miércoles, 1 de abril de 2009

Una región deshabitada

continuación...


II

—¿Pero es que está usted loco? —me dijo el periodista con una rabia que yo no era capaz de explicar—. Nos va a matar a los dos. ¿Es que no puede tranquilizarse? ¿No ve que si se agarra a mi brazo no puedo mantener la dirección y vamos a ir a parar al desfiladero?

—¡No quiero moverme de aquí! ¡Por Dios que no me muevo! ¡No quiero ir a ningún sitio! —le dije completamente aterrado.

La perspectiva de moverme a una velocidad endiablada en una caja de lata no era lo que tenía en mente esa mañana cuando el sol que entraba por las rendijas me avisó de la llegada de una nueva jornada. Pero tampoco esperaba que en pocas horas vendría un forastero por allí con una cámara de fotos ultramoderna que no pararía de hacerme preguntas sobre la región y sus habitantes.

—¿Ha dicho habitantes? —le dije con sorna en aquel momento—. ¿Ha visto a muchos otros por el camino?

—No. Ya me habían avisado de que una vez que subías Pedregal la zona estaba despoblada. Alguno incluso decía que a estas alturas el aire no es respirable para los hombres, que solo había azores y cóndores. Me avisaron de que si llegaba hasta aquí nadie se hacía responsable de mí. ¿Sabe lo que dicen los de Pedregal?

—Que la zona de las montañas está endiablada —le respondí. El periodista me miró con sorpresa y con un orgullo casi paternal.

—¿Cómo lo sabe?

—Me lo dijo mi padre. También algún que otro montañero que ha logrado llegar hasta aquí. Aunque de eso no le habrán contado nada ¿verdad?

—En absoluto. Lo que me han dicho es que nadie que haya subido ha vuelto con vida. Exactamente igual que en una película de miedo. Hombre, yo no les he creído, pero tampoco esperaba encontrarme con una familia viviendo en los riscos, sin luz, sin agua, sin nada con lo que alimentar a esos seis hijos —me dijo aquel hombre, como si me estuviera reprendiendo por ser un irresponsable y llevar una vida sin sentido.

—En eso se equivoca. Son siete hijos. En la alta montaña hay mucho más para comer de lo que usted podría imaginarse. Está claro que el invierno es duro y que la naturaleza no da facilidades, pero no olvide que mi familia lleva el mismo estilo de vida desde hace siglos. Sabemos cómo sobrevivir. Y mire —le dije poniéndole un brazo sobre el hombro—, rara vez en la vida se te presenta la oportunidad de encontrarte con un montañero que te provee con algunas cosas de necesidad que hacen un poco más fácil la vida de retiro de personas ajenas al mundo moderno como nosotros.

—Supongo que no habrá bajado nunca al pueblo —quiso indagar el periodista.

—Dos veces —le dije sin tapujos. El hombre se quedó extrañado, parecía haber recibido la mayor de las traiciones—. La primera fue cuando yo era chico. La divina providencia quiso que mi padre se cruzara con un guardia forestal que cabalgaba a lomos de una burra y le pidió que me llevara hasta el pueblo para conseguir medicinas. Mi madre estaba muy enferma. Antes de esto ya tenía paralizada la mitad del cuerpo y la noche anterior quedó en estado de parálisis permanente. Mi padre sabía que si no encontraba una solución rápido moriría sin remedio. Tardé dos días en volver porque nadie quiso acercarme de vuelta. Me intentaron convencer para que me quedara con ellos y abandonara a mi familia, me engatusaron con regalos, pero eso sería la última cosa en la que yo podría pensar, por más que me quedaran dos noches de camino y de dormir a la intemperie. Por suerte había luna llena. Conseguí llegar con las medicinas pero mi madre ya había muerto.

1 comentario:

Anónimo dijo...

A mí me molaría que se llevara al periodista a un descampado y le quitara las telarañas de la cámara y demás. No sé, algo morboso. Fotos, descampados, culitos al aire (perdón)...

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