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lunes, 11 de abril de 2011

Agamenón: final

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Agamenón parece tener una percepción extraña de lo que significa ser un ser humano. Dice que le encantaría mantenerse erguido, tener más perspectiva. Dice que le encanta la perspectiva, que pagaría por ver la columnata de un claustro o una catedral. Dice que le gustaría vestirse, y ver como el uso va ajando la ropa, como se pierde el color y los tejidos empiezan a tornasolarse. Que le gustaría usar un martillo, perseguir un globo a soplidos, conocer la rabia. Le pregunto por la crueldad. Por el dolor. Por el odio. Me siguen preocupando esos temas. Hablamos a veces de literatura, pero no creo que sea interesante. Parece no seguir ningún patrón en los volúmenes que se come, si bien algunos libros se han mantenido a salvo una vez que sus vecinos han sido devorados. Algunos ejemplos: Piège de Méduse, de Erik Satie; La Guardia Blanca, de Bulgakov; Llengua estàndard i variació lingüística, Gabriel Bibiloni.


Manolita sigue como siempre. Su comportamiento no se ha alterado lo más mínimo. No sé si extraña a Agamenón (como tampoco sé por qué este no la visita: dudo que me atreviera a rescatar el manuscrito durante su ausencia, aunque aún lo pretendo y paso muchas horas arriba). A ella no le gustaron las setas shitake. He probado y sí que ha mordisqueado el libro de Bulgakov.


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Hoy he visto volar a Agamenón.


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Agamenón ha empezado a salir, cada vez por más tiempo. Hoy he entrado en la habitación y me he dirigido al manuscrito. Tan solo existe la primera página: todo el grueso, por debajo, es en realidad el manual de la impresora. Si existiera una multiplicidad de universos, me he dicho ¿habría yo escrito ese manual alguna vez? ¿Lo habría escrito una cabra, una cabra que habla y vuela? Los del desalojo no han vuelto más, mejor así. Creo que voy a ir a comprar setas shitake.

sábado, 9 de abril de 2011

Agamenón: partes 6 y 7

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No oí nada durante la noche, pero por las señales la lucha debía haber sido feroz. El cadáver de Virna estaba caído en las escaleras, seguramente con el cuello roto. Antes de morir, se enzarzaron en una buena pelea, que debió causar los moratones y mordiscos que tenía en la cara y el pecho. Agamenón seguía arriba, podía oír sus pasos irregulares sobre la madera y las baldosas de marés.

Al mediodía llegaron un par de coches seguidos de una patrulla de policía. Se pararon delante de la casa y abrieron la cerca de madera. En un momento dado miraron hacia arriba, hacia la habitación de la torre. Yo no quería que me viesen, que entraran en casa y vieran el cadáver, la cabra, que me echaran. Seguí su mirada, que a su vez seguía lo que adiviné como el progreso de Agamenón por los tejados hasta que con un salto grácil y largo se plantó en suelo, a escasos centímetros de un gran tiesto con geranios. Se dirigió, lento, trazando diagonales, hacia donde estaba el grupo desalojador, que se mantuvo quieto y expectante. Tras unos minutos de incertidumbre (el teléfono de la casa sonó, varias veces; los policías se metieron en el coche y hablaron por radio; alguien se quejó del calor), se subieron a los coches y desaparecieron. Agamenón comía un hierbajo que salía de las piedras que rodeaban el caminito hasta el garaje.

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Quizá sea una forma de aplazamiento, pero nadie me puede acusar por ello. Tanto la cabra como yo hemos dado señales de buena voluntad. Agamenón ahuyentó a los policías, eso era indudable. No sé cómo lo hizo, pero no por ello es menos cierto. Del mismo modo, no lo vi atacando a Virna pero sé que él la mató. Salí ayer en coche, brevemente, hasta el pueblo para comprar, a petición de la cabra, setas shitake. Las preparé como me dijo, con un breve paseo por una sartén con aceite y ajo.

  • Sí, claro, me gusta el papel. Pero del mismo modo que a ti.

Esa respuesta me dejó cavilando un buen rato.

Su propuesta de montar juntos el parqué ha sido una gran idea. No es que me olvidara de la amenaza del desalojo, lo que convierte cualquier gasto extra en una empresa inútil e incluso idiota, sino que parecía que al montar las tablas contra el suelo de piedra (para lo cual las pezuñas y los pequeños cuernos de Agamenón se revelaron realmente útiles) se afianzaba nuestra toma del lugar. El problema es que también Agamenón parece ser, cada día un poco más, el dueño del lugar.

lunes, 4 de abril de 2011

Agamenón: parte 1

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En casa tengo dos cabras: ella se llama Manolita y él Agamenón. Entendámonos (y mejor empecemos con buen pie, porque luego se pondrá la cosa más complicada): las cabras no viven dentro de la casa, sino fuera, en el huerto y el trozo de bosque que forma parte de la finca. De nuevo, aclaración, ya que finca suena demasiado terrateniente. La casa es una cabaña que a fuerza de sufrir ampliaciones se ha tornado en una bonita residencia, si bien algo caótica. La cocina es amplia e invita a largas cenas, que empiezan tomando vino y conversando mientras alguien cocina un mero o un cordero y pueden extenderse durante horas mientras la digestión y la charla se escurren con dulzura por los meandros de un anochecer estival. Las puertas y ventanas se abren en estas ocasiones y a la cocina acuden las fragancias del secarral mediterráneo tras un día de lenta y persistente insolación. Allí fuera, entre los márgenes de piedra antiguos, las hierbas olorosas y alguna que otra hortaliza, que crece más por obcecación que por mis cuidados, pasan sus días las cabras. Sobre el trozo de bosque, baste decir que una docena de olivos arrugados sirve de territorio a tres o cuatro tortugas de tierra, pero no a las cabras, excepto cuando yo las acompaño hacia ahí para que repasen el sotobosque.


Pero hoy el macho ha roto la traba que asía sus patas delanteras, y se ha escapado. Agamenón, disfrutando de una libertad largamente aplazada, desperezando sus piernas hechas para el brinco, la ha emprendido a saltos. Al acercarme, se ha puesto a zigzaguear con un estilo y un vigor instintivo. En vista que el ataque directo era baladí, he empezado a arrinconarle muy despacio, sin que la cabra se diera cuenta. En la batalla Agamenón me supera, mas no en la guerra. Heredero de grandes estrategas, mi visión estratégica supera sus tácticas de corto alcance, con lo que en un momento dado he tenido a Agamenón acorralado en una esquina.


Cuando me disponía, cual vaquero, a atrapar a Agamenón con una lazada, la cabra me ha hablado. Con parsimonia, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo, la cabra me ha dicho que en una multiplicidad de universos, el lazo que ahora quedaba colgando a mi anonadado costado volaría y se anudaría a mi cabeza, y sería yo quien se enzarzaría, retorciéndome en espasmos, en una lucha que hincaría cada vez más la cuerda en mi piel y acaso terminara provocándome la asfixia. Me ha preguntado si, en mi opinión, la relatividad abierta por tal apreciación podía alterar mi resolución, aportándole consideraciones metafísicas que antes, desde la perspectiva pobre del universo habitual, no tenía, y ha aprovechado mi estupor para dar un esbelto salto por encima de un pequeño muro y escapar así de la esquina donde lo tenía acorralado.


La siguiente parte de la historia tiene lugar en mi escritorio, de vuelta a la casa. La habitación que se alza en lo alto de la casa, con amplias ventanas a ambos lados, y una decoración austera que la hace ideal para la reclusión, casi franciscana, que requiere mi escritura, es el destino único para alguien que entrara por la puerta y tomara las escaleras. Es el lugar donde me encuentro a Agamenón tras perseguir su sombra saltarina. La cabra ha empezado a comer libros y ha escogido bien: como aperitivo qué mejor que novela rosa, algo ligero y apetitoso. Pero pronto descubro su juego, y me pongo en alerta: una de las pezuñas de Agamenón está sobre mi manuscrito, las galeradas de correcciones que llevo nada menos que seis meses preparando. Así que, sin tiempo para debatir la naturaleza de esa voz que, si bien con un timbre algo contrahecho, he oído muy clara, los actos de la cabra me obligan a creer en la realidad de lo que está pasando. Lo que está en juego, para mí, es muchísimo. La pregunta a la que me enfrento ahora es la siguiente: ¿existe maldad en la cabra, o se trata tan solo de transferencia antropocéntrica por mi parte? Interpretar los actos e intenciones de un animal puede ser relativamente fácil, si bien nunca podamos tener ninguna certeza, pues ningún animal nos ha dicho nunca que tengamos razón. Sin embargo, saber, conocer a un animal que habla, multiplica la dificultad.


Por si acaso, adopto una actitud relajada y hago un esfuerzo monumental para apartar mi mirada del manuscrito. Esbozo una media sonrisa, y mientras me acerco a la ventana de poniente, digo:

- Bien, bien...


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