domingo, 7 de marzo de 2010

Tal vez sean los cegadores ojos de la muerte los que ahora me iluminan e impulsan a escribir, no lo sé.

Íbamos hacia Burgos, C. conducía y en ese punto la carretera flanqueaba una casa de campo hacia la que se dirigían jóvenes campesinos. Cuando decidimos hacer una parada al borde del camino de tierra que llevaba hasta la casa, se nos acercó un hombre de cara marcada. Su mirada lúgubre y sus arrugadas ropas no consiguieron inquietarnos aunque una parte de nosotros se puso en guardia. "Estoy tan solo" pensé que pensaba. En seguida nos cantó las excelencias de nuestro coche y quiso hacerle unas fotos. Le dejamos hacer, pero cuando insistió en que quería tomar unas fotos del coche con nosotros dentro le dijimos que no, que de ninguna manera, movidos por una desconfianza natural que el hombrecillo despertaba en nosotros. Lo que sí hicimos fue entrar en el coche y alejarnos de él para recorrer un tramo del camino de tierra. Por el retrovisor pudimos ver como tomaba nuestra dirección y como al cruzarse con una joven campesina la interpelaba y ella, inmediatamente, y movida como por un resorte comenzaba a golpear la tierra y los matorrales que cubrían toda la zona con una pala con la que cargaba. La chica, alta, delgada, vestida como alguien de campo y del año dos mil uno, tardó menos de un minuto de reloj en estar completamente fuera de sí. Golpeaba el suelo con una violencia histérica aquí y allá ante la inmovilidad y el silencio del tipo. En seguida, un grupo de cuatro jóvenes formado por tres chicos y una chica no dudaron en coger por brazos y piernas al ahora pataleante hombre y llevárselo en volandas hacia la casa de campo donde se celebraba lo que parecía una fiesta o reunión. Habían muchas mesas dispuestas con carne a la brasa y patatas y platos con embutidos cortados. Familias enteras, niños, perros. Unos conversaban y comían de pie mientras otros servían la carne en grandes fuentes. El grupo de cinco llevó al ya resignado hombre hasta un pequeño muro a escasos metros del grupo tras el cual lo dejaron caer a peso y acto seguido lo golpearon a una velocidad frenética. Palos, palas y rastrillos se sucedían con una violencia propia del que quiere exterminar al otro. Ante nuestra silenciosa parálisis hecha de horror siguieron golpeando y golpeando con creciente velocidad y fiereza ese cuerpo que no alcanzábamos a ver pues nos lo impedía el escueto muro de ladrillos pintados de blanco. A los pocos minutos dejaron de golpear y volvieron a tomar el cuerpo por tobillos y muñecas manteniéndolo en el aire y esta vez jugando con él. El tipo parecía inconsciente, su ropa estaba hecha jirones y dejaba gran parte de su cuerpo al desnudo. Casi toda su piel había adquirido un color escarlata pellizco. La cabeza colgaba inerte entre sus hombros y ellos reían y le retorcían muñecas y tobillos haciendo girar el cuerpo sobre sus extremidades. Lo balanceaban en el aire, lo estiraban y encogían sin tener en cuenta las limitaciones naturales de las articulaciones. Superando mi espanto di unos pasos y grité: " ¡ ya basta! ". Las caras del grupo de cinco mantuvieron su expresión jovial y dos de ellos se apresuraron a responderme al unísono: " ¡ pero si ya está muerto! " Las familias habían estado observando, como nosotros, pero nadie salvo yo había levantado la voz. Parecían consternados por lo que estaban presenciando pero no escandalizados. Algunos hablaban entre sí en voz baja. No me atrevo a asegurar que parecieran acostumbrados a ese tipo de espectáculo, pero la idea cruza mi cabeza los malos días en los que lo recuerdo. No parecían reaccionar y temiendo que se volvieran en contra de nosotros volví a mi posición inicial al lado de C. . Íbamos hacia Burgos y habíamos parado en ese trozo de campo a descansar las piernas para acabar presenciando un brutal asesinato a cargo de cinco jóvenes frente a un grupo de familias al completo en plena comida campestre. Sin hablar con nadie de los presentes, nos alejamos poco a poco del grupo simulando una indiferencia que no era más que nuestro desesperado intento por ocultar el asco y el profundo miedo que sentíamos hacia aquellas gentes, niños y perros incluidos. Todo estaba teñido de horror. La hoja de un cuchillo abriéndonos la carne como un libro. La mayoría parecían turbados pero sus caras mostraban una callada indiferencia que despertaba en nosotros un pánico mayor al de la violencia de los jóvenes. Sin prisa, abrimos las puertas del coche y nos alejamos de la casa por el camino de tierra hasta la carretera. Condujimos más de una hora sin decir palabra ni mirarnos, sólo conducir, hasta que, instintivamente, paramos en el parking de una estación de servicio y lloramos.

5 comentarios:

Lolo de Grise dijo...

Excelente parábola psicosocial en la que los elementos de la narración negra y terrorífica se mezclan con el realismo más cruel. The Wicker man, Los chicos del maíz, 2000 maniacos, la indiferencia humana hacia la catástrofe y la insensibilidad crónica como patología. Me quito el bombín, lo lanzo al aire como un frisbi y corto cabezas como si fuera Oddjob en Goldfinger contra James Bond.

Ver No. Ir, Laza. dijo...

"La hoja de un cuchillo abriéndonos la carne como un libro", ¡Afilado estilete! Zozobrante he quedado, como un pelele, pero agacho la cabeza en reverencia y a ver si el bombín cae en ella.

¡Magnífico!

leli dijo...

Fascinante y magnético relato oscuro. Resalto la fría claridad brutal de la respuesta de los agresores: 'pero si ya está muerto!'. Me ha dolido más esto que los golpes de rastrillo

Léolo de Gris dijo...

"Estoy tan solo" pensé que pensaba. En seguida nos cantó las excelencias de nuestro coche y quiso hacerle unas fotos. Le dejamos hacer, pero cuando insistió en que quería tomar unas fotos del coche con nosotros dentro le dijimos que no, que de ninguna manera, movidos por una desconfianza natural que el hombrecillo despertaba en nosotros".

Inolvidable este momento en el que nuestro autor se encuentra con un hombrecillo que no llegamos a saber qué motivos tiene para hacerle fotos a su coche, y querer hacerla con ellos dentro. Por un momento nos confundimos tanto que no sabemos exactamente si el personaje es tonto, si lo son los del coche o si lo somos nosotros mismos. Será este mismo hombre al que después apaleen hasta la muerte sin razón aparente. Por una parte nos preguntamos por qué, por otra nos respondemos porque sí, pero luego caemos en la cuenta de que el hombre ha interactuado con los espectadores de la cruel escena y tenemos que pensar que esa interacción tiene algún sentido en el conjunto del texto. Pero no, no lo encontramos, y ahí reside la maestría de la narración de Zozobra, en que nos deja preguntándonos qué carajo pasa con ese hombre y con los observadores. Lo que nos parece más natural es la reacción de los campesinos y el sacrificio del personaje incomprensible e incomprendido. No nos deja de sorprender que ese personaje que el narrador "pensó que estaba tan solo" muera irremisiblemente, pues queda claro que si está tan solo no existe para nadie y ya está muerto antes de que lo ajusticien. ¿Parábola de la incongruencia? No, simplemente paradojas de la narratividad.

Pol Bin dijo...

Perdonad, miembros y miembras, que haya estado desaparecido últimamente, es que cumplí los 33 y me fui a pasar una temporadita al Monte Calvario...
Veo que me he perdido grandes cosas y grandes textos. Bravo, zozobra, un texto realmente inquietante...
Y no me entretengo más, que tengo que seguir leyendo(te?)!!
Pol.

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