miércoles, 13 de octubre de 2010

WG Episodio 7, por El Ogro del Sí

Poco me importó no ver nada en cuanto me adentré en aquel espeso bosque. La blanca cúpula brillaba bajo el reflejo de la imaginaria luz de la luna, escondida tras el cielo encapotado, y aquello parecía ser todo lo que necesitaba saber en ese momento. Fuerzas desconocidas me guiaban hasta ella a través de la noche. Creí sentir el efecto aniquilador de una abducción en sus términos más extensos, desde los aristotélicos hasta los paranormales. Tras cuarenta minutos de especulaciones ininterrumpidas llegué a los pies de aquel extraño complejo, una estructura de blanco inmaculado compuesta por una torre cónica rematada con una enorme bola junto a la que descansaban dos bolas idénticas a la más alta en cada flanco. Mi primera impresión fue la de encontrarme ante un monumento extratarrestre erigido en honor al falocentrismo de nuestra civilización. Y verle las bolas tan de cerca a aquella unidad me hizo pensar de inmediato en pequeños manufacturadores asiáticos trabajando a destajo, dado su espectacular parecido con el parcheado de los balones de fútbol. Antes de que me diera tiempo a caminar lo suficiente como para considerarlo ya me encontraba allí, bajo una de aquellas enormes pelotas, pero al verlas de cerca advertí que aquellos parches no eran hexagonales como en los balones de reglamento, sino de estructura triangular. Tampoco es que esto variara en ningún momento la concepción que me había hecho de aquel espacio, porque lo cierto es que todavía no me había hecho ninguna. Había llegado hasta allí sin motivo alguno, completamente cegado por una atracción inexplicable y fantástica.

Caminar a través de la maleza sin control alguno sobre mis extremidades había acarreado varios problemas. El primero de ellos las múltiples rozaduras provocadas por los arbustos en la cara y los brazos. El segundo una incipiente lesión de rodilla posiblemente inducida por un encontronazo con un árbol o tocón que obstaculizaba el camino. El tercero El instinto me decía que habría de pasar la noche allí, pues si bien desde la estación había sido guiado simplemente por el entusiasmo que desprendían la torre y su cúpula, aquello no ocurría al emprender el camino de vuelta, ya que el tren no ejercía sobre mí ninguna atracción sobrenatural. A decir verdad, tampoco estaba en disposición física de intentarlo.

En la base de la bola que tenía ante mí había una entrada que no revelaba la existencia de ninguna puerta. Pasé a través de ella y me adentré en la oscuridad. Por un acto reflejo, palpé en busca de un interruptor y cuando me quedó claro que no lo encontraría, escruté en mis bolsillos y me hice con el encendedor, pero estaba claro que tendría que fabricarme algún tipo de antorcha o hachón porque aquello no funcionaría durante mucho tiempo. Su pobre llama apenas iluminaba lo que tenía a mis pies: una superficie de cemento polvorienta. Caminando por el interior de la estructura descubrí un pasadizo que debía conducir hacia un nivel superior y ascendí por él. Necesitaba encontrar hojas o ramas secas para producir una candela duradera. Primero inspeccionaría el interior y después, si no había resultados y aún me quedaban fuerzas, me aventuraría por el bosque.

El ascenso a través de esas escaleras supuso un auténtico calvario. Mi rodilla estaba completamente deshecha y el tendón que la conectaba con el resto de la pierna parecía querer desmembrarse a cada paso que daba. Las suelas de mis botas resbalaban sobre la mugre allí extendida, una especie de guano pestilente y viscoso por el que apenas se podía caminar. Las telas de araña se consumían a la luz de la llama, dejando curiosos y efímeros fogonazos de poco agradecido olor. Conseguí llegar al final de esa maldita escalera justo cuando el mechero abrasó mis dedos pulgar e índice al unísono. Grité de dolor y me arrojé abatido al suelo tirando el encendedor en mi caída. Buscarlo entre todos aquellos resbalosos desperdicios no fue tarea agradable. Oía ruidos en la oscuridad que me indicaban que no estaba solo. Ululatos de animales que identifiqué como ratas por sus agudos quejidos llenaban el silencio de la enorme sala circular. Si toda aquella mierda provenía de ellas aquel sitio había de estar infestado. Introduje mis dedos entre la porquería y removí toda la ponzoña con la esperanza de encontrar lo que buscaba. Toqué algo blando de mayor consistencia que el resto de los excrementos y antes de que tuviera tiempo de retirar la mano recibí una mordedura. Lloré de impotencia y dolor, pero no me arredré. Mis ojos empezaron a acostumbrarse a la oscuridad y localicé a mi enemigo con relativa facilidad, unos ojillos brillantes que se agazapaban contra la pared. Sabía que no resolvía nada matándola, porque después de ella vendrían muchas más y aquello sería indudablemente mi penoso fin, pero decidirme a eliminarla no era algo que estuviera en mi mano, formaba parte de mi instinto. Me levanté y fui cojeando hasta la pared. La astuta vieja rata ni tan siquiera se movió. Me observaba con sus tristes ojillos, consciente de mis pocas posibilidades de éxito. Yo por mi parte estaba completamente seguro de que acabaría con ella, aun con mi pierna maltrecha, que ya tenía prácticamente sobre la cabeza del bicho. Arremetí contra el animal con todas mis fuerzas. No eran muchas, es cierto. Pero sí suficientes como para finiquitar a una alimaña de tal condición. Aplasté mi pie contra aquel nauseabundo barro y oí el chillido de la rata al escabullirse. No podía estar seguro de haberle reventado la cabeza sobre una superficie tan poco sólida, pero aquel aullido no era el de un animal en agonía. Y efectivamente, al palpar con el otro pie no encontré restos del maloliente roedor. Ahondando con la mano conseguí tocar otra cosa sólida, pero de morfología diferente, un cilindro. Acababa de encontrar el mechero. Por más veces que un objeto que cae a tus pies llegue hasta el lado más apartado de la sala, uno siempre se sorprende de encontrarlo a tal distancia. Lo limpié y sequé cuidadosamente con los faldones de mi camiseta interior y tras varios intentos fallidos conseguí encenderlo de nuevo. El maldito animalejo había escapado, pero al menos me había conducido hasta el encendedor. En mi celo por descubrir su guarida advertí que la chapa de la pared estaba levantada a la altura del suelo. Aquel era el sitio por el que había escapado la fierecilla. No pude resistir la tentación. No me hacía gracia que me hubieran contagiado la rabia, sobre todo sabiendo que no podría ir a un hospital hasta el día siguiente. Así que a falta de enemigo mayor y guiado por un arrebato visceral, me decidí por la asquerosa rata. Tiré de aquella plancha de metal con todas mis fuerzas sin conseguir levantarla un ápice. Volví a tirar de ella con idéntico resultado. Y una vez más. Y otra. Y de nuevo a intentarlo. Hasta que las fuerzas me abandonaron allí mismo y volví a desplomarme, esta vez sobre la propia pared, víctima de la adrenalina producida y consumida. Cuando caí al suelo se desencadenó un extraño ruido que nada tenía que ver con el reino animal. Una serie de engranajes, como en las peores películas de aventuras en busca de los tesoros de los incas, ponían en funcionamiento algún tipo de mecanismo. Un cajón se abrió sobre mi cabeza y proyectó una luz que iluminó toda la estancia al momento.

lunes, 4 de octubre de 2010

WG Episodio 6, por El Ogro del Sí


Me acerqué hasta la puerta para observar por la mirilla, dispuesto a esconderme tras el quicio en caso de que el tipo entrara abruptamente. Lo vi aparecer por las escaleras. Primero su cabeza: un enorme cubo desproporcionado con surcos de cicatrices como soldaduras y una cara trasnochada de muy pocos amigos de la que sobresalía una prominente y fiera nariz. Tras esto el cuello: un potente cañón con una vena hinchada como un río en época de lluvias coronada por una escabrosa roca que hacía las veces de nuez. Después descubrí el torso: un pecho abombado de boxeador con unos hombros que presentaban la envergadura de un águila imperial con las alas desplegadas, sobre los que caía una chaqueta de cuero claveteada. No quise mirar más. Me escondí tras el quicio sin haber tenido la inteligencia de agarrar algo con lo que defenderme. En un momento de iluminación apagué el diferencial de la luz para que no me viera al cerrar la puerta. Un paso, dos pasos, tres: «¡Riiiiiiiiiiiiiing!». El imprevisto sonido del timbre me hizo sacudir la cabeza y golpeármela contra la pared. Me pareció oír que las manos de aquel siniestro leviatán trasteaban con el pomo. Se me hizo una bola en la boca del estómago que no me dejaba respirar. No sé por qué estúpido resorte me había puesto de puntillas y permanecía allí con el cuerpo completamente agarrotado, pertrechado sobre la pared y arañándola con las uñas en un intento de conservar el equilibrio. Al otro lado tronó una furiosa voz. De entre toda su verborrea pude entender «Arschloch», «Stiefel», y «Herr Düster». Suponiendo que tendría llaves, no comprendí muy bien que no entrara, pero como medida preventiva puse mi cuerpo contra la puerta a modo de pobre barricada y apreté con todas mis fuerzas. El tipo golpeó sobre la madera varias veces con una potencia terrible que hizo vibrar las membranas de mis tímpanos, agitó el pomo hasta casi arrancar el marco de cuajo y se marchó inexplicablemente al cabo de un rato, mascullando algo entre dientes.

Me arrastré hasta el suelo y permanecí allí durante unos instantes. La agitación y la sucesión de eventos ocurridos a lo largo del día, sumada a unas horas de cavilaciones a las que no estaba acostumbrado, provocaron que me quedara allí dormido sobre la moqueta. Ahora comprendo que aquello fue un acto de total inconsciencia, que habría quedado a merced de los designios de mi funesto casero, pero en aquel momento no estaba en disposición de decidir sobre lo que había de hacer mi cuerpo. Era él quien decidía por sí mismo.
Cuando desperté, a pesar de que parecía haber dormido horas, y que incluso me había trasladado en sueños hasta el sofá, todavía no se veía la luz del sol. Recordé los sucesos de la noche anterior y mi corazón empezó a palpitar como el pistón de una locomotora de vapor con accionamiento de distribución de tipo Walschaerts. ¿Cómo había podido quedarme allí dormido tan pancho? ¿Cuántas horas habían pasado? ¿Qué había sido del maniaco Herr Düster? ¿Había sido todo un sueño?

Comprobar que el diferencial continuaba apagado bastó para certificar que no estaba bien despierto. A falta de un reloj para mirar la hora abrí la contrapuerta de la ventana y busqué una iglesia en las inmediaciones. ¿Sería posible que no hubiera ninguna? Fue toda una suerte que al darme la vuelta en busca de inspiración encontrara un reloj de pared de oficina justo frente a mis ojos. Marcaba las cuatro y cuarenta y un minutos. Pero, no podía ser ¿Había ido el tiempo hacia atrás? ¿Me estaba volviendo majareta? La única explicación posible era que me hubiera quedado dormido unas ocho horas. Volví a la ventana y dirigí mi vista a la calzada. Aquello sirvió para cerciorarme de que había comercios abiertos y vida en la calle. No me estaba volviendo loco. Respiré aliviado, pero aún había varias cosas que me inquietaban.
Acababa de desembarcar en un piso compartido cuyo propietario y compañero era un ángel del infierno desarrapado que aparecía en casa de madrugada y aporreaba la puerta en lugar de entrar. El tipo no se presentaba a la cita acordada, le dejaba las llaves al portero, permitía que entrara en su casa un perfecto desconocido y le tendía una emboscada para abusar de él, sin llegar a perpetrarla por algún secreto motivo.

Había algo que no me cuadraba en todo eso. No tenía la certeza de estar discurriendo con claridad. Necesitaba andar para poner en claro mis pensamientos. Cuando era más joven mis padres y mis conocidos solían decirme: «Párate a pensar». Qué ridículos los encontraba entonces y más me parecen ahora. El pensamiento es acción. Esto es indiscutible, lo quieran o no el primer y segundo Wittgenstein. Desde el momento en que un pensamiento no se articula mediante la acción no existe, así de simple. Del mismo modo una proposición no indica nada si no tiene una función. Esta es la razón de que siempre apoyara mis cavilaciones en un alegre deambular que de manera infalible me conducía a lugares insospechados. En esta ocasión no obstante, decidí cerrar la puerta de la casa con llave para evitar posibles fugas no deseadas. No sé cuánto tiempo pasé dando vueltas en círculo por el salón. La moqueta marrón que amortiguaba mis pasos exhibía una circunferencia imperfecta que se asemejaba a los símbolos supuestamente extraterrestres superpuestos sobre campos de cosecha segados de medio mundo. Por cierto, al final se descubrió que estos símbolos no eran más que parte de una campaña publicitaria de ron Bacardí a nivel mundial. Pero volvamos a lo nuestro. El caso es que era sábado por la mañana cuando me percaté de que aquel hombre volvería a aparecer de un momento a otro. Dilucidé esto por las dos únicas frases de aquel texto que había sido capaz de comprender: SAMSTAG VORMITTAG RAUS! SIE DÜRFEN HIER NICHT BLEIBEN! No sabía muy bien cómo afrontar el futuro, pero por más que me quedara en la calle tenía muy claro que no quería volver a encontrarme con aquel tipo de la chupa claveteada. Solo de pensar en él me daban mareos. Era momento de rememorar la batalla del río Orbigo, o como vulgarmente se dice, poner pies en polvorosa.

Hice la maleta y recogí mis cosas junto a la hoja con las instrucciones, más por pura curiosidad y capricho que por encontrarla de utilidad, y me dispuse a salir de allí antes de que volviera aquel mostrenco. Bajé las escaleras al galope, mirando hacia atrás para cerciorarme de que había cerrado bien la puerta. No se demostró aquello como una maniobra sensata, ya que una masa informe y acolchada frenó mi avance al llegar al descansillo. Reboté y fui impelido de espaldas hacia los escalones. Cuando me recobré de la conmoción me pareció volver al sueño de la noche anterior. Herr Düster en persona, chaqueta claveteada y torso de águila imperial antes mis narices. Me miró con una cara entre compasión y desprecio. Estaba perdonándome la vida y posiblemente también otras cosas. Permaneció erguido mostrando su colosal figura ante mí. En esta ocasión su voz era clara y pausada.

—¿Es usted el nuevo inquilino del señor Düster?
Quedé patidifuso. ¿A qué venía que el propio señor Düster me preguntara eso precisamente a mí? Empecé a perder el control de mis fluidos corporales, pero una fuerza interior, tal vez el instinto de supervivencia, me ayudó a hacerlos entrar de nuevo en sus conductos y a conducirme yo mismo casi con valentía.
—El mismo que viste y calza —dije desde el suelo sin pensarlo, con un equivalente alemán de nuestra frase hecha.
—Pues ándese con ojo y no calce tanto. Sus botas militares no me dejan vivir. Soy Wilhelm Mielke. El vecino de abajo.
Me quedé unos momentos con cara de bobo, sin saber qué decir, hasta que conseguí valorar el significado de sus palabras.
—¿Tiene usted idea de con quién está hablando? —dije con descaro, intentando recobrar el tono que tan buenos resultados me había dado en otras ocasiones. No obstante parecía haber perdido mis poderes, ya que no conseguí impresionarle lo más mínimo.
—Me importa una mierda. Ándese con ojo —repitió.
—Lo haré. Gracias, señor Mielke. Auf wiedersehen! —dije escabulléndome bajo sus enormes piernas, consciente de la imposibilidad de amilanarlo.
El señor Mielke dio un respingo, como si hubiera visto un ratón, y giró la cabeza siguiéndome con la mirada.
—¡Ándese con ojo! —volvió a repetir.

Mientras caminaba sin rumbo determinado me quedé pensando en el suceso que acababa de tener lugar y que daba un vuelco total a mi situación. O al menos eso es lo que yo creía, pues aún no me quedaba del todo claro. Por ahora el señor Düster no había aparecido por ningún sitio. Simplemente se había encargado de entregarme las llaves mediante el portero, confiando ciega y estúpidamente en mi honradez. Cosas y costumbres desconocidas e ingenuas de los germanos, tuve que suponer. El propio señor Mielke no podía ser más que mi vecino, bastante molesto por mis largos y contundentes paseos de la noche anterior, que si bien provocaron una escena casi dramática, también me ayudaron a discurrirlo todo con mucha más cordura. Eso significaba que no había nada que temer. Bien podría haber vuelto al piso y esperar a encontrarme con el señor Düster para que me explicara un poco las cosas. Eso habría sido lo más lógico. No obstante, el tono de aquellas dos frases me daba a entender que tal vez no quisiera verme, probablemente nunca; sus razones tendría. Aquello no era de mi incumbencia.
Además, mi método de pensamiento andariego y errante, mi único modo de razonar fiable, había obrado por mí. Cuando me hube devanado los sesos para llegar a esta impresionante conclusión, había andado hasta la estación de S-Bahn, esperado cinco minutos a que llegara el tren y embarcado en él para trasladarme a la otra parte de la ciudad. Ya habría tiempo de volver y aclarar todo el asunto. Me encontraba en la estación de Grunewald cuando llegué a tal conclusión. Salí del tren medio desnortado, aún cavilando sobre mis posibilidades, cuando vi algo que resultaba tremendamente sorpendente: una colina al final de un inmenso bosque. Se trataba de la primera que veía en la ciudad, una cúpula coronándola en la lejanía. Me dirigí a ella, prácticamente hipnotizado por su atmósfera futurista.


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