DE RABO A CABO
Al cumplir los trece años, cuando todavía mis pezones no proyectaban sombra alguna sobre mis pechos como tablas de planchar, mis padres –él, dependiente en un comercio de ultramarinos, ella, ama de casa hastiada y con obesidad mórbida- me plantaron un pastel de tres pisos frente a mi rostro prepúber y, emocionados, me ordenaron: ¡¡pide un deseo!! Y pedí, preansiosa, prepúber y premamona: ¡¡Quiero ser piloto del ejército!! ¡¡Quiero servir a la patria!! ¡¡Y quiero volar!! Atónitos, pero orgullosos de haber parido a un ser tan ocurrente y fascista, se murmuraron al unísono (y entre sí): “ya se le pasará”. Pero no se me pasó, como tampoco, no sé todavía por qué, mis pezones no lograron convertirse en ese sauce bajo el cual, al fresco, leía “Instrucciones para pilotar una avioneta”. A los diecisiete años, con mi virginidad intacta y con una madre con el estómago reducido –pero igual de gorda y amargada-, me alisté a M.E.T.E.M.E.T.U.R.A.B.O (Centro de Instrucción de Aeronáutica Militar de Badajoz), que por entonces ya era mixto. Ahí leí las segundas y hasta las terceras partes de “Instrucciones para pilotar una avioneta”, construí helicópteros de papel y se la chupé a medio pueblo (porque entonces Badajoz todavía no era ciudad). Después de tanto esfuerzo, logré ser, de los dos alumnos que éramos en clase, la primera de mi promoción. Mis padres, igual de atónitos que en mi decimotercero aniversario, me regalaron un Jhonny con tres ventosas y un lenguado de medio metro congelado y sin espinas. En ese momento, se convirtieron en algo más que un dependiente y un trozo de carne de trescientos quilos: ahora eran mis amigos. Poco después, condecorada y preparada para ser una mujer piloto, hice las maletas e inicié una nueva vida en Irak. Tenía dieciocho años, la edad ferpecta para instruirme de verdad y empezar a leer los diarios. O eso me decían mis superiores, especialmente Armando Rampas, un hombre erudito que, según decían los cocineros del cuartel, eyaculaba hacia adentro y sin hacer ruido. “Para ser cabo, hay que pasar por el rabo”, me susurraba los sábados Armando –quizás era judío, no lo sé. ¡Cuánta cultura!, ¡Cuánta bondad!, ¡Cuánto amor a la patria! Eso intuía yo por aquel entonces, porque, por aquel entonces, yo no entendía nada. Tampoco hoy, cuando, desde el S.A.C.A.M.E.T.U.R.A.B.O.Y.A.A.A.A.A (Centro de Reparación de Perforaciones de Rabos Gigantes de Aaaaalmería –otro pueblo de este nuestro país) escribo esta carta de despedida con el estómago reventado –que no reducido- por algo que en su momento creí que era un misil de la NASA china.
Padres míos, os quiero mucho.
Cabo Quilla