viernes, 26 de marzo de 2010

Historia zómbica (V): la soledad de los espejos

Coges un espejo y lo pones encima de la mesa. Es un espejo redondo, de pequeñas dimensiones, apropiado para un maquillaje minucioso, con un marco metálico y dos caras, una de las cuales amplifica el tamaño de los objetos y la otra los refleja a escala natural. Un pie metálico con dos brazos laterales mantiene el espejo como suspendido en el aire y le permite un movimiento de rotación que hace posible pasar de una cara a la otra con un simple gesto. El sistema es parecido al de las bolas del mundo, pero con el eje cambiado y la masa terrestre escuálida, como los globos terráqueos de un universo bidimensional. Ya ni recuerdas cuál de tus antiguas amantes debió de olvidarlo en casa antes de salir para no volver jamás. Mientras lo pones sobre la mesa observas que está cubierto de polvo, casi exangüe en su ostracismo, pues un espejo que no refleja a nadie es como un libro que nadie lee: no existe. Y tú no eres precisamente de los que se miran en el primer espejo que encuentran. Tal vez por eso esta tarde, cuando volvías de la oficina, no has sabido reconocer tu cara al verla reflejada en el escaparate de una tienda de juguetes. Y has llegado a casa preocupado y has cogido el espejo y lo has colocado encima de la mesa. Y has empezado a observarte con detenimiento, por la parte del espejo que reproduce el mundo sin distorsión aparente. El espejo es ahora un inmenso ojo escrutador, fiscal polifemo de ti mismo, aleph reflejo de todas tus máscaras. En realidad es una suerte que esté cubierto de polvo, pues produce así un efecto brumoso que distorsiona tu imagen, lo cual es un alivio cuando uno llega cansado a casa y hace tiempo que no se mira al espejo. La distorsión impone además la distancia necesaria para que puedas observarte sin tener que apartar la mirada, para que puedas enfrentarte a tu propia imagen sin sentirte insoportablemente increpado. Entre la polvorienta neblina te percatas de que la imagen de ti mismo poco o nada tiene ya que ver con la imagen de la imagen que te has hecho de ti mismo. Te cuesta reconocer en esa mirada lánguida la chispa de aquél que un día peregrinó a París. Intentas sonreír y te cuesta reconocer en esa sonrisa opaca el prístino fulgor de un gin-tonic en Jamboree. Te cuesta reconocer en ese ceño fruncido la frente despejada de aquel atardecer en Nayarit. Te cuesta reconocerte, en fin. Cierras los ojos, inclinas ligeramente la cabeza y te aprietas suavemente los lacrimales con la ayuda de los dedos índice y pulgar. En esa posición, concentrado en tu penumbra interior, intentas cotejar la imagen que el espejo te devuelve con la imagen que devuelve el espejo de tu memoria. Ves un balancín de flores rojas y marrones. Ves un barquito de corcho en el estanque de un parque en primavera. Ves un perro que te lame la mano. Ves una máquina de escribir con una hoja en blanco en la que sólo está escrito el extraño título de un relato: “Trágica agonía de una cerveza”. Ves una orgía en la que nunca has estado, y una partida de ajedrez que no has jugado. Ves una carrera de obstáculos. Ves un papel chamuscado. Ves una tienda de campaña bajo la lluvia y una guerra de mazorcas de maíz. Notas el roce de unos pies bajo la mesa. Ves versos escritos en una servilleta. Ves una cita de Wilde grabada en un pupitre. Oyes gemidos. Notas en la cara el viento frío de una mañana de febrero en Menorca. Ves una iglesia abandonada. Ves una caravana forrada con fotos de revistas pornográficas. Ves furtivamente el rostro de un indio de una película que no te han dejado ver. Ves una habitación de hotel, doble y en penumbra. Oyes una puerta que se abre chirriando. Sientes la ebriedad de una noche de San Juan. Ves un accidente de tráfico. Abres los ojos.

El espejo sigue ahí. Siguen ahí tus ojos lánguidos y tu sonrisa opaca. Sigue ahí el reflejo polifemo. Pasas el dedo índice por la superficie polvorienta del espejo, en diagonal, de arriba a abajo, de derecha a izquierda. Una reluciente cicatriz parece ahora rasgar tu rostro, la cicatriz que deja el rastro de un caracol en su camino. Vuelves a pasar el dedo, pero esta vez dibujando la diagonal contraria. Una gran X domina ahora el espejo. En la intersección que forman sus aspas, aparece nítidamente tu entrecejo fruncido. Parece el punto de mira de un incierto futuro de cañón recortado. Súbitamente suena el teléfono. Lo dejas sonar una, dos, tres, cuatro veces; a mitad de la quinta, enmudece. Con el flanco de la mano, compulsivamente, quitas el polvo que queda sobre la superficie del espejo y la limpidez con que ahora aparece tu rostro te resulta intolerable. De un manotazo haces girar el espejo, que parece ovillarse sobre sí mismo, perdiendo poco a poco velocidad. Le vuelves a dar impulso, como si fuese una ruleta. Una y otra vez. Finalmente, dejas que se detenga. Y el rostro desenfocado que el espejo te devuelve resulta ahora monstruoso, convexo, deformado, turbulento. Apagas la luz, y te preguntas qué demonios hacías tú esta tarde al volver de la oficina mirando el escaparate de una tienda de juguetes.


Marta Polbín
(espero me perdonen el reciclaje)

4 comentarios:

Elidoro Legs dijo...

Benditos reciclajes que les quitan el polvo a los espejos y nos los devuelven llenos de glorias pasadas y eternas. Nada más autobombástico que la historiagrafía literaria analépsica y zoómica que deforma los espejos y con ellos el reflejo de uno mismo a través de los años.

da yluso a tu bombo!

la soledad era esto dijo...

Gracias, ogrito, por quitarle el polvo a mi entrada! ;-)

Leslie Gordo dijo...

Sí, yo no sé dónde anda la gente. Yo creo que se pierden entre os berenjenales. Pero claro, como es S.S. y eso, pues parece que haya excusa para todo. A pesar de que la entrada venga de hace dos semanas. Pero qué coño, si nadie dice nada, aquí estoy yo para desempolvarte de nuevo. Espejito, espejito... ¿quién escribe los cuentos más bonitos?

la sole era es dijo...

Oh, Leslie, eso de desempolvarme de nuevo entre los berenjenales tiene reminiscencias a película porno de serie B...
Así que no sigas por ahí o tendré que ir yo a empolvarte entre restos de nieve berlinesa!
Tu Polbina.

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