EL APAGÓN
Empecé a pensar que tal vez hubieran destruido las torres de conexión inalámbricas y las centrales del cable. No me importaba mucho cómo, lo que más me inquietaba era quién. Estaba claro que aquel que lo hubiera hecho se había convertido en mi enemigo. Necesitaba conocerlo a toda costa.
Intenté salir a la calle pero, como la conexión había caído, el sistema del servidor no me permitía abrir la puerta. La pantallita junto a la cerradura decía system failure-open manually. Resultaba gracioso, porque ¿cómo demonios se abre manualmente una puerta digital? Sí, el marco estaba allí, su blanco metalizado impoluto resplandeciendo como una hoja de afeitar, la puerta también estaba allí, claro está, no era ningún holograma. Pero la cerradura no tenía bombín. Era, pueden apostarlo, totalmente digital. Yo jamás había oído que se pudiera abrir manualmente. Tampoco es que lo hubiera necesitado, cierto. Hasta ahora ninguna queja con el servidor de internet. ¡Bueno, tendría que haber alguna forma de hacerlo!
La examiné de abajo arriba por el lateral comprobando la ínfima ranura entre el marco, la puerta y la cerradura digital. Intentaba encontrar algún punto de unión por el que se viera el mecanismo que permitiera accionar manualmente el resorte. El problema era que por esa rácana hendidura no se veía nada en absoluto. Revolví el cajón de las herramientas en busca de una pequeña linterna láser con haz graduable y dirigido. Una vez con ella pude ver el fondo de la muesca. No había nada, ni el botón más pequeño que pudiera ser accionado. Empecé a desesperarme bastante. Di unas cuantas pataletas al suelo y grité «hijo de puta» unas cuantas veces para calmar mis nervios y poder pensar con claridad. Yo ya sabía que probablemente serían varios los hijos de puta, pero dirigir mi ira contra un solo individuo me rearmaba de valor y me daba fuerzas para seguir hacia delante. Tras unos minutos de deliberación contemplativa decidí emprender la aventura de revisar todo el reborde de la puerta en busca de algún saliente que invitara a apretar. El dibujo del marco interior hacía un ángulo que me llamó la atención, así que apreté con la esperanza de que se abriera cual compartimento secreto. Tampoco hubo suerte. Resolví darle uso a una maza de goma que había comprado como curiosidad y que había pasado años de hastío como adorno en la pared en que tenía la pantalla táctil central. En su momento me pareció gracioso el gesto iconoclasta de colocarla ahí, ahora veía en la incongruencia una broma de mal gusto, pero esperaba que mi instinto irreverente me brindara ahora la oportunidad de sacarme de aquel agujero. Lo curioso es que hacía dos meses que no salía de casa más que para hablar con el portero. Me había hecho mi espacio propio en mi hogar y al haber optado por el celibato voluntario también me parecía lo más lógico optar por el encierro voluntario. Trabajaba desde casa, así que no tenía necesidad de salir como la tienen algunos otros. Me traían la compra a casa. La comida me la hacía yo siempre, ese era uno de mis pasatiempos. Después, la lectura y las relaciones virtuales colmaban toda mi necesidad de socialización. Con la puerta abierta no había necesitado salir en ninguna ocasión y ahora que me moría de claustrofobia no había manera de ingeniárselas para escapar a la ratonera. Puse todas mis esperanzas en esa mágica maza, espíritu del pasado, símbolo de la destrucción del presente. Empecé de nuevo a golpeando desde abajo en una prospección vertical. Golpeé toda la superficie del marco de la puerta, los cuadros interiores, el pomo, la cerradura, el visor, las bisagras, cada maldito milímetro de la puerta y del umbral hasta que empezó a agarrarme una ataque de furia y la emprendí a mazazos cada vez más fuertes, con lo que los rebotes de la goma en mi cabeza empezaban a hacer mella en mis sentidos. Cuando me di cuenta de esto salí completamente de mí y me dirigí hacia el salón, arrasando con todos los objetos que encontraba a mi paso y cebándome especialmente en las pantallas táctiles en forma de manzanita que poblaban el piso y le daban su aspecto de huerto cibernético. Me coloque frente a la pantalla central pero para mi sorpresa esta me devolvió el golpe. Tuve que tocarme en la sien para comprobar que no llevaba las gafas de realidad virtual, y también para verificar que esta vez el golpe recibido me había hecho sangrar. Me tambaleé y volví ante la puerta como pude. Con mis últimas fuerzas ya nubladas, grité socorro aún con miedo de que alguien viniera en mi ayuda. Me di de bruces contra la puerta. Sentí como mi labio y parte de mi cara, en contacto con el frío metal, se estiraban hacia arriba y besaban el objeto de mi infortunio mientras el peso de mi cuerpo sucumbía a la gravedad. Me escurrí zigzagueando hasta el suelo.
¿Continuará?
4 comentarios:
¡Que continúe, plis! Me vuelvo a sentir como en 1984...
sì...sì...que continùe...pero que respete el turno...
ja! te dieron a probar de tu mismo pescado, pescadera!
un mazazo de texto, una ranura que no se puede abrir y que nos da la bienvenida al desierto de lo real...sin duda, continuará
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