El apagón. Capítulo II
Tras hacer un esfuerzo titánico de concentración y varias respiraciones profundas para calmarme, decidí salir por la ventana. En ese momento me agradecí a mí mismo el haber alquilado ese lúgubre tercero en un edificio de treinta plantas. Había permanecido varios minutos tumbado en el suelo, medio soñando. La sensación de claustrofobia traía a mi mente las más terribles ilusiones. Imaginaba la ciudad en ruinas, como en esas fotografías de posguerra. Recordaba todos y cada uno de los libros que había leído sobre sociedades utópicas, todas esas películas catastróficas en las que solo se salvan dos, y me horrorizaba al pensar que yo estaba siendo víctima de uno de esos posibles mundos. Como esos héroes de ficción, yo estaba solo, ya me había acostumbrado, y no echaba de menos a nadie.
Aliviado por este último pensamiento, reuní las fuerzas suficientes para levantarme y llenar una mochila de cosas que intuí que podría necesitar en mi incursión a la vida real. Fue incluso divertido –jamás se plantea uno qué forma material tienen sus necesidades primarias. Cogí un buen cuchillo, pan, agua, chaqueta, cigarrillos, libreta y bolígrafo. Por un momento creí que exageraba, pero como no salía apenas de casa, decidí que eso era casi una tarde de ocio y no tan sólo ir, ver y volver.
Con uno de los cabos de la liana de sábanas que me fabriqué bajo la lavadora –necesitaba algo que aguantara bien el peso-, me fui deslizando más o menos sin problemas hacia la calle. Al final tuve que saltar tan sólo unos dos metros, puesto que mi invento no había podido ser más largo. Le pegué un susto tremendo a un vecino que se había sentado delante de la puerta a esperar, al no poder insertar el código de entrada. -Vaya qué inteligente -me dijo con aprobación. -Sí, es que me he agobiado y no podía salir por la maldita puerta. Oye, ¿qué narices ha pasado? -Ni idea tío, pero parece que el país entero está sin electricidad y sin conexión inalámbrica. No funciona nada.
Un par de manzanas más allá, una ambulancia fugaz y estruendosa hacía que me percatara de que la ciudad parecía estar rugiendo. Se distinguían miles de sonidos aquí y allá, ladridos,
choques, mazazos,
bocinas, sirenas y gritos.
Jamás había visto el cielo así. Estaba anocheciendo y ya se podían percibir las estrellas más brillantes del firmamento. Me pregunté cuán oscura iba a ser aquella noche.
2 comentarios:
Yo también me lo pregunto a cada momento. A ver quién nos alumbra.
pos el dios de los ciegos!
oye ogro, eoooo
tú, sí, tú
te adoro
Publicar un comentario