El gemelo de plata
La noche en que mataron a Pit Blaine, Diente de Oro, la noticia estalló contra las bandas de los Billares π, en la Tres con la Catorce. Hacía cuatro días que había regresado a la ciudad, después de casi diez años de trabajar para la Agencia fuera de mi estado. Inmerso en una sucesión de cuatro noches aciagas, el nieto del “Gordo de Minnesota” me desplumaba inmisericorde. La muerte de Pit me golpeó más duro de lo esperaba. El pasado siempre se reserva su mejor derechazo.
Diente de Oro fue el mejor amigo de mi viejo. Se conocían de la infancia, habían compartido barrio, novias y cigarrillos. Cuando yo nací, lo nombró mi padrino como reconocimiento a una larga amistad casi sin baches; Diente de Oro fue «padrino» durante más de quince años. Sus visitas de los domingos al mediodía siempre elegante -traje negro, camisa oscura con una corbata amarilla lanceada por unas lágrimas negras-, hubo una época en que para Pit Blaine cada día era domingo, se sucedían con la periodicidad del expreso de medianoche que puntualmente removía mis sueños.
La bola negra entró como un obús en el agujero, trazando una banda de luto sobre el verde. Dejé el rostro de George Washington arrugado sobre la mesa. Recogí la gabardina y el sombrero a la vez que me fulminaba de un trago el vaso de whisky, ya aguado. Ante el vidrio de la puerta durante un instante mi imagen quedó capturada devolviéndome un rostro desfigurado por las volutas de humo del cigarrillo que llevo prendido de los labios. Mis pasos me dirigieron de memoria hacia el edificio gris, cruzada la acera, cuyos neones fundidos formaron un día las palabras Evening Cronicles.
El Cronicles era el único diario del estado que, contradiciendo su nombre, salía de noche y era, además, la guarida donde había quemado largas horas como redactor en la sección de “Sucesos” (tal como el rótulo del vidrio esmerilado de mi puerta marcaba) -sucesos era un puro eufemismo de violaciones, asesinatos, suicidios, robos y demás coletazos de la noche que el alba descubría a la ciudad y que durante una época al menda le tocó a reportar-.
Hace siglos, aquel trabajo me despertó cierta fascinación por el narrar; aunque bien es cierto que, unos cientos de artículos más tarde, de ese hechizo inicial no permaneció más que una gimnasia mecánica y dactilar. Después de esos años de ausencia, sólo me quedaba de aquel trabajo la amistad con Bill, el único tipo suficientemente indecente como para que no le importara seguir en contacto conmigo.
Me deslicé hasta su despacho con naturalidad sin que nadie me preguntara nada. Bill estaba acabando de redactar la nota sobre la muerte de Pit, la cual iba a figurar en la edición que saldría en unas pocas horas. Mis ojos se pasearon, por encima de sus hombros, através de aquel borrador a medio escribir. Tras reseñar cuatro datos sobre su vida, la nota incluía los tópicos del género obituario, la fecha del entierro que tendría lugar dos días más tarde -la policía necesitaba quedarse con el cuerpo en observación, no se les fuera a escapar-. Me vino un agarrotamiento que quiero pensar no fue motivado porque conociera al fiambre, perdón a Pit, –demasiadas reseñas de muertes y esquelas leídas y redactadas pesaban sobre mis espaldas- sino que a ese factor se añadió, una vez leídas las circunstancias de su muerte, una pieza que no encajaba en todo aquello (como dicen las malos filmes de cine negro):
¿Quién querría matar ahora a Pit, un tendero de toda la vida? ¿Quién estaba interesado en liquidar a un tipo que debería llevar varios lustros jubilado?
A Pit le habían volado los sesos después de haberse dedicado durante más de cuarenta años a atender una tienda de ropa interior para las mujeres de los ricos. Pit debía haber sido en sus últimos años una suerte de dinosaurio o de fósil viviente que pertenecía a una época en la que tuvo que importarse madera de los estados vecinos para atender la demanda creciente de ataudes que exigía la industria funeraria. De la época en que Pit fue joven no quedaban más que algunas lápidas con faltas de ortografía.
Diente de Oro fue el mejor amigo de mi viejo. Se conocían de la infancia, habían compartido barrio, novias y cigarrillos. Cuando yo nací, lo nombró mi padrino como reconocimiento a una larga amistad casi sin baches; Diente de Oro fue «padrino» durante más de quince años. Sus visitas de los domingos al mediodía siempre elegante -traje negro, camisa oscura con una corbata amarilla lanceada por unas lágrimas negras-, hubo una época en que para Pit Blaine cada día era domingo, se sucedían con la periodicidad del expreso de medianoche que puntualmente removía mis sueños.
La bola negra entró como un obús en el agujero, trazando una banda de luto sobre el verde. Dejé el rostro de George Washington arrugado sobre la mesa. Recogí la gabardina y el sombrero a la vez que me fulminaba de un trago el vaso de whisky, ya aguado. Ante el vidrio de la puerta durante un instante mi imagen quedó capturada devolviéndome un rostro desfigurado por las volutas de humo del cigarrillo que llevo prendido de los labios. Mis pasos me dirigieron de memoria hacia el edificio gris, cruzada la acera, cuyos neones fundidos formaron un día las palabras Evening Cronicles.
El Cronicles era el único diario del estado que, contradiciendo su nombre, salía de noche y era, además, la guarida donde había quemado largas horas como redactor en la sección de “Sucesos” (tal como el rótulo del vidrio esmerilado de mi puerta marcaba) -sucesos era un puro eufemismo de violaciones, asesinatos, suicidios, robos y demás coletazos de la noche que el alba descubría a la ciudad y que durante una época al menda le tocó a reportar-.
Hace siglos, aquel trabajo me despertó cierta fascinación por el narrar; aunque bien es cierto que, unos cientos de artículos más tarde, de ese hechizo inicial no permaneció más que una gimnasia mecánica y dactilar. Después de esos años de ausencia, sólo me quedaba de aquel trabajo la amistad con Bill, el único tipo suficientemente indecente como para que no le importara seguir en contacto conmigo.
Me deslicé hasta su despacho con naturalidad sin que nadie me preguntara nada. Bill estaba acabando de redactar la nota sobre la muerte de Pit, la cual iba a figurar en la edición que saldría en unas pocas horas. Mis ojos se pasearon, por encima de sus hombros, através de aquel borrador a medio escribir. Tras reseñar cuatro datos sobre su vida, la nota incluía los tópicos del género obituario, la fecha del entierro que tendría lugar dos días más tarde -la policía necesitaba quedarse con el cuerpo en observación, no se les fuera a escapar-. Me vino un agarrotamiento que quiero pensar no fue motivado porque conociera al fiambre, perdón a Pit, –demasiadas reseñas de muertes y esquelas leídas y redactadas pesaban sobre mis espaldas- sino que a ese factor se añadió, una vez leídas las circunstancias de su muerte, una pieza que no encajaba en todo aquello (como dicen las malos filmes de cine negro):
¿Quién querría matar ahora a Pit, un tendero de toda la vida? ¿Quién estaba interesado en liquidar a un tipo que debería llevar varios lustros jubilado?
A Pit le habían volado los sesos después de haberse dedicado durante más de cuarenta años a atender una tienda de ropa interior para las mujeres de los ricos. Pit debía haber sido en sus últimos años una suerte de dinosaurio o de fósil viviente que pertenecía a una época en la que tuvo que importarse madera de los estados vecinos para atender la demanda creciente de ataudes que exigía la industria funeraria. De la época en que Pit fue joven no quedaban más que algunas lápidas con faltas de ortografía.
(continuará)
5 comentarios:
Fantástico ejercicio de género!! Aire fresco para autobombo, quién lo firma? Solo tengo un pero: a un tipo duro como el que narra no se le aguará nunca el whisky... ¡porque sin duda lo bebe sin hielo! :-)
Q.M. (= queremos más)
gràcies marta, sempre tan doblement atenta. El whisky ya aguado era sólo y con hielos ;) .
kisses from london
Que alivio al ver el comentario anterior... pensé que le habían salido enanitos a Copérnica!
Ni Palmintieri, ni Mategna ni Aiello... veo que su pasado le ha delatado de forma máfica (la mafia a mida, familia amada). Burrotti, Il Capo, lei è uno dei nostri.
Debo confesar que yo también me sentí acobardado, acongojado y despistado por el ambiente lúgubre. Me sonaba más a barrios bajos porteños que a los docks londinenses. Una vez descubierto, felicidades por la plata del gemelo. Y que vuelva a contarnos lo que falta.
bien, Billy Burrot, bien bien bien...(el humo del cigarrillo calaba el entretexto. Aspirè con fuerza y me animè a decirle...)sì Billy Burrot, es sin duda es un relato digno de su puño, butaca y sombrero...(la piel cercana a los extremos de los ojos se arrugò al apretar la expresiòn)...la mafia negra del ambiente denso aun todavìa me tiene embelesado(proseguì)...asì que esto es el comienzo de algùn pasado ¿no, Billy Burrot?...bien bien bien...
Publicar un comentario