaz de dominarme y entrar en la nada. No recordaba de qué me había hablado el doctor. Solo podía ver unas piernas. Unas piernas de mujer que avanzaban con paso firme y revelador creando un eco con sus tacones que resonaba en lo más profundo de mi cabeza. Unas piernas envueltas en unas medias negras caladas con extraños y sugerentes bordados de flores, que avanzaban hacia mí, largas como una pista de aterrizaje sin iluminar en plena noche. Venían a por mí. Me asusté un poco al tenerlas delante y tan cerca. Ya no podía ver las piernas, sino simplemente una falda negra y esas largas pistas de aterrizaje en plena noche, a pesar de que no fuera todavía la una del mediodía. Estaban detenidas frente a mí, pero no acertaba a levantar la cabeza para ver el supuesto cuerpo que debía acompañarlas. Acababa de encontrar mi limbo perfecto.

—Creo que estamos de celebración. ¿No es cierta, doctor? —Su aterciopelada voz con cantos del este me hizo despertar de inmediato, pero seguí con la cabeza gacha, pues me di cuenta en seguida de que se trataba de la enfermera de la Clínica Koch. Nunca olvido un acento. Pero esperaba que ella sí olvidara mi cara o qué se yo, mi circunstancia. Algo que se me antojaba poco probable dadas las características de nuestro encuentro—. Oh, pero si es el señor Odiel Amor —dijo tomándome de la barbilla con un dedo y alzándomela para que la mirara—. No esperaba encontrarlo aquí también, pero me alegra mucha. Nos tomaremos algo juntas y la pasaremos el mar de bien.

Era, como decirlo, empalagosa. ¿Por qué demonios tenía que fijarse en mí? Yo no había hecho nada para llamar su atención. Su cara astuta decía que me tenía en un puño. Jamás vi una expresión tan taimada. Tenía el presentimiento de que esa maldita perra del este acabaría arruinándome el día de alguna manera u otra.

—Para ser usted nueva en el trabajo se toma todas las molestias por congeniar con el jefe. Eso me gusta, Valeria. Vamos adentro. La pasaremos el mar de bien —dijo prorrumpiendo en una carcajada.

Entré de mala gana. Estaba ya medio borracho y me empezaba a dar miedo todo lo que sucedía a mi alrededor.

lunes, 11 de abril de 2011

Agamenón: final

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Agamenón parece tener una percepción extraña de lo que significa ser un ser humano. Dice que le encantaría mantenerse erguido, tener más perspectiva. Dice que le encanta la perspectiva, que pagaría por ver la columnata de un claustro o una catedral. Dice que le gustaría vestirse, y ver como el uso va ajando la ropa, como se pierde el color y los tejidos empiezan a tornasolarse. Que le gustaría usar un martillo, perseguir un globo a soplidos, conocer la rabia. Le pregunto por la crueldad. Por el dolor. Por el odio. Me siguen preocupando esos temas. Hablamos a veces de literatura, pero no creo que sea interesante. Parece no seguir ningún patrón en los volúmenes que se come, si bien algunos libros se han mantenido a salvo una vez que sus vecinos han sido devorados. Algunos ejemplos: Piège de Méduse, de Erik Satie; La Guardia Blanca, de Bulgakov; Llengua estàndard i variació lingüística, Gabriel Bibiloni.


Manolita sigue como siempre. Su comportamiento no se ha alterado lo más mínimo. No sé si extraña a Agamenón (como tampoco sé por qué este no la visita: dudo que me atreviera a rescatar el manuscrito durante su ausencia, aunque aún lo pretendo y paso muchas horas arriba). A ella no le gustaron las setas shitake. He probado y sí que ha mordisqueado el libro de Bulgakov.


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Hoy he visto volar a Agamenón.


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Agamenón ha empezado a salir, cada vez por más tiempo. Hoy he entrado en la habitación y me he dirigido al manuscrito. Tan solo existe la primera página: todo el grueso, por debajo, es en realidad el manual de la impresora. Si existiera una multiplicidad de universos, me he dicho ¿habría yo escrito ese manual alguna vez? ¿Lo habría escrito una cabra, una cabra que habla y vuela? Los del desalojo no han vuelto más, mejor así. Creo que voy a ir a comprar setas shitake.

sábado, 9 de abril de 2011

Agamenón: partes 6 y 7

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No oí nada durante la noche, pero por las señales la lucha debía haber sido feroz. El cadáver de Virna estaba caído en las escaleras, seguramente con el cuello roto. Antes de morir, se enzarzaron en una buena pelea, que debió causar los moratones y mordiscos que tenía en la cara y el pecho. Agamenón seguía arriba, podía oír sus pasos irregulares sobre la madera y las baldosas de marés.

Al mediodía llegaron un par de coches seguidos de una patrulla de policía. Se pararon delante de la casa y abrieron la cerca de madera. En un momento dado miraron hacia arriba, hacia la habitación de la torre. Yo no quería que me viesen, que entraran en casa y vieran el cadáver, la cabra, que me echaran. Seguí su mirada, que a su vez seguía lo que adiviné como el progreso de Agamenón por los tejados hasta que con un salto grácil y largo se plantó en suelo, a escasos centímetros de un gran tiesto con geranios. Se dirigió, lento, trazando diagonales, hacia donde estaba el grupo desalojador, que se mantuvo quieto y expectante. Tras unos minutos de incertidumbre (el teléfono de la casa sonó, varias veces; los policías se metieron en el coche y hablaron por radio; alguien se quejó del calor), se subieron a los coches y desaparecieron. Agamenón comía un hierbajo que salía de las piedras que rodeaban el caminito hasta el garaje.

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Quizá sea una forma de aplazamiento, pero nadie me puede acusar por ello. Tanto la cabra como yo hemos dado señales de buena voluntad. Agamenón ahuyentó a los policías, eso era indudable. No sé cómo lo hizo, pero no por ello es menos cierto. Del mismo modo, no lo vi atacando a Virna pero sé que él la mató. Salí ayer en coche, brevemente, hasta el pueblo para comprar, a petición de la cabra, setas shitake. Las preparé como me dijo, con un breve paseo por una sartén con aceite y ajo.

  • Sí, claro, me gusta el papel. Pero del mismo modo que a ti.

Esa respuesta me dejó cavilando un buen rato.

Su propuesta de montar juntos el parqué ha sido una gran idea. No es que me olvidara de la amenaza del desalojo, lo que convierte cualquier gasto extra en una empresa inútil e incluso idiota, sino que parecía que al montar las tablas contra el suelo de piedra (para lo cual las pezuñas y los pequeños cuernos de Agamenón se revelaron realmente útiles) se afianzaba nuestra toma del lugar. El problema es que también Agamenón parece ser, cada día un poco más, el dueño del lugar.

viernes, 8 de abril de 2011

Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max tiene examen de geografía. Ha estudiado aunque se entretuvo jugando. Max llega a classe y ve a todos los niños nerviosos. Es el primer examen de su vida. Se sienta en su silla y las cosas aprendidas y costosamente memorizadas emprenden un baile caótico en el que el pequeño Max banamente intenta poner orden. Cuando le ponen la hoja delante y lee las preguntas, Max se da cuenta de que no sabe nada de nada. De repente no está seguro ni de cuál es la capital de España, mucho menos de dónde está Montevideo. Antes de confesar s ignorancia o de mostrarla colocando nombres al azar, el pequeño Max decide cortar por lo sano y con el papel del examen se corta las venas y abre un gran surco en la piel con la ayuda del lápiz. En su hoja aparecen nuevos continentes rojizos a los que no llega a poner nombre.


Pequeñas historias de un niño llamado Max

El pequeño Max va de excursión a la montaña. Cuando están en la falda, Max mira hacia arriba y piensa que si llega a la cima, de un salto podría sentarse en una nube y dejarse llevar suavemente, surcando el cielo sin esfuerzo, asomándose a ver el paisaje como quien mira debajo de la cama. El pequeño Max empieza a subir por el empinado camino y pronto siente que le pesan las piernas, se le cansa el cuerpo y los gemelos parecen trillizos. Sube un pie tras otro por la pendiente hasta que tropieza y deshace el camino a trompicones y volteretas. Mientras cae, la árborea cúspide se confunde con el cielo y con el sabor a tierra y sangre y con el claquear de piedra y hueso.


jueves, 7 de abril de 2011

Agamenón: partes 4 y 5

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  • Para empezar, quiero que Virna se vaya. No quiero hablar con ella.
  • Pero vosotros sois dos...

  • Manolita no tiene nada que ver con esto. Me parece impropio que la saques siquiera a colación.

  • Manolita tiene mucho que ver con esto. Quiero proponerte un intercambio, si quieres, de rehenes.

  • Esto ha sido idea de Virna.

  • Bueno, lo hemos discutido, sí.

  • ¿Y?

  • La opinión de Virna en todo este asunto no es válida porque, para empezar, ella considera que soy estúpido por tener solo una copia, y de papel, de mi manuscrito.

  • En cualquier caso, no puedes ofrecerme a Manolita. No te pertenece.


Ese era el momento clave. Lo pude sentir. Pude percibir la duda que se cimbraba en esa frase de Agamenón. También el miedo. Y sabía que el miedo era peligroso. Si lo usaba bien, operaría en mi favor, pero si se me escapaba, este episodio podía acabar en tragedia.


  • Agamenón...

  • No me llames así.

  • De acuerdo. Escúchame...

  • No, escúchame tú. Cállate ahora mismo.


Quizá a causa de la rabia, quizá a propósito, un par de bolitas negruzcas salieron de su ano y se depositaron sobre mi manuscrito. No me gustaba nada el cariz que tomaban las cosas. Agamenón no lo vio, o simuló no verlo. Siguió:


  • Mañana, hacia las once y media, vendrán a desalojarte. Ya no sirven más excusas. El banco se ha puesto en movimiento y te van a echar, así que tenemos un problema. Debemos aliarnos; si no, tú te quedarás sin casa pero antes pasarán cosas desagradables. Si accedes, te ayudaré.

  • Y tú, ¿cómo sabes eso?


Como respuesta me dedicó una mirada cabruna que, en contraste a la nitidez con que me llegaban sus palabras, no me dijo absolutamente nada. Esa diferencia me traía loco. ¿Cómo podía ser que un animal tan locuaz fuera, a la vez, tan hermético? Cuando no hablaba, y caminaba como si escalara unos riscos por el alféizar o una silla para alcanzar un libro de los estantes, parecía tan solo una cabra. Pero cuando hablaba, de repente lo veía como un ser inteligente, aterradoramente inteligente. ¿Dónde estaba mi error, en pensar que era un animal cuando no hablaba, o en pensar que era inteligente cuando lo hacía?


5


  • No podemos hacer eso.

  • Es necesaria una demostración de fuerza. Como mucho se comerá algunas páginas en represalia, pero no más. No se arriesgará. Yo puedo mantenerme aquí e informarte por teléfono de su reacción. Lo estará viendo todo por la ventana.

  • Lo único que conseguiremos es, en el mejor de los casos, que nos quedemos con una cabra y un manuscrito mutilados.

  • Tienes que atacar. Tu estudio es un caos absoluto, los libros medio comidos están por todas partes, y es posible incluso que acabe mordiendo el manuscrito sin darse cuenta. Tienes que intervenir.

  • Pero, ¿y si es cierto lo del desalojo?. Si me puede ayudar, podría quedarme aquí, al menos hasta el final del verano, y terminar mi libro.

  • ¿¡Qué libro!? ¡No tienes ningún libro, lo tiene ese cabrón del diablo!


martes, 5 de abril de 2011

Agamenón: 2 y 3


2



-Y en el pacto, ¿incluisteis los excrementos?


-¿A qué te refieres?


-Bueno, si come seguramente defecará, con lo que dejará tu estudio lleno de excrementos. ¿No habéis hablado de eso? Quizá podrías sugerirle que cagara solo en un rincón, o en la terraza.


-La verdad, dada la naturaleza de los excrementos de cabra, ese no me parece un tema preocupante. Pero, lo que dices me hace pensar que crees que he sido débil en la negociación...


-No, no es eso. Simplemente repaso, objetivamente, los términos del pacto, y me parece que si no impones alguna exigencia de tu parte, te sitúas en una posición de inferioridad.


-¿Te parece poco lo que he conseguido, salvando el manuscrito?


-En primer lugar, el manuscrito no está salvado, tan solo tienes la palabra de una cabra de que lo respetará. Pero no se trata de eso, sino de sentar unas bases más fuertes. Al fin y al cabo, es una cabra...


-...que habla, no lo olvides.


-Sin duda, pero una cabra. Lo que quiero decir es que el hecho de que hable no borra miles de años de dominio del hombre sobre la naturaleza. Y eso, tiene que valer algo.


-Sí, para alimentar un agravio acumulado, un ansia de venganza, una crueldad...


-Me parece que estás exagerando. Y además, la cabra no te ha dado motivos para pensar que actúa con alevosía. Quizá todo se trate de un accidente.


3



Mientras Agamenón devoraba, tranquilamente, mi biblioteca, salí al huerto y me dirigí hasta donde estaba Manolita. Tras un momento de duda, la interpelé, pero no conseguí que dijera nada. Pensé que acaso la clave estuviera en la traba, que si se le quitaba hablaría como Agamenón. Pero con eso me arriesgaba a tener dos cabras voraces merodeando mi manuscrito, y además, quizá lo importante había sido que Agamenón se había liberado a sí mismo. De pie como un pasmarote (no pude evitar sentirme estúpido al descubrirme esperando unas palabras de una cabra), giré la cabeza con embarazo y vi a Agamenón que nos observaba desde la ventana. La idea me llegó de repente y me dirigí con pasos lentos hacia la cocina, donde Virna se había quedado fregando los platos.

lunes, 4 de abril de 2011

Agamenón: parte 1

1

En casa tengo dos cabras: ella se llama Manolita y él Agamenón. Entendámonos (y mejor empecemos con buen pie, porque luego se pondrá la cosa más complicada): las cabras no viven dentro de la casa, sino fuera, en el huerto y el trozo de bosque que forma parte de la finca. De nuevo, aclaración, ya que finca suena demasiado terrateniente. La casa es una cabaña que a fuerza de sufrir ampliaciones se ha tornado en una bonita residencia, si bien algo caótica. La cocina es amplia e invita a largas cenas, que empiezan tomando vino y conversando mientras alguien cocina un mero o un cordero y pueden extenderse durante horas mientras la digestión y la charla se escurren con dulzura por los meandros de un anochecer estival. Las puertas y ventanas se abren en estas ocasiones y a la cocina acuden las fragancias del secarral mediterráneo tras un día de lenta y persistente insolación. Allí fuera, entre los márgenes de piedra antiguos, las hierbas olorosas y alguna que otra hortaliza, que crece más por obcecación que por mis cuidados, pasan sus días las cabras. Sobre el trozo de bosque, baste decir que una docena de olivos arrugados sirve de territorio a tres o cuatro tortugas de tierra, pero no a las cabras, excepto cuando yo las acompaño hacia ahí para que repasen el sotobosque.


Pero hoy el macho ha roto la traba que asía sus patas delanteras, y se ha escapado. Agamenón, disfrutando de una libertad largamente aplazada, desperezando sus piernas hechas para el brinco, la ha emprendido a saltos. Al acercarme, se ha puesto a zigzaguear con un estilo y un vigor instintivo. En vista que el ataque directo era baladí, he empezado a arrinconarle muy despacio, sin que la cabra se diera cuenta. En la batalla Agamenón me supera, mas no en la guerra. Heredero de grandes estrategas, mi visión estratégica supera sus tácticas de corto alcance, con lo que en un momento dado he tenido a Agamenón acorralado en una esquina.


Cuando me disponía, cual vaquero, a atrapar a Agamenón con una lazada, la cabra me ha hablado. Con parsimonia, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo, la cabra me ha dicho que en una multiplicidad de universos, el lazo que ahora quedaba colgando a mi anonadado costado volaría y se anudaría a mi cabeza, y sería yo quien se enzarzaría, retorciéndome en espasmos, en una lucha que hincaría cada vez más la cuerda en mi piel y acaso terminara provocándome la asfixia. Me ha preguntado si, en mi opinión, la relatividad abierta por tal apreciación podía alterar mi resolución, aportándole consideraciones metafísicas que antes, desde la perspectiva pobre del universo habitual, no tenía, y ha aprovechado mi estupor para dar un esbelto salto por encima de un pequeño muro y escapar así de la esquina donde lo tenía acorralado.


La siguiente parte de la historia tiene lugar en mi escritorio, de vuelta a la casa. La habitación que se alza en lo alto de la casa, con amplias ventanas a ambos lados, y una decoración austera que la hace ideal para la reclusión, casi franciscana, que requiere mi escritura, es el destino único para alguien que entrara por la puerta y tomara las escaleras. Es el lugar donde me encuentro a Agamenón tras perseguir su sombra saltarina. La cabra ha empezado a comer libros y ha escogido bien: como aperitivo qué mejor que novela rosa, algo ligero y apetitoso. Pero pronto descubro su juego, y me pongo en alerta: una de las pezuñas de Agamenón está sobre mi manuscrito, las galeradas de correcciones que llevo nada menos que seis meses preparando. Así que, sin tiempo para debatir la naturaleza de esa voz que, si bien con un timbre algo contrahecho, he oído muy clara, los actos de la cabra me obligan a creer en la realidad de lo que está pasando. Lo que está en juego, para mí, es muchísimo. La pregunta a la que me enfrento ahora es la siguiente: ¿existe maldad en la cabra, o se trata tan solo de transferencia antropocéntrica por mi parte? Interpretar los actos e intenciones de un animal puede ser relativamente fácil, si bien nunca podamos tener ninguna certeza, pues ningún animal nos ha dicho nunca que tengamos razón. Sin embargo, saber, conocer a un animal que habla, multiplica la dificultad.


Por si acaso, adopto una actitud relajada y hago un esfuerzo monumental para apartar mi mirada del manuscrito. Esbozo una media sonrisa, y mientras me acerco a la ventana de poniente, digo:

- Bien, bien...


sábado, 2 de abril de 2011

A Bordo

Luces embarcadero destellos metàlicos rebotan del cascaròn de cada fàbrica y del cielo mismo sobre ellas. Arañas estibadoras de roca y arena inmòviles a la espera de movimiento. Acecho de tendidos elèctricos arando campos en descanso eterno manchados verdes cubre escorias. La sirga de acero que acciona el tirador de alarma trempada como en secciòn de arteria. Pesados raìles surcando desde el centro de la ciudad hacia el exterior alcanzando un dominò de estaciones y lugares parecidos a minas minerales, minas que nunca existieron pero que aùn asì lo parecen. Lugares. Mientras extenso cielo bìblico extrarradio bajo el cual perfectamente podrìa haberse encontrado mar horizonte situado al norte. Oleaje impuntual. Continùa un relato de transporte y cercanìas de personas que cabecean sobre asientos en marcha, de cabezas que se sujetan entre una mano y una ventana por las que no cesan los estados de vigilia y de sueño, de apegos a los enseres de piel y miradas que establecen ascensores con puntos lejanos.

viernes, 1 de abril de 2011

WG Episodio 18, por El Ogro del Sí

Ver Episodio 17

Ver Episodio 1


—Pero, vamos a ver, Billy. ¿Se llama usted Billy, verdad? —preguntó Hans-Georg con condescendencia—. ¿Usted cómo hace sus cócteles, con una batidora? No, ¿verdad?. Los hace con un mezclador y los agita con las manos. Pues esto es lo mismo. ¿Cómo va a estar la ciencia al servicio del hombre?

—Bueno, yo hablo desde mi experiencia.

—Ay, la experiencia, siempre la experiencia.

—Si un hombre como yo, al que le gusta el cine, le da por escribir y quiere hacer una película, pues ahí están las cámaras, las grúas, los focos, los vehículos motorizados. Si la ciencia no investiga, eso no existiría y tampoco existiría el cine.

—Ah, la ciencia no, Billy. El hombre. Si el cine no existiera lo inventaríamos, simplemente porque nos es necesario, como la costumbre de contar historias. Es el hombre el que se preocupa, no la ciencia. La ciencia no se preocupa por la comodidad. No le importa que seas inválido y no puedas subir unas escaleras. La ciencia solo se preocupa por sí misma. ¿Qué es lo que quiere la ciencia? Desarrollarse. Más desarrollo técnico, más progreso. ¿Para qué? Para tener más poder. La ciencia no te ayuda. Te esclaviza. Ahora dígame, si usted empezara a hacer sus cócteles con una batidora, cosa que no queremos que suceda nunca. ¿Qué haría si se le rompe el aparato?

—Ir a un técnico.

—Ajá. Tiene que depender de un técnico para que arregle el aparato porque no sabe repararlo.

—Hombre, si se me rompe la coctelera también tengo que comprar otra.

—Pero no va a un técnico.

—No, porque no se puede arreglar. Una vez que una coctelera se abolla, adiós secreto —contestó Billy con toda la simpleza de un hombre de mundo sencillo.

—¿Y si le duele algo qué hace? Va al médico, ¿no?

—Sí, al doctor Hoffmann.

El doctor pareció desperezarse al oír su nombre. Murmuró algo, se pasó la lengua por las comisuras de los labios y terminó con un mohín un tanto desagradable. Hecho esto tomó su copa y la apuró hasta el final. Me quedé mirándolo para ver sus reacciones, pero no parecía verme. Toda esa discusión me sobrepasaba. No era ciertamente mi disciplina, si es que tal cosa existe y tampoco es que me interesara mucho, sobre todo porque no alcanzaba a comprender a dónde quería llegar Hans-Georg con todo eso. El doctor empezó a mirarlo con suspicacia.

—¿En serio? Pensé que solo era investigador. Y usted confía en él —siguió sin darle importancia al hecho. Cuando vio que Billy asentía, continuó—. Porque tiene experiencia en el trato con humanos, además de con ratas de laboratorio y alguna que otra de alcantarilla, supongo. ¿Y cómo cree usted que hace el doctor Hoffmann sus diagnósticos?

—Pues no sé. Tendrá sus métodos. Él ha estudiado y sabe cómo hacerlo.

—Exacto. Ha estudiado. Ha estudiado una serie de verdades que se pueden comprobar científicamente. Si a usted le duele la cabeza, tiene mareos, fiebre, tos y malestar general, el doctor le dice que tiene una gripe. Eso son datos que la experiencia recoge. Prácticamente infalibles. Siempre que se presenta alguien con esos síntomas suele tener esa enfermedad. ¿No es eso cierto, doctor Hoffmann? —preguntó Hans-Georg al percatarse de que había vuelto en sí. El doctor Hoffmann asintió y le dirigió una mirada de pocos amigos—. ¿Y qué hace cuándo alguien viene con unos síntomas desconocidos totalmente?

—Se le hacen análisis de sangre y orina, para empezar.

—¿Y si los índices son los correctos?

—Se plantea hacer otro tipo de pruebas dependiendo de los órganos afectados: tacs, endoscopias, biopsia, linfografías, mielografías, tomografías, resonancias… depende.

—¿Y si tras hacer todo eso no se encuentra nada anómalo?

—Se deja al paciente en monitorización si es grave y se espera al desarrollo de los acontecimientos.

—A la fatalidad —concluyó Hans-Georg.

—Lamentablemente no se puede hacer otra cosa. Se necesitan refutaciones para poder operar según nuestros métodos. A veces es necesario pasar por muchas muertes para poder salvar la primera vida. Es duro, pero no existe otro camino.

—¿No existe o no lo conoce?

—¿No es lo mismo?

—Pudiera ser —concedió Hans-Georg—. Pero eso no significa que tengan que negarse otras posibilidades. Por ejemplo: si alguien sin la calificación otorgada por la universidad y los centros médicos, alguien proveniente de otro país, tal vez, viniera y le dijera que en su país se ha encontrado con cientos de casos como ese y que la solución es una sencilla hierba silvestre que por desgracia solo se encuentra en su lugar de origen. ¿Lo creería?

—Bueno, sí. ¿Por qué no? Eso no tiene importancia. Siempre es preciso recoger datos que puedan ayudarnos en la investigación, provengan de donde provengan.

—Y si la tuviera en sus manos y se la ofreciera para la curación del enfermo, ¿se la suministraría?

—Me temo que el código deontológico del colegio médico es estrictamente explícito a ese respecto, así como el juramento hipocrático. Sin analizar esa sustancia no podría saber sus componentes, de modo que no sabría exactamente qué tipo de activos estaría suministrando. La respuesta es no.

—¿Y si sabe que su muerte es inminente, que no hay otro remedio, que el paciente moriría de todas formas, como ya lo han hecho los otros casos con los que usted se ha encontrado antes de dar con la cura?

—Me vería imposibilitado de hacerlo éticamente, amigo. No se puede recomendar algo que no se conoce. No es ético.

—Pero es ético dejarle morir. A pesar de que hay un hombre cuya experiencia dice todo lo contrario y que podría salvarle la vida.

—¿Pero de qué experiencia me habla? ¿Acaso se puede contrastar esa experiencia? ¿Quién me dice que puedo confiar en ese hombre? No tengo ningunas garantías respecto a sus conocimientos…

—¿Y respecto a los suyos? ¿Tiene todas las garantías?

—No, tampoco. Un médico se encuentra ante la dicotomía muchas veces en su carrera. La elección es complicada, pero… Bah —dijo haciendo un gesto con la mano—. ¿De verdad estoy discutiendo esto con una rata? Amigo Odiel, esto es mucho mejor de lo que esperaba. Muy divertido, ya verá. Lo vamos a pasar muy bien cuando…

—¿Qué le pasa, doctor Hoffmann? ¿No es capaz de seguir un diálogo? -lo interrumpió Hans-Georg- ¿No tiene argumentos para rebatirme? Inténtelo, hombre. Los míos son más que flojos. ¿No me dirá que el insigne Hoffmann, abanderado de Prusia, el que ganó África para el imperio, no es capaz de librar una batalla dialéctica con una rata? —El doctor estaba rojo de la ira. Temía que intentara darle un mamporro a Hans y fuera yo quien acabara recibiendo una hostia sagrada de las que no caben en el copón—. Por cierto, ¿qué era eso de que ganó África para el imperio? ¿No ha exagerado un poco?

—Por edad obviamente no. Pero usted habría sido un digno soldado prusiano —dije para animarlo y desviar la conversación, temiendo que esta acabaría estampada contra mi mentón—. ¿Conoce usted los orígenes del ejército prusiano? Personalmente me considero un admirador de Federico Guillermo I y de las llamadas virtudes prusianas, aunque debo admitir que en esto tuvieron más efecto su hijo Federico II y el mismo Bismarck. Cómo me habría gustado vivir aquella época. ¿A usted no? Entonces existían los principios. Había fortaleza, sobriedad, sacrificio, pragmatismo, puntualidad, modestia, diligencia, sí, diligencia. Eso es lo que más me gusta del personaje de Bismarck. Su diligencia, su pragmatismo. Bismarck…

Al parecer mi intento de calmar los ánimos no tuvo el efecto deseado, sino más bien todo el contrario. Era imposible acertar con esas dos criaturas tan complicadas de por medio.

—¿Qué dice de Bismarck? ¿A qué viene tanto Bismarck ahora? —preguntó encolerizado el doctor con los ojos inyectados en sangre—. Bismarck por aquí, Bismarck por allá. ¡Un canalla eso es lo que era Bismarck! —gritó dando un mazazo en la mesa que hizo temblar las cubiteras—. ¡Ponme otro! —ordenó a Billy al tiempo que sacaba su petaca.

—¡Y a mí! —se agregó Hans-Georg aprovechando la coyuntura.

Se le veía una sonrisa de plena satisfacción, como si hubiera encontrado el elixir de la vida y viviera un momento envidiable. Yo por mi parte estaba de los nervios. No podía entender los cambios de humor del doctor, pero al fin y al cabo ya me había demostrado que no era más que un majadero con ínfulas que se creía el descubridor de la penicilina. Cada vez me sentía más incómodo en su presencia, pero por otro lado había algo que podía oler aparte del etileno y eso era sus ganas de ocultar su pasado. Yo sabía que teníamos algo en común y aunque todavía no hubiera llegado a descubrirlo estaba dispuesto a dejarme llevar para hacerlo. Al menos hasta la siguiente copa.

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