viernes, 3 de abril de 2009

Los milicianos

IV

Hice una pausa para darle tiempo a asimilar lo que había escuchado.

—Lo siento —se vio obligado a decir. Yo proseguí con mi perorata.

—La segunda fue ya de mayor, durante la guerra. Vinieron un par de milicianos que huían de la contienda. Lo cierto es que hasta aquí no llegaron los tiroteos pero sí escuchamos el estruendo y nos preguntamos si no sería que el mundo tocaba a su fin. Después los milicianos nos dijeron que había una guerra. Intentaron explicarnos por qué había sucedido pero no logramos entenderlo muy bien. El caso es que después de varios días de estar por aquí, de que les enseñara todos los escondrijos, dónde se podían conseguir liebres, por dónde circulaban las pocas cabras que llegan hasta aquí, y cómo hacer de los arbustos ungüentos y caldos con los que sobrevivir, me tomaron por la fuerza y me obligaron a irme con ellos hasta el pueblo. Según decían necesitaban tener un rehén para protegerse porque no sabían que situación se encontrarían al llegar allí. Yo les dije  que a mí no me conocía nadie, que no les serviría, pero hicieron caso omiso. Me habría sido muy fácil escaparme, con bajar por el desfiladero habría bastado, aquellos hombres no tenían ni idea de cómo andar por las montañas, pero lo cierto es que tenía curiosidad por saber cómo iban las cosas por allí y descubrir si podía encontrar algo que fuera de provecho para la familia.

—Vaya —dijo el periodista—. Esto es la mejor historia que me han contado nunca. ¿Y qué pasó cuándo llegasteis?

—Al divisar el pueblo los milicianos sonrieron y se dieron la enhorabuena. Yo no entendí por qué y tampoco me lo quisieron explicar. Entramos en el pueblo y me llevaron directamente a la autoridad local. El gobernador decidió que debía encerrarme en la prisión y así lo hizo. De nada sirvió que le explicara que yo no tenía nada que ver con aquello, que solo era un ermitaño que vivía en la montaña. Los milicianos corroboraron mi historia pero según él no había nadie que viviera allí arriba y la única posibilidad era que fuese un traidor que había buscado refugio en la montaña. Me encerraron durante tres años hasta que se celebró el juicio, y después me dejaron marchar.

El periodista se quedó callado largo rato. Una mosca intentó colarse en su boca y ese fue el momento en que se dio cuenta de que debía cerrarla.

—¿Pero por qué me han dicho entonces que aquí no vive nadie? —dijo tras esquivar la mosca— ¿Es que nadie se acuerda de lo que le pasó, de la existencia de su familia?

—No creo que quieran acordarse. Tampoco creo que les importe.

—Dios santo. Tiene usted que contarme toda la historia. Esto hay que denunciarlo. Ha sido usted víctima de un ultraje. No podemos dejarlo así. No, señor. El mundo tiene que enterarse de tamaña injusticia.

—Lo pasado, pasado está —le dije borrando con el pie la última de las huellas que habíamos dejado.

—No, tiene que contarlo. Si no lo hace por usted, hágalo por sus hijos. No sabe lo que podrá pasarles cuando usted no esté aquí. El mundo debe saberlo.

—Si no le importa yo prefiero que el mundo no sepa que existo, hasta ahora no me ha ido tan mal ¿verdad?

—De acuerdo. ¿Qué necesita? Dígamelo. ¿Quiere dinero? Le puedo conseguir todo el que quiera —me ofreció aquella sanguijuela.

           —No se esfuerce. No serviría de nada. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy bueno ese gaje inverso (o jega, como magistralmente acuñó la Zorra la otra noche): "caso omiso"...
El cazador de gajes.

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