viernes, 17 de abril de 2009

Desfiladero abajo

VIII

—¿Ahora no quieres venir? —me dijo el periodista con el tono de voz cambiado.

—No puedo, me da pánico.

—No quería tener que recurrir a esto —dijo haciendo aparecer una pistola del interior de la chaqueta.

 

No comprendía qué razones podían llevarle a emplear el uso de la fuerza para convencerme. ¿Qué ganaba aquel hombre con eso? No es que estuviera en condiciones de negarme —aunque de haber sabido cómo se resolvería la historia habría preferido que me diera dos tiros y me arrojara por el desfiladero— así que me volví a meter en el coche.

 

—Sal —me dijo.

—Bueno ¿salgo, entro, vamos, nos quedamos?

 

Por más grande que fuera la pistola me daba mucho más miedo el carro aquel del demonio. Me permitía las bromas porque con los milicianos había aprendido que puedes sacar mejor provecho de un hombre armado cuando haces como que no te impresiona lo que empuña, pero no pareció darme muy buen resultado.

 

—Primero tendremos que prepararte. No queremos despeñarnos por el monte ¿verdad?

 

Me obligó a pasarme las manos por detrás y me las ató con una cinta con pegamento de un material flexible tan resistente que apenas podía rozarme las muñecas unas con otras. Tras esto me hizo entrar en el coche y una vez sentado me hizo poner los pies de tal forma que pudiera unirlos a la ligazón de las manos con la misma cinta. Las rodillas me quedaban a la altura de la barbilla y las manos por debajo. Después me pasó el cinturón del coche por encima y aún me volvió a atravesar de lado a lado. A medida que iba sacando metros y metros de cinta la cara se le llenaba con tal rubor encendido de cólera que me di cuenta al instante de que había caído en manos de un maniaco. Disfrutaba con cada movimiento que ejecutaba, como un cazador que inmoviliza a un rinoceronte tras haberlo derribado para darle el golpe de gracia. Era extraño que yo, viviendo alejado de toda civilización, terminara  siendo secuestrado por un depravado, yo, que apenas me había cruzado con unos cuantos especimenes de mi propia especie, y tenía más contacto con el género humano a través de los libros de mi padre y mi abuelo que por la experiencia directa. A decir verdad, no consideré menos maniacos a aquellos milicianos en su momento. La locura de traicionar a alguien que te ha dado cobijo  y te ha ofrecido todo lo que tiene por el mero hecho de usarlo como moneda de cambio me pareció algo inimaginable e indigno de la raza humana, más que las historias sobre trastornados que había leído, más enfermo que cualquier extravío de la mente que se pudiera imaginar por una sola y simple razón: ellos tenían conciencia de lo que hacían. Pensar en esto me permitió relajarme y aceptar lo que tuviera que venir como algo inevitable. El periodista se metió en su lado de la cabina y puso en marcha aquella máquina de tortura infernal. Los troncos iban desmembrándose a uno y otro lado de la trayectoria que seguía el carro e iban haciendo aparecer un camino ante sí entre las rocas. Era mágico que aquel cacharro pudiera cabalgar las montañas como si se tratase de una cabra montesa. Me quedé mirando hacia el desfiladero, creo que por el puro placer de sentir el pánico, como me había acostumbrado a hacer mi padre hacía muchos años, un juego para el que mi abuelo le había preparado antes a él, como yo mismo instruí después a mi único hijo: aprender a sufrir. Fue entonces cuando vi a  aquel montañero caer de la nada. No sé de donde demonios pudo salir pero intentó alejarse de nosotros de manera incomprensible después de prácticamente saltar sobre nosotros. No daba crédito a lo que me estaba pasando. Tal vez los tiempos estuvieran cambiando mucho más de lo que había imaginado. Cuando el carro se detuvo de golpe y el periodista salió a por aquel tipo pensé que no tendría misericordia, que le descerrajaría todo el cargador. Sin embargo se dirigió hacia él en un tono cordial, según pude escuchar, aunque lo cierto es que no llegué a apreciar más que el tono de las palabras y lo que se dijeron no lo descubriría hasta mucho después, de la boca del propio montañero. 

3 comentarios:

Anónimo dijo...

muy bueno!

Anónimo dijo...

Menos mal que alguien pone cordura y nos recuerda de dónde venimos y todo lo que queda aún para que esta sea una historia para los nietos de yo.
Por cierto, no no le veo yo perspectivas de beso a esto.
Muy bello el descenso.

Anónimo dijo...

A mí me ha encantado la "ligazón" y el "enmordazamiento", y eso de que ante un arma lo mejor es hacer ver que no te impresiona... Esto está cogiendo (agarrando para los susceptibles) tintes de alto voltaje...

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