viernes, 30 de marzo de 2012

WG, Episodio 27


Solo podía pensar en encontrar a Valeria cuanto antes para romperle los dientes, metérselos por el culo y luego introducir el brazo por su boca hasta llegar al estómago, recuperarlos y usarlos como instrumento para arrancarle los ojos y mearme después en las cuencas vaciadas. Tenía que volver a la clínica y darle su merecido a esa furcia del este.

De repente, me vino a la cabeza la idea que había algo importante en mi maleta: los papeles. Valeria, o como se llamara, preguntaba por unos papeles que supuestamente tenían que estar dentro de ella, de la maleta. Los únicos que yo tenía allí eran aquellos restos encontrados en la Teufelsberg que no usé para la hoguera. Abrí la maleta y vacié su contenido sobre la cama. El conjunto apestaba a cierta humedad metálica, barro y mierda, que me recordó a la primera línea del frente, a pesar de nunca haber estado en ella. Lo revolví todo concienzudamente, pero no había ni rastro de los papeles que buscaba. Obviamente, si tan valiosos resultaban para ella, se los habría quedado. ¿O acaso todo aquello no era más que una farsa en la que los papeles hacían de excusa? ¿Existían tales documentos? ¿Qué importancia podían tener? No recordaba lo que decía en ellos: nombres de personas, listas incongruentes, nada que supusiera algo significativo para mí. ¿Lo sería para ella? ¿Algún mensaje cifrado que yo no era capaz de decodificar? Y sobre todo, ¿por qué me devolvía la maleta?

Tenía que encontrarla y pedirle explicaciones antes de aplastarla con el talón de mi bota. Pero lo confieso: me daba miedo. No me sentía capaz de enfrentarme a tamaña arpía. En cierto modo, pensaba que encontraría la forma de dormirme y que volvería a quedar a su merced. Me sentía vulnerable, como si no fuera nada, una hoja que tiembla ante el viento, un cartel de propaganda doblada por una punta esperando a que lo arranque quien quiera. Tenía la sensación de que cualquiera, hasta el insecto más ínfimo, podría hacerme daño.

Recorrí la casa de parte a parte, en un intento de elucubrar un plan y analizar el medio en el que me movía. El piso, al igual que en las ocasiones anteriores, se encontraba intacto, como si nadie hubiera pasado por allí. O más bien, como si hubiera pasado por allí un escuadrón de limpieza silencioso, ya que no había ni una sola mota de polvo; nada. El espacio estaba completamente esterilizado. Tanto que desde el salón olía el pútrido tufo que desprendían mis ropas y efectos personales. Cogí el montón y lo metí en la lavadora. Tenía prisa, pero me parecía desaprensivo, fuera de lugar, mantener esa suciedad en un lugar tan pulcro.

Hecho esto, me dirigí sin pensarlo a la puerta y salí escaleras abajo, de nuevo sin saber muy bien hacia dónde iba. Lo normal habría sido ir al Koch Institut para buscar a Valeria y al doctor. Si no la encontraba a ella, cuanto menos conseguiría que este me desvelara cómo me habían localizado y dijera si tenía noticias de Hans-Georg. Sin embargo, ya se sabe, cuando a uno le falla la cabeza tiene que valerse de los pies, y los míos funcionaban de manera anárquica, aun al compás de mis pensamientos.

Me encontré desplazándome hasta la estación de metro que me llevaba a la Teufelsberg. No me di cuenta, claro está, hasta que salí del tren en esa dirección completamente decidido y sus cúpulas fálicas aparecieron como el único objetivo posible entre ceja y ceja. No tardé en descubrir las ventajas de hacer el trayecto a la luz del día y con las extremidades en mejores condiciones físicas que en la ocasión anterior. Hacía un tiempo mucho más benévolo. Las copas de los árboles habían perdido su manto albuminoso y se veían raquíticas, como nudosos dedos de viejo que señalaran el descarriado camino de las alturas. Por un momento pensé que tal vez Hans hubiera vuelto a su morada habitual. No obstante, no lo busqué. Esta vez entré directamente y subí al piso superior de inmediato, no sin cierta dificultad, dada su resbalosa y apestosa superficie. Tiré de la cubierta metálica que sobresalía de la pared para abrirla, pero la compuerta automática no se activó hasta que me harté de patearla, enervado y desesperado ante la imposibilidad de conseguir mi propósito. El fogonazo de luz me sumió en un absurdo deja vù. Recordaba haber dejado todos esos compartimentos abiertos, pero ahora no había quien accediera a ellos. Actué como si supiera lo que hacía y golpeé la pared con el puño cerrado, tanteando el lugar adecuado en la oscuridad. Dos golpes me bastaron para que se abriera el cajón sobre mi cabeza. Cogí los papeles que asomaban por encima del raíl de metal y me los metí en el bolsillo trasero de los pantalones sin vacilaciones. No me quedé ni un minuto buscando a Hans, ni tan siquiera grité su nombre, que habría sido lo más lógico. Actuaba con una diligencia inusitada. Me movían unas fuerzas desconocidas y unos motivos más desconocidos aún. Salí como un zombi del lugar y regresé al metro que me llevaba de nuevo a casa.

Cerré la puerta con llave y me senté con cuidado en el sofá. La rigidez del papel sobre mi culo y el ruido que este hacía al doblarse me llevaron a sacarme los documentos del bolsillo y extenderlos sobre la mesa. ¿Por qué demonios había ido de nuevo a aquella torre y actuado como si supiera lo que hacía? ¿Para qué quería esos papeles? ¿No habría sido más lógico buscar ayuda, denunciar a Valeria y encontrar a sus amigos? De repente, sentí un peso extraño en la cabeza, como un imán que tiraba de ella hacia arriba, hacia los lados, hacia atrás, en todas las direcciones a la vez. Los ojos se me iban de aquí para allá y no había manera de controlarlos, pero después, como si de las varillas de un zahorí se tratara, tanto la cabeza como los ojos se dirigieron a la misma dirección: el papel. Estaba claro que tenía que leer lo que decía allí para salir de dudas. Siempre que pudiera comprenderlo, claro está. No confiaba plenamente en mis facultades, aunque hasta el momento tampoco podía decir que me hubieran traicionado, al menos por lo que yo sabía. Me concentré concienzudamente en los caracteres mecanografiados que tenía ante mí, pero por más que me esforzara no podía entender nada.

Date: November 29, 1963

To: Director

Bureau of Intelligence and Research

Department of State

From: William Louis Gowen, Director

Subject: Stassi agents involved with GM, GE and Ford’s CEO

Our Berlin, West Germany Office on November 23, 1963, advised that double agent David Willis from the Department of State, advised that some important agents and directors of the East German Intelligence Office, Ministerium für Staatssicherheit (Stassi), met General Motors German branch’s CEO, Marvin F. Pontiac and Ford Motor Company’s CEO, Lincoln R. Mustang and General Electric’s CEO, John H. Goodlight, in order to disclose important information concerning government plans in city motorways and different infrastructures in order to avoid payment and collaborate for a future contribution in the aforementioned companies’ organization chart.

The consequences of the cited case includes charges of high treason, and ultimately dead penalty, according to the law in force in this Socialist country.

Individual information about their respective movements and activities are attached to this document to ensure availabillity and for the right measures to be taken for any Estate or Federal Agency who may need it.

The substance of the foregoing information was orally furnished on November, 24, 1963, by Mr. William L. Gowen, of the Central Intelligence Office, as member of the party who visited the restaurant Il Trovatore, sited in Zimmerstrasse, 23, East Berlin.

WG, Episodio 27


Solo podía pensar en encontrar a Valeria cuanto antes para romperle los dientes, metérselos por el culo y luego introducir el brazo por su boca hasta llegar al estómago, recuperarlos y usarlos como instrumento para arrancarle los ojos y mearme después en las cuencas vaciadas. Tenía que volver a la clínica y darle su merecido a esa furcia del este.

De repente me vino a la cabeza la idea que había algo importante en mi maleta: los papeles. Valeria, o como se llamara, preguntaba por unos papeles que supuestamente tenían que estar dentro de ella, de la maleta. Los únicos que yo tenía allí eran aquellos restos encontrados en la Teufelsberg que no usé para la hoguera. Abrí la maleta y vacié su contenido sobre la cama. El conjunto apestaba a cierta humedad metálica, barro y mierda que me recordó a la primera línea del frente, aunque nunca había estado en ella, sin embargo, a pesar de revolverlo todo concienzudamente, no había ni rastro de los papeles que buscaba. Obviamente se los habría quedado, ya que parecía que resultaban valiosos para ella. ¿O acaso todo aquello no era más que una farsa en la que los papeles hacían de excusa? ¿Existían tales documentos? ¿Qué importancia podían tener? No recordaba lo que decía en ellos: nombres de personas, listas incongruentes, nada que supusiera algo significativo para mí. ¿Lo sería para ella? ¿Algún mensaje cifrado que yo no era capaz de decodificar? Y sobre todo, ¿por qué me devolvía la maleta? Tenía que encontrarla y pedirle explicaciones antes de aplastarla con el talón de mi bota. Pero lo confieso: me daba miedo. No me sentía capaz de enfrentarme a tamaña arpía. Me daba la impresión de que encontraría la forma de dormirme y volvería a quedar a su merced. Me sentía vulnerable, como si no fuera nada, una hoja que tiembla ante el viento, un cartel de propaganda doblada por una punta esperando a que lo arranque quien quiera. Tenía la sensación de que cualquiera, hasta el insecto más ínfimo, podría hacerme daño. Recorrí la casa de parte a parte en un intento de elucubrar un plan y analizar el medio en el que me movía.El piso, al igual que en las ocasiones anteriores, se encontraba intacto, como si nadie hubiera pasado por allí. O más bien, como si hubiera pasado por allí un escuadrón de limpieza silencioso, ya que no había ni una sola mota de polvo, nada. El espacio estaba completamente esterilizado. Tanto que desde el salón olía el pútrido tufo que desprendían mis ropas y efectos personales. Cogí el montón y lo metí en la lavadora. Tenía prisa, pero me parecía desaprensivo, fuera de lugar, mantener esa suciedad en un lugar tan pulcro.

Hecho esto, me dirigí sin pensarlo a la puerta y salí escaleras abajo, de nuevo sin saber muy bien hacia dónde iba. Lo normal habría sido ir al Koch Institut para buscar a Valeria y al doctor. Si no la encontraba a ella, cuanto menos conseguiría que este me desvelara cómo me habían localizado y si tenía noticias de Hans-Georg. Sin embargo, ya se sabe, cuando a uno le falla la cabeza tiene que valerse de los pies, y los míos funcionaban de manera anárquica, aun al compás de mis pensamientos. Me encontré desplazándome hasta la estación de metro que me llevaba a la Teufelsberg. No me di cuenta, claro está, hasta que salí del tren en esa dirección completamente decidido y sus cúpulas fálicas aparecieron como único objetivo entre ceja y ceja. No tardé en descubrir las ventajas de hacer el trayecto a la luz del día y con las extremidades en mejores condiciones físicas que la ocasión anterior. Hacía un tiempo mucho más benévolo. Las copas de los árboles habían perdido su manto albuminoso y se veían raquíticas, como nudosos dedos de viejo que señalaran el descarriado camino de las alturas. Por un momento pensé que tal vez Hans hubiera vuelto a su morada habitual. No obstante, no lo busqué. Esta vez entré directamente y subí al piso superior de inmediato, no sin cierta dificultad, dada su resbalosa y apestosa superficie. Tiré de la cubierta metálica que sobresalía de la pared para abrirla, pero la compuerta automática no se activó hasta que me harté de patearla, enervado y desesperado ante la imposibilidad de conseguir mi objetivo. El fogonazo de luz me sumió en un absurdo deja vù. Recordaba haber dejado todos esos compartimentos abiertos, pero ahora no había quien accediera a ellos. Actué como si supiera lo que hacía y golpeé la pared con el puño cerrado, tanteando el lugar adecuado en la oscuridad. Dos golpes me bastaron para que se abriera el cajón sobre mi cabeza. Cogí los papeles que asomaban por encima del raíl de metal y me los metí en el bolsillo trasero de los pantalones sin vacilaciones. No me quedé ni un minuto buscando a Hans, ni tan siquiera grité su nombre, que habría sido lo más lógico. Actuaba con una diligencia inusitada. Me movía una fuerza desconocida y unos motivos más desconocidos aún. Salí como un zombi del lugar y regresé al metro que me llevaba de nuevo a casa.

Cerré la puerta con llave y me senté con cuidado en el sofá. La rigidez del papel sobre mi culo y el ruido que este hacía al doblarse me llevaron a sacarme los documentos del bolsillo y extenderlos sobre la mesa. ¿Por qué demonios había ido de nuevo a aquella torre y actuado como si supiera lo que hacía? ¿Para qué quería esos papeles? ¿No habría sido más lógico buscar ayuda, denunciar a Valeria y encontrar a sus amigos? De repente, sentí un peso extraño en la cabeza, como un imán que tiraba de ella hacia arriba, hacia los lados, hacia atrás, en todas las direcciones a la vez. Los ojos se me iban de aquí para allá y no había manera de controlarlos, pero después, como si de las varillas de un zahorí se tratara, tanto la cabeza como los ojos se dirigieron a la misma dirección: el papel. Estaba claro que tenía que leer lo que decía allí para salir de dudas. Siempre que pudiera comprenderlo, claro está. No confiaba plenamente en mis facultades, aunque hasta el momento tampoco podía decir que me hubieran traicionado, al menos por lo que yo sabía. Me concentré concienzudamente en los caracteres mecanografiados que tenía ante mí, pero por más que me esforzara no podía entender nada.

Date: November 29, 1963

To: Director

Bureau of Intelligence and Research

Department of State

From: William Louis Gowen, Director

Subject: Stassi agents involved with GM, GE and Ford’s CEO

Our Berlin, West Germany Office on November 23, 1963, advised that double agent David Willis from the Department of State, advised that some important agents and directors of the East German Intelligence Office, Ministerium für Staatssicherheit (Stassi), met General Motors German branch’s CEO, Marvin F. Pontiac and Ford Motor Company’s CEO, Lincoln R. Mustang and General Electric’s CEO, John H. Goodlight, in order to disclose important information concerning government plans in city motorways and different infrastructures in order to avoid payment and collaborate for a future contribution in the aforementioned companies’ organization chart.

The consequences of the cited case includes charges of high treason, and ultimately dead penalty, according to the law in force in this Socialist country.

Individual information about their respective movements and activities are attached to this document to ensure availabillity and for the right measures to be taken for any Estate or Federal Agency who may need it.

The substance of the foregoing information was orally furnished on November, 24, 1963, by Mr. William L. Gowen, of the Central Intelligence Office, as member of the party who visited the restaurant Il Trovatore, sited in Zimmerstrasse, 23, East Berlin.

WG, Episodio 27


Solo podía pensar en encontrar a Valeria cuanto antes para romperle los dientes, metérselos por el culo y luego introducir el brazo por su boca hasta llegar al estómago, recuperarlos y usarlos como instrumento para arrancarle los ojos y mearme después en las cuencas vaciadas. Tenía que volver a la clínica y darle su merecido a esa furcia del este. De repente me vino a la cabeza la idea que había algo importante en mi maleta: los papeles. Valeria, o como se llamara, preguntaba por unos papeles que supuestamente tenían que estar dentro de ella, de la maleta. Los únicos que yo tenía allí eran aquellos restos encontrados en la Teufelsberg que no usé para la hoguera. Abrí la maleta y vacié su contenido sobre la cama. El conjunto apestaba a cierta humedad metálica, barro y mierda que me recordó a la primera línea del frente, aunque nunca había estado en ella, sin embargo, a pesar de revolverlo todo concienzudamente, no había ni rastro de los papeles que buscaba. Obviamente se los habría quedado, ya que parecía que resultaban valiosos para ella. ¿O acaso todo aquello no era más que una farsa en la que los papeles hacían de excusa? ¿Existían tales documentos? ¿Qué importancia podían tener? No recordaba lo que decía en ellos: nombres de personas, listas incongruentes, nada que supusiera algo significativo para mí. ¿Lo sería para ella? ¿Algún mensaje cifrado que yo no era capaz de decodificar? Y sobre todo, ¿por qué me devolvía la maleta? Tenía que encontrarla y pedirle explicaciones antes de aplastarla con el talón de mi bota. Pero lo confieso: me daba miedo. No me sentía capaz de enfrentarme a tamaña arpía. Me daba la impresión de que encontraría la forma de dormirme y volvería a quedar a su merced. Me sentía vulnerable, como si no fuera nada, una hoja que tiembla ante el viento, un cartel de propaganda doblada por una punta esperando a que lo arranque quien quiera. Tenía la sensación de que cualquiera, hasta el insecto más ínfimo, podría hacerme daño. Recorrí la casa de parte a parte en un intento de elucubrar un plan y analizar el medio en el que me movía.

El piso, al igual que en las ocasiones anteriores, se encontraba intacto, como si nadie hubiera pasado por allí. O más bien, como si hubiera pasado por allí un escuadrón de limpieza silencioso, ya que no había ni una sola mota de polvo, nada. El espacio estaba completamente esterilizado. Tanto que desde el salón olía el pútrido tufo que desprendían mis ropas y efectos personales. Cogí el montón y lo metí en la lavadora. Tenía prisa, pero me parecía desaprensivo, fuera de lugar, mantener esa suciedad en un lugar tan pulcro.

Hecho esto, me dirigí sin pensarlo a la puerta y salí escaleras abajo, de nuevo sin saber muy bien hacia dónde iba. Lo normal habría sido ir al Koch Institut para buscar a Valeria y al doctor. Si no la encontraba a ella, cuanto menos conseguiría que este me desvelara cómo me habían localizado y si tenía noticias de Hans-Georg. Sin embargo, ya se sabe, cuando a uno le falla la cabeza tiene que valerse de los pies, y los míos funcionaban de manera anárquica, aun al compás de mis pensamientos. Me encontré desplazándome hasta la estación de metro que me llevaba a la Teufelsberg. No me di cuenta, claro está, hasta que salí del tren en esa dirección completamente decidido y sus cúpulas fálicas aparecieron como único objetivo entre ceja y ceja. No tardé en descubrir las ventajas de hacer el trayecto a la luz del día y con las extremidades en mejores condiciones físicas que la ocasión anterior. Hacía un tiempo mucho más benévolo. Las copas de los árboles habían perdido su manto albuminoso y se veían raquíticas, como nudosos dedos de viejo que señalaran el descarriado camino de las alturas. Por un momento pensé que tal vez Hans hubiera vuelto a su morada habitual. No obstante, no lo busqué. Esta vez entré directamente y subí al piso superior de inmediato, no sin cierta dificultad, dada su resbalosa y apestosa superficie. Tiré de la cubierta metálica que sobresalía de la pared para abrirla, pero la compuerta automática no se activó hasta que me harté de patearla, enervado y desesperado ante la imposibilidad de conseguir mi objetivo. El fogonazo de luz me sumió en un absurdo deja vù. Recordaba haber dejado todos esos compartimentos abiertos, pero ahora no había quien accediera a ellos. Actué como si supiera lo que hacía y golpeé la pared con el puño cerrado, tanteando el lugar adecuado en la oscuridad. Dos golpes me bastaron para que se abriera el cajón sobre mi cabeza. Cogí los papeles que asomaban por encima del raíl de metal y me los metí en el bolsillo trasero de los pantalones sin vacilaciones. No me quedé ni un minuto buscando a Hans, ni tan siquiera grité su nombre, que habría sido lo más lógico. Actuaba con una diligencia inusitada. Me movía una fuerza desconocida y unos motivos más desconocidos aún. Salí como un zombi del lugar y regresé al metro que me llevaba de nuevo a casa.

Cerré la puerta con llave y me senté con cuidado en el sofá. La rigidez del papel sobre mi culo y el ruido que este hacía al doblarse me llevaron a sacarme los documentos del bolsillo y extenderlos sobre la mesa. ¿Por qué demonios había ido de nuevo a aquella torre y actuado como si supiera lo que hacía? ¿Para qué quería esos papeles? ¿No habría sido más lógico buscar ayuda, denunciar a Valeria y encontrar a sus amigos? De repente, sentí un peso extraño en la cabeza, como un imán que tiraba de ella hacia arriba, hacia los lados, hacia atrás, en todas las direcciones a la vez. Los ojos se me iban de aquí para allá y no había manera de controlarlos, pero después, como si de las varillas de un zahorí se tratara, tanto la cabeza como los ojos se dirigieron a la misma dirección: el papel. Estaba claro que tenía que leer lo que decía allí para salir de dudas. Siempre que pudiera comprenderlo, claro está. No confiaba plenamente en mis facultades, aunque hasta el momento tampoco podía decir que me hubieran traicionado, al menos por lo que yo sabía. Me concentré concienzudamente en los caracteres mecanografiados que tenía ante mí, pero por más que me esforzara no podía entender nada.

Date: November 29, 1963

To: Director

Bureau of Intelligence and Research

Department of State

From: William Louis Gowen, Director

Subject: Stassi agents involved with GM, GE and Ford’s CEO

Our Berlin, West Germany Office on November 23, 1963, advised that double agent David Willis from the Department of State, advised that some important agents and directors of the East German Intelligence Office, Ministerium für Staatssicherheit (Stassi), met General Motors German branch’s CEO, Marvin F. Pontiac and Ford Motor Company’s CEO, Lincoln R. Mustang and General Electric’s CEO, John H. Goodlight, in order to disclose important information concerning government plans in city motorways and different infrastructures in order to avoid payment and collaborate for a future contribution in the aforementioned companies’ organization chart.

The consequences of the cited case includes charges of high treason, and ultimately dead penalty, according to the law in force in this Socialist country.

Individual information about their respective movements and activities are attached to this document to ensure availabillity and for the right measures to be taken for any Estate or Federal Agency who may need it.

The substance of the foregoing information was orally furnished on November, 24, 1963, by Mr. William L. Gowen, of the Central Intelligence Office, as member of the party who visited the restaurant Il Trovatore, sited in Zimmerstrasse, 23, East Berlin.

WG, Episodio 27


Solo podía pensar en encontrar a Valeria cuanto antes para romperle los dientes, metérselos por el culo y luego introducir el brazo por su boca hasta llegar al estómago, recuperarlos y usarlos como instrumento para arrancarle los ojos y mearme después en las cuencas vaciadas. Tenía que volver a la clínica y darle su merecido a esa furcia del este. De repente me vino a la cabeza la idea que había algo importante en mi maleta: los papeles. Valeria, o como se llamara, preguntaba por unos papeles que supuestamente tenían que estar dentro de ella, de la maleta. Los únicos que yo tenía allí eran aquellos restos encontrados en la Teufelsberg que no usé para la hoguera. Abrí la maleta y vacié su contenido sobre la cama. El conjunto apestaba a cierta humedad metálica, barro y mierda que me recordó a la primera línea del frente, aunque nunca había estado en ella, sin embargo, a pesar de revolverlo todo concienzudamente, no había ni rastro de los papeles que buscaba. Obviamente se los habría quedado, ya que parecía que resultaban valiosos para ella. ¿O acaso todo aquello no era más que una farsa en la que los papeles hacían de excusa? ¿Existían tales documentos? ¿Qué importancia podían tener? No recordaba lo que decía en ellos: nombres de personas, listas incongruentes, nada que supusiera algo significativo para mí. ¿Lo sería para ella? ¿Algún mensaje cifrado que yo no era capaz de decodificar? Y sobre todo, ¿por qué me devolvía la maleta? Tenía que encontrarla y pedirle explicaciones antes de aplastarla con el talón de mi bota. Pero lo confieso: me daba miedo. No me sentía capaz de enfrentarme a tamaña arpía. Me daba la impresión de que encontraría la forma de dormirme y volvería a quedar a su merced. Me sentía vulnerable, como si no fuera nada, una hoja que tiembla ante el viento, un cartel de propaganda doblada por una punta esperando a que lo arranque quien quiera. Tenía la sensación de que cualquiera, hasta el insecto más ínfimo, podría hacerme daño. Recorrí la casa de parte a parte en un intento de elucubrar un plan y analizar el medio en el que me movía.

El piso, al igual que en las ocasiones anteriores, se encontraba intacto, como si nadie hubiera pasado por allí. O más bien, como si hubiera pasado por allí un escuadrón de limpieza silencioso, ya que no había ni una sola mota de polvo, nada. El espacio estaba completamente esterilizado. Tanto que desde el salón olía el pútrido tufo que desprendían mis ropas y efectos personales. Cogí el montón y lo metí en la lavadora. Tenía prisa, pero me parecía desaprensivo, fuera de lugar, mantener esa suciedad en un lugar tan pulcro.

Hecho esto, me dirigí sin pensarlo a la puerta y salí escaleras abajo, de nuevo sin saber muy bien hacia dónde iba. Lo normal habría sido ir al Koch Institut para buscar a Valeria y al doctor. Si no la encontraba a ella, cuanto menos conseguiría que este me desvelara cómo me habían localizado y si tenía noticias de Hans-Georg. Sin embargo, ya se sabe, cuando a uno le falla la cabeza tiene que valerse de los pies, y los míos funcionaban de manera anárquica, aun al compás de mis pensamientos. Me encontré desplazándome hasta la estación de metro que me llevaba a la Teufelsberg. No me di cuenta, claro está, hasta que salí del tren en esa dirección completamente decidido y sus cúpulas fálicas aparecieron como único objetivo entre ceja y ceja. No tardé en descubrir las ventajas de hacer el trayecto a la luz del día y con las extremidades en mejores condiciones físicas que la ocasión anterior. Hacía un tiempo mucho más benévolo. Las copas de los árboles habían perdido su manto albuminoso y se veían raquíticas, como nudosos dedos de viejo que señalaran el descarriado camino de las alturas. Por un momento pensé que tal vez Hans hubiera vuelto a su morada habitual. No obstante, no lo busqué. Esta vez entré directamente y subí al piso superior de inmediato, no sin cierta dificultad, dada su resbalosa y apestosa superficie. Tiré de la cubierta metálica que sobresalía de la pared para abrirla, pero la compuerta automática no se activó hasta que me harté de patearla, enervado y desesperado ante la imposibilidad de conseguir mi objetivo. El fogonazo de luz me sumió en un absurdo deja vù. Recordaba haber dejado todos esos compartimentos abiertos, pero ahora no había quien accediera a ellos. Actué como si supiera lo que hacía y golpeé la pared con el puño cerrado, tanteando el lugar adecuado en la oscuridad. Dos golpes me bastaron para que se abriera el cajón sobre mi cabeza. Cogí los papeles que asomaban por encima del raíl de metal y me los metí en el bolsillo trasero de los pantalones sin vacilaciones. No me quedé ni un minuto buscando a Hans, ni tan siquiera grité su nombre, que habría sido lo más lógico. Actuaba con una diligencia inusitada. Me movía una fuerza desconocida y unos motivos más desconocidos aún. Salí como un zombi del lugar y regresé al metro que me llevaba de nuevo a casa.

Cerré la puerta con llave y me senté con cuidado en el sofá. La rigidez del papel sobre mi culo y el ruido que este hacía al doblarse me llevaron a sacarme los documentos del bolsillo y extenderlos sobre la mesa. ¿Por qué demonios había ido de nuevo a aquella torre y actuado como si supiera lo que hacía? ¿Para qué quería esos papeles? ¿No habría sido más lógico buscar ayuda, denunciar a Valeria y encontrar a sus amigos? De repente, sentí un peso extraño en la cabeza, como un imán que tiraba de ella hacia arriba, hacia los lados, hacia atrás, en todas las direcciones a la vez. Los ojos se me iban de aquí para allá y no había manera de controlarlos, pero después, como si de las varillas de un zahorí se tratara, tanto la cabeza como los ojos se dirigieron a la misma dirección: el papel. Estaba claro que tenía que leer lo que decía allí para salir de dudas. Siempre que pudiera comprenderlo, claro está. No confiaba plenamente en mis facultades, aunque hasta el momento tampoco podía decir que me hubieran traicionado, al menos por lo que yo sabía. Me concentré concienzudamente en los caracteres mecanografiados que tenía ante mí, pero por más que me esforzara no podía entender nada.

Date: November 29, 1963

To: Director

Bureau of Intelligence and Research

Department of State

From: William Louis Gowen, Director

Subject: Stassi agents involved with GM, GE and Ford’s CEO

Our Berlin, West Germany Office on November 23, 1963, advised that double agent David Willis from the Department of State, advised that some important agents and directors of the East German Intelligence Office, Ministerium für Staatssicherheit (Stassi), met General Motors German branch’s CEO, Marvin F. Pontiac and Ford Motor Company’s CEO, Lincoln R. Mustang and General Electric’s CEO, John H. Goodlight, in order to disclose important information concerning government plans in city motorways and different infrastructures in order to avoid payment and collaborate for a future contribution in the aforementioned companies’ organization chart.

The consequences of the cited case includes charges of high treason, and ultimately dead penalty, according to the law in force in this Socialist country.

Individual information about their respective movements and activities are attached to this document to ensure availabillity and for the right measures to be taken for any Estate or Federal Agency who may need it.

The substance of the foregoing information was orally furnished on November, 24, 1963, by Mr. William L. Gowen, of the Central Intelligence Office, as member of the party who visited the restaurant Il Trovatore, sited in Zimmerstrasse, 23, East Berlin.

jueves, 8 de marzo de 2012

WG, Episodio 26

Debí permanecer allí un par de horas más. De nuevo me había quedado dormido. ¿Qué me pasaba, que ni tan siquiera la inquietud era capaz de mantenerme despierto? Demasiado razonamiento para tan poca posibilidad de acción. "Atrofiamiento neuronal", lo llamaba el doctor del tercio.

Me desperté al ritmo de los fuertes latigazos que me propinaban en el culo. Una vez despabilado al galope, volvió a repetirse el proceso de los nombres y los golpes.

—¿Dónde está la resta de la información? —gritó poseída por un espíritu de interrogación digno de los mejores servicios de espionaje— ¿Dónde? ¿La maleta?

Yo seguía con la cabeza metida en el vano de la pared, de modo que no veía a Valeria. No veía nada en realidad, ya que las rendijas apenas dejaban pasar la luz a través del papel roto del póster. Se hizo un silencio de más de un minuto, solo interrumpido por los sonidos de exasperación que salían de su boca. Soltó varias imprecaciones en su lengua: ¿húngaro? ¿rumano? ¿polaco? ¿ruso? No, no podía ser ruso. ¿O tal vez sí?

Mi cerebro todavía intentaba descifrar algún código con el que interactuar, allí colgado, sumido en lo que parecía un encuentro con una nueva dimensión, cuando noté que acercaba algo frío a mi ano, probablemente de metal. Al recordar la pera infernal que me había mostrado poco antes el esfínter volvió a cerrarse a cal y canto, haciéndome descubrir músculos que jamás pensé que poseyera. Comencé a advertir una actividad neuronal inimaginable en mi cuerpo en reposo. Creo que incluso Valeria oía el mecanismo de relojería de mis pensamientos. Tenía que decir algo. Pero ¿cuál sería la respuesta que me salvaría del tormento? Estaba claro que no se trataba de nada que yo supiera. La única posibilidad de salvación era acertar improvisando algo, pero la experiencia anterior me decía que aquello no sería posible, que esa mujer esperaba algo de mí que no podía encontrar, que se confundía de persona, que estaba completamente desquiciada y con la mente puesta en empresas que nada tenían que ver con la realidad, sino con una fantasía soñada que le habría gustado realizar junto a mí. La fantasía del espía y la torturadora, tuve que suponer.

—¡No sé de qué estas hablando! —grité con desesperación, intentando sacarla de su hipnosis—. ¡Te estás confundiendo! ¡No soy más que un inmigrante!

—¡Ja! —exclamó ella con sorna— ¡Los papeles! ¡La maleta! gritó para penetrarme seguidamente con ese metal nada auspicioso.

Al parecer había dado una respuesta incorrecta de nuevo.

—¡No! ¡No!

Volvía a gritar, pero de algún modo sabía que aquello no era lo que se esperaba de mí, que aquello no me salvaría la vida en ningún caso, sino que empeoraba mi situación. Mi cabeza tuvo una breve visita en forma de rápida ráfaga: una vaga imagen de las novatadas del ejército. Cuanto más débil te veían más se prolongaba la agonía. La única forma de salir de aquello sería mostrar mi fortaleza de espíritu, valor y entereza; dejar que desesperase en sus intentos, superada por la impotencia.

—¿Dónde está la resta de los papeles que había en tu maleta?

—¿Qué? —pregunté asimismo—. ¿Mi maleta? ¿Qué has hecho con ella, hija de puta?

Respondí esto movido por un instinto primitivo. Me parecía que la maleta era mi única pertenencia, aquello que me caracterizaba como persona verdadera, y que sin ella no era más que un desposeído sin ningún rumbo en la vida. En aquel momento creía que era el único hilo al que asirse, aquello que tenía que defender con uñas y dientes.

—¿Así que empiezas a recordar, eh? Maldito fascista a sueldo del capitalismo. ¡Toma esta!

Introdujo el émbolo con toda su fuerza y dejó que se abriera dentro de mi recto.

Fue un dolor desgarrador, no hay otra palabra para definirlo. Pero duró poco, unos segundos, hasta que volvió a apretar el mango de aquella pera diabólica y su mecanismo dentado se replegó sobre sí mismo.

—¿Hablarás, cerdo? ¿Cantarás, urraca? Solo tengo que dejar ir el mano, y adiós.

—¡No sé que tengo que decir! ¡Soy inocente!

Es desconsolador saber que al principio tuvo un efecto sumamente excitante y que incluso en la posición en que me encontraba tuve una erección involuntaria. Siempre había pensado en la injusticia que supone que alguien a quien cuelgan de una cuerda a modo de pena fatal muera empalmado como si rindiera tributo a su verdugo, y ahora comprobaba en mis propias carnes que significaba una irreverencia contra uno mismo, algo más indigno incluso que el propio castigo al que era sometido. Ni qué decir tiene que aquello surtió su efecto en Valeria, que se abalanzó sobre su presa como si le fuera la vida en ello. Su boca anhelosa rodeó el capullo enseguida mostrando esa impudicia y voluptuosidad que la caracterizaban a la hora de lubricar la zona de manera experta y casi maquinal. Esto pronto la llevó a relajar la mano con la que me penetraba por detrás y hacer que la pera se abriera en el interior de mi recto en toda su amplitud.

Se me bajó todo.

—¡Inútil, inútil de mierda! ¡No vales para nada! ¡Vas a volver al sitio de donde vienes! ¡A la puta mierda!

No tardé mucho en notar el desgarro y sentir como si perdiera toda la fuerza que quedaba dentro de mí. Lancé un último grito de agonía y quedé inconsciente de nuevo.

Cuando volví a abrir los ojos ya no estaba allí, sino en otro mundo. ¿Paraíso? ¿Purgatorio? No podía ser el infierno, sabiendo que ya había estado allí. No, la sensación era demasiado blanda y confortable, demasiado acogedora como para eso. Yacía sobre un colchón cómodo y en una atmósfera limpia, de sanatorio, aséptica, completamente desinfectada. Pero no estaba en un hospital, sino en la cama de mi piso compartido. El dolor de cabeza era terrible. ¿Cuántos días habrían pasado desde el suceso? ¿Qué día sería? ¿Viernes? ¿Cómo demonios había llegado hasta allí? ¿Quién me había rescatado? Busqué en torno de la habitación algo, alguien, que pudiera ofrecerme una respuesta, con la esperanza de encontrar a Hoffmann, a Hans-Georg, a cualquiera que me diera pistas sobre lo ocurrido. Estaba tan aturdido que apenas recordaba nada de cuanto había acontecido hasta entonces. Hice el gesto de levantarme para poner en orden mis pensamientos, pero un mareo con accesos de vómito que casi me llevó al suelo me convenció de que no era una gran idea. Me apoyé en el borde de la cama e intenté incorporarme poco a poco, buscando una posición en la que mi cabeza dejara de estallar, pero no era fácil conseguirlo. Sentía como si una cabalgata de hoces y martillos disputaran una carrera frenética en el interior de mi cerebro, como si tuviera dentro a un incansable John Henry que desafiaba a mazazos la máquina de vapor de mi cabeza. Me bajé los pantalones del pijama que alguien me había puesto y descubrí una especie de pañal que me cubría el culo y los genitales. Quien fuera que me rescatara se había tomado la molestia de curarme las heridas, aunque tenía marcas por todas partes y algún que otro morado. Apreté la zona del perineo para conseguir un diagnóstico certero de mi situación. Dolía. Pero no tanto como para impedirme llevar una vida normal si la máquina de vapor de mi cabeza condescendía. Tenía una sed angustiante que apenas me dejaba respirar, pero no habían sido tan delicados como para dejarme agua cerca de la mesilla. Supongo que no esperarían que despertara tan pronto, aunque tal vez simplemente se les hubiera olvidado. ¿Quién era mi salvador? ¿Dónde estaba? Hans-Georg. Probablemente en la biblioteca. Por la luz que se filtraba a través de las cortinas debía ser de día, las doce del mediodía como mucho.

Tras dos nuevos intentos fallidos conseguí levantarme y llegar hasta la cocina. No podía quitarme de la cabeza la sensación de que tenía que ir a alguna parte. Cogí un vaso del armario, abrí el grifo y bebí hasta dar cuenta de casi dos litros. Dejé que el agua corriera como si fuera el símbolo de mi vitalidad recobrada y puse la cabeza bajo su helado flujo, esperando que resultara igual de vivificante que ingerirla. Lo fue. Al menos hasta que dejé de hacerlo y me golpeé con el grifo al levantarme. Una ducha fría serviría para desentumecerme un poco y limpiar mi cuerpo de todas las aberraciones sufridas hasta el momento. A pesar de la conmoción que seguía sintiendo, volví a la habitación a paso rápido para coger mi bolsa de aseo y a medio camino comprendí que era inútil. Había perdido la maleta. Probablemente se encontraba en casa de una maniaca sexual que disfrutaba restregándose el cepillo con ella y pensando en las torturas que podría infligir en su dueño con solo pronunciar la palabra prohibida. Me daba miedo pensar en esa maldita palabra. No quería dormir más. Parecía haber estado hibernando durante años. Así pues, me saqué el ridículo pañal, entré en la bañera, abrí el grifo a la máxima potencia y dejé que el agua purificadora limpiara mi cuerpo. No quise ni mirar lo que me habían hecho en el trasero. Tenía miedo de volver a desfallecer. Sin embargo, en el proceso de lavado no hubo nada que resultara realmente doloroso. Después de aquello me sentí como si hubiera llegado la primavera, una primavera donde un sol cegador te hace perder el rumbo y fruncir el entrecejo, con rayos que penetran directamente hasta el córtex, pero primavera al fin y al cabo. Volví a la habitación, descorrí las cortinas y quedé estupefacto al ver un bulto junto a la cama de las mismas dimensiones, forma y superficie que mi maleta. Me precipité hacia ella pensando que era imposible que alguien me torturase por lo que había en su interior y luego me la devolviera como si tal cosa.

Algún hijo de la gran puta estaba jugando con la realidad para joderme la vida.

martes, 24 de enero de 2012

WG, Episodio Regalo 25

No digo que no fuera bueno para la espalda, pero lo problemático de estar suspendido en la postura del conejo con una argolla en el cuello que tira de él hacia arriba, es que enseguida pierdes contacto con el mundo real y dejas de ser persona para pasar a ser objeto. Al menos ese fue mi caso. Saber que me las podían dar y meter por todos lados dejaba mi cuerpo a merced de la tortura, impávido, exangüe, abierto en canal a cualquier sugerencia que pudiera ocurrir en la mente de mi atormentadora. No estaba en disposición de oponer resistencia alguna, pero de haberlo hecho no conseguiría más que acrecentar el dolor, así que me deje llevar por el bamboleo con el que me mecían las cuerdas tras sus recios guantazos. En defensa de Valeria hay que decir que tenía una técnica de golpeo bastante depurada y nunca se contentaba con asestar un golpe directo, sino que prefería la fricción, el desgarro visual y primoroso con el látigo. Al pensar en los arañazos que notaba surcando mi cuerpo, aunque no podía verlos, pendiendo en alto de aquella ingeniosa manera, no pude evitar pensar en la técnica de salpicado de pintura que usaba Max Ernst y que Pollock haría suya. No obstante, como la cuerda tiraba de mi cuello hacia arriba, era imposible saber si mi sangre se derramaba de manera artística o simplemente caía en cruento reguero.

—¡Los nombres! —gritó Valeria con energía.

Me quedé preguntándome por ello.

—¿Qué nombres?

—Todos los nombres. Dime lo que sepas acerca de todos los nombres —dijo propinándome un diestro latigazo.

—¡No sé de qué me hablas! No me pegues más, zorra. Cuando baje de aquí te voy a sacar todos los dientes.

—¡Todos-los-nombres! —repitió propinándome un zarpazo con cada una de las palabras.

—Pero, ¿qué nombres? -repliqué tartajeando y descompuesto- ¿No serán los nombres de Cristo? Porque te los recito uno a uno: «De las calamidades de nuestros tiempos, que, como vemos, son muchas y muy graves, una es, y no la menor de todas, muy ilustre señor, el haber venido los hombres a disposición que les sea ponzoña lo que les solía ser medicina y remedio; que es también claro indicio de que se les acerca su fin, y de que el mundo está vecino a la muerte, pues la halla en vida» .

—¿Qué crees que es esto, un trapalengua? ¿Quieres juegos? Yo te daré juego —dijo cogiendo un garrote con pinchos que parecía sacado de una baraja de Fournier.

—¡Está bien! ¡Está bien! —respondí iluminado de repente—. Te diré todo lo que sé.

Al final parecía que las clases en la Universidad de Melilla servirían para algo. Había hecho un trabajo exhaustivo sobre el tema y aunque me pareció de lo más aburrido, al menos conseguí que me pusieran la única mención de honor que obtuve en la carrera. En ese momento, comprender por qué motivos podía parecerle aquello tan vital no engrosaba la lista de mis anárquicos y agarrotados pensamientos.

—Más te vale —dijo Valeria en tono conciliador.

—De acuerdo. Ahí va: año 1997

Me quedé en silencio para calibrar el efecto que tenían esas palabras en mi interlocutora.

—Sigue.

Todos os nomes en portugués original. Editado por Alfaguara en España. Un individuo que trabaja en un registro civil caótico y disfruta de una vida anodina y sin objetivos, aparte de su labor entre los papeles desordenados, descubre el sentido en la búsqueda de una mujer de la que ni tan siquiera ha visto el rostro. Esto le hace salir de su burbuja de papeles y enfrentarse al mundo como no lo había hecho antes. Una novela que llama a la rebelión y a la búsqueda de nuestro propio camino fuera de los cauces opresivos de los poderes fácticos y los aparatos de gobierno. ¿Satisfecha?

Su respuesta llegó en la forma de un mazazo tan rápido que apenas pude verlo venir. Mi mente se quedó en blanco por un momento y pensé que no volvería a funcionar nunca más. Me imaginaba en un coma profundo que duraría más allá de mi propia vida, un flotar eterno en la más absoluta de las nadas para regodearme en mi inexistencia. Pequeños destellos surcaban mi visión interna a derecha e izquierda y revoloteaban allí, haciéndome creer que mi cuerpo vagaba por los aires a sus anchas, en busca del equilibrio celestial. Cuando volví en mí seguía suspendido, ahora con el cuerpo repleto de pinzas y una presión continua en la zona genital que me preocupaba más que cualquier pinzamiento.

—Rudi Mitig —dijo Valeria mientras estiraba de una cuerda que conectaba directamente con la base de mi escroto.

—Grrrrl —repuse ya estrangulado.

—Gunter Guillaume. ¿No te suenan de nada esos nombres? —Asentí, simplemente por calmar sus ánimos. En cierto sentido me sonaban de algo, pero tampoco sabía de qué—. Bueno, parece que ya nos vamos entendiendo. Quiero que me digas todo lo que sabes de ellos. ¿Quién más estaba implicado? ¿Para quién trabajas?

—Escúchame, Valeria. El alcohol te hace ver cosas que no se corresponden con la realidad. Yo solo llevo aquí un par de meses. Conozco a muy pocos alemanes.

—Será mejor que empieces a tomarte esto en serio. Como ves, tengo muchos instrumentos con los que trabajar y dispongo aún de más tiempo. ¿Ves esto? —dijo enseñándome una pera metálica con un largo asa que accionó para que viera cómo se abría cual flor carnívora dentada. Ocho pétalos serrados se accionaron con violencia convirtiendo lo que parecía pera en un artilugio de desgarramiento infernal. Volvió a cerrarlo, se colocó tras de mí, donde no podía verla, y pegó el siniestro aparato a mi culo. El frío me hizo cerrar todos los esfínteres—. Imagina. Simplemente imagínatelo —dijo introduciéndolo levemente en el agujero—. Cuando vuelva quiero respuestas.

El terror que aquello me inspiró hizo que dejara de pensar y me pusiera en acción. Pensar era una actividad insensata y de escasa utilidad, cuando me encontraba suspendido en el aire sin poder animar mis pensamientos con incansables caminatas que los refrescaran. Procuré balancear mi cuerpo de modo que llegara a alguna de las paredes, en un intento desesperado por comprobar la dureza de su superficie, sin saber realmente para qué, tal vez simplemente con el objeto de noquearme y no tener que responder de manera consciente a los estímulos tan aciagos que estaban por venir. Así, impulsé mi cuerpo con la propia inercia proporcionada por el oscilar de la cuerda y comencé un baile de recorrido cada vez más largo, hasta que por fin, di con mi cabeza en la base de ladrillos de la pared y conseguí impulsarme con más fuerza para asestarme un golpe definitivo que me dejara dormido. Pero no lo conseguí. Ni al primer golpe, ni al segundo, ni al tercero, tan lejos de mi propio umbral de dolor me encontraba. De hecho, llegué a pensar que aquellos dolores eran placenteros y el frenesí que los acompañaba me llenaba de una euforia que hacía indoloros los golpes. Una revelación me hizo dirigir los esfuerzos al contacto directo con esa imagen piadosa y a la vez irreverente que colgaba frente a mí, con los pechos desnudos y las manos sobre el regazo. Llevaba ya tanto impulso que no me cabía duda de que quedaría inconsciente o atravesaría la pared por completo con la cabeza. Puse la frente en la posición supina adecuada para tal menester, consciente de que la dureza del cráneo debía ser allí más acusada. Me pareció alcanzar una velocidad exagerada, que las ventanas de la nariz se me abrían al contacto con la fuerza del viento, y que el pelo se me encrespaba como a un puercoespín atacado por un niño insidioso. El rostro piadoso de la virgen se hacía cada vez más grande, sus facciones virtuosas un polo magnético capaz de borrar toda la infamia de mis actos pasados y la magnitud del castigo que estaba a punto de recibir. Pero entonces bajé la vista hacia sus pechos y vi un extraño tatuaje que me perturbó hasta la demencia: las mismas aspas en forma de sotuer con una araña vagando sobre ellas. Quise buscar el refugio en la bondad de esos ojos de nuevo para deshacerme de la turbadora imagen. Alcé la vista hacia su rostro de nuevo, pero ya los tenía tan cerca que tuve que conformarme con el negro consolador del impacto inminente. Apreté los dientes con fuerza, casi esperando oír cómo crujían al partirse, lleno de curiosidad por saber si quedaría inconsciente antes de advertirlo. Pero no pasó nada de esto. Cuando el dolor ya tendría que haberme cegado seguía yo atravesando el muro con una liviandad inimaginable para ser un bloque de ladrillo y cemento. Mi cabeza traspasó limpiamente la pared y recibí el impacto allí dónde menos lo esperaba, en la base de los hombros, quedando encajado en lo que parecía un agujero practicado en la pared con fines torturantes. Pensé entonces que podría conseguir ayuda al otro lado, pero mis ojos no parecían ser capaces de detectar luz alguna, tal vez se me hubiera desconectado el nervio óptico con el impacto, como le había pasado al pobre Hans-Georg tras su riña con los murciélagos.

—¡¿Hay alguien ahí?! ¡Ayuda! ¡Hilfe! —grité buscando compasión. —Oí el sonido de mi voz reverberando a través de las paredes como única contestación—. ¡Hijos de puta! ¡Cabrones! ¡Sacadme de aquí! —Carraspeé con violencia y escupí con toda mi rabia un esputo lleno de sangre—. ¡Chusma!

Mi proyectil tuvo un recorrido mucho más corto de lo que esperaba. Parecía que se hubiera detenido justo frente a mi cara. Entendí que aquella pared no daba a la calle, sino hacia un vano interior entre muros.

sábado, 7 de enero de 2012

El anagrama de Eza Quilla I autobombea al anagrama de Marta Polbín

Qué mejor que comenzar el año 6 de la era autobombástica haciéndonos eco de un suculento artículo escrito por el anagrama más habitual de Eza Quilla I, con motivo de la publicación de Fricciones por parte del anagrama más frecuente de Marta Polbín:


–"Fricciones, de Pablo Martín", por Laia Quílez (blog de La Central).

Y, ya puestos, incluimos las demás reseñas que se han hecho del libro por parte de sujetos no autobombásticos (o, mejor dicho: por sujetos que aún ignoran su autobombasticidad):

–"Fricciones", por José Luis Amores (Revista de Letras).
–"Narrar la vida", por Silvia Cruz (Sigueleyendo).
–"Fricciones", por Marian Chaparro (Koult).
–"Ficciones", por Care Santos (El Cultural de El Mundo).

¡Salud y autobombo!
We believe.

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