sábado, 31 de julio de 2010

Mónica Copérnica versiona a Monterroso

Queridos miembros y miembras: como teníamos un tanto olvidado al bueno de Monterroso, Mónica Copérnica nos ofrece una última versión del archiconocido cuento del dinosaurio, que aquí hemos imitado, plagiado y tergiversado hasta la saciedad.
Se trata, efectivamente, de la traducción al farsi que ha hecho la propia Mónica Copérnica.
¿Acaso no es para quitarse el bombín?:


viernes, 30 de julio de 2010

WG Episodio 4, por El Ogro del Sí

Salir de todo aquel tumulto se convirtió en una odisea, una carrera de obstáculos en la que hube de pasar por innumerables controles que me cerraban el paso. No conseguía avanzar más que hasta la siguiente barrera policíal sin llegar a pasar a través de ninguna. Intentar dar pena, gimotear, y suplicar por que abrieran la salida no dio los resultados esperados. Nadie se conmiseraba de mi situación. Al fin, hastiado ya de tanta contrariedad y cerrazón, decidí pensar en «Alte Kamaraden» y adoptar una aptitud militar. Es cierto que hay himnos nacionales mucho más emotivos y enaltecedores para un soldado de la patria. Pero con esta marcha en la cabeza yo había conseguido ganar mis batallas más importantes. En alguna ocasión incluso la usé para aderezar mis actuaciones como payaso en fiestas de niños y mayores. Y también hay que aceptar que el nivel de composición de Carl Teike y sus compañeros de la ciudad de Ulm es mucho más brillante que el de los españoles. Por otra parte, nadie puede negar los orígenes prusianos de nuestra propia «Marcha Real». Así pues, me saqué el gorro de la cabeza y lo tiré al suelo. Dirigí mis pasos al ritmo de aquella vieja marcha hacia la valla con todo el descaro, empujando y propinando codazos a cuantos salían a mi encuentro. Elevaba la pierna todo lo que podía, tal y como me habían enseñado en la Legión Española, y a pesar de mi escasa estatura llegué a puntear más de una nariz teutona. Saqué la billetera y presenté en alto mi carnet de identidad español como si se tratara de una tarjeta de identificación de los servicios de seguridad, gritando: «Sicherheit». Al parecer aquella estrategia funcionaba. La actitud despótica convencía a los agentes, que ni tan siquiera miraban la placa. Se cuadraban como autómatas, abrían las vallas y me protegían de la muchedumbre. Algunos individuos suspicaces intentaban seguir mis pasos aprovechando la situación, en tanto que otros me vituperaban e incluso me empujaban al ver el trato de favor que se me daba. A punto estuve de llevarme esposado a una señora altanera con cara de aristócrata venida a menos que me opuso resistencia, pero —dejando a un lado que por más que me convenciera mi papel, no llevaba esposas— al mirarla y ver su bello rostro, tan avejentado como horrorizado, decidí que era mejor seguir guardando el respeto por según qué cosas. Avanzaba con rapidez y seguridad, pero a pesar de todo, me costó una hora más salir de aquella barahúnda. El trayecto desde el centro hasta la dirección que me habían dado, contando mi incursión en Alexanderplatz para recuperar la maleta, duró el tiempo record de cuarenta y cinco minutos. Llegué tres horas tarde a mi cita, rozando la medianoche, pero con la esperanza de que el tipo viviría allí, aún no se habría acostado y comprendería los motivos de mi tardanza. Nada de esto ocurrió, sino algo inusitadamente extraordinario.

Las calles estaban desoladas, pero todavía quedaban locales abiertos, antros sin letrero en los que los turcos jugaban a las damas o al backgammon. A decir verdad, para cuando llegué a aquella calle tan mal iluminada no las tenía todas conmigo. No sé que razones habían llevado a que mi humor tomara un cariz algo más sombrío. El apartamento estaba en las inmediaciones de Landsberger Alle, en una callecita, Chrysanthemenstrasse, cuyo nombre no ocultaré que me daba cierta mala espina. Los alrededores me producían escalofríos. Si la avenida por la que había llegado hasta allí desde la estación de tren ya era lo suficientemente desangelada y espectral, aquella calle, que para colmo acababa en un callejón sin salida, me pareció digna de un secuestro político. Por suerte no eran ya tiempos en que ocurrieran ese tipo de cosas, ni yo tenía nada que ver con la política, pero por un momento pensé que aquel hombre, cualquiera sabía a santo de qué, me había preparado una emboscada. El piso de Herr Düster, que así se llamaba el propietario, estaba en el 2º1ª. Presioné el timbre primero con precaución y después, ante la falta de respuesta, con mayor insistencia, siempre con miedo a que el casero estuviera ya dormido y con el convenciminento de que de allí no saldría nada bueno. De ser así, debía tener un sueño muy profundo, porque lo cierto es que no contestaba. Volví a insistir. Algo me decía que llamar a esas horas con tanta obstinación podía molestar a los vecinos, así que a los treinta minutos de andar quemando el timbre decidí dejarlo como cosa perdida. Tal vez aquel hombre no viviera allí y además, estaba muriéndome de frío y se me había quedado dormido el dedo de tanto darle al interruptor. Me agarré a la reja de la puerta y sostuve mi peso a pulso, tanto para calentarme un poco con el esfuerzo como para curiosear qué tipo de vivienda era aquella a la que por mi celo conmemorativo ya jamás podría acceder. No estaba mal, ancho vestíbulo con paredes recién pintadas, suelo de mármol y barandilla de madera labrada. Se trataba de un edificio de cuatro plantas de construcción antigua, por lo menos de los años cuarenta. Junto a la escalera había una puerta desde la que se veía un parque interior iluminado. En él había una playa artificial de esas que parecen hechas antes con serrín que con arena, una fuente en medio a modo de lago y una zona de juegos para los niños que alternaba su uso con el de la obligatoria área de residuos donde dejar la basura. Al final de este jardín interior había una portezuela de madera que comunicaba con otro parque exactamente igual que el anterior, solo que en este caso el área de residuos hacía las veces de lago. Al fondo de este otro jardín se atisbaba con toda claridad un edificio de oficinas siniestro de colores amarillo y verde que presidía la vista. En una de las ventanas de este edificio me sorprendió sobremanera poder ver el perfecto reflejo de la torre de comunicaciones de Alexanderplatz y en ella, a un hombre con uniforme de operario fumándose un pitillo asomado a una balaustrada sobre el restaurante. Cuando lo hube visto todo con deleite y mis fuerzas ya no me sostuvieron más, me dejé caer sobre el escalón. La mala fortuna hizo que resbalara con algo ante lo que mis dos pies patinaron al mismo tiempo y fueran a dar contra la reja. Este impacto causó el desequilibrio consiguiente y necesario para que mi figura cayera de espaldas y se golpeara contra el frío e indecoroso suelo de la acera. Me quedé allí sentado sobre mi trasero unos instantes, maldiciendo y buscando el objeto causante de mi desgracia, seguramente una de esas estúpidas hojas de castaño que tienen la manía de colarse bajo la planta del pie para intentar quebrar las caderas de los viandantes. Por curioso que parezca, el único espacio de la calle en el que no había hojas era aquel en el que se encontraba este portal. Busqué y rebusqué para darle su merecido castigo y aliviar mi frustración, pero no encontré nada. Entonces, ofuscado por mi mala suerte, pataleé y pataleé. Hice esto primero para demostrar mi enojo y luego para volver a calentar mi cuerpo, que había quedado entumecido. Allí fue cuando apareció, por debajo de la suela de mi bota derecha. No se trataba de una hoja de castaño, sino de la hoja de un cuaderno, una cuartilla a cuadros con un vestido de garabatos ridículos garrapateado en ella. «¡Aquí te tengo bellaca!», le dije. «¿Qué vas a hacer ahora? ¿Llamar a tu mamá? ¿A la policía? ¡No ves que esto está desierto! ¡Eres mía!». La agarré del cuello y me la puse ante los ojos mostrándole los dientes, con la intención de introducirla entre mis fauces y devorarla de un bocado. Entonces me miró con unos ojillos tristes, pero a la vez simpáticos, que me hicieron enternecer. No necesitó hablar para apelar a mi conmiseración. Al parecer aquellos ojos, insólitos en una hoja por lo demás bastante común, los había dibujado el casero para que me fijara en su débil y desapercibida figura. Supe esto porque bajo ellos había una nota que decía: es ist mir unmöglich sie zu treffen . hinweis bei hausmeister meyer.


Ver: WG, Episodio 5

Petición popular

Por cuestiones de márgenes de página, no se ve bien el vídeo si se cuelga aquí. Por ello, quien quiera ver el vídeo de la Oda a Jetope, el Peón, que clique AQUÍ

martes, 27 de julio de 2010

¿Me estoy volviendo loco? Veo caras en todos lados, incluso en el baño.

miércoles, 21 de julio de 2010

WG Episodio 3, por El Ogro del Sí

La puerta de Brandeburgo resultó estar más lejos de allí de lo que pensaba. Por el camino encontré paneles explicativos que querían conmemorar el lugar en el que estuvo el muro de una manera pedagógica. Allí se detallaban sus medidas, qué sectores dividía, qué tenía que hacer la gente que quería pasar de un lado al otro, y en general cómo era la vida bajo aquella división. También había una exposición de torretas dispuestas en el lugar donde antes moraban los antiguos puntos de control, desde las que los soldados disparaban con ametralladoras de fogueo a diestro y siniestro, para ofrecer una experiencia de realidad aún más viva. Al día siguiente leí en los periódicos que algunos berlineses ya mayores, además de varios turistas, habían tenido que ser internados en hospitales, los primeros con infartos de miocardio y los otros con quemaduras de primer grado. Pero no se le puede achacar nada a la organización. La culpa es de esos incautos que acuden a cualquier evento sin estar preparados para este tipo de empresas. Yo por mi parte disfrutaba como un enano con todo ese espectáculo organizado de manera metódica y precisa para aquellos que no pudimos vivir la experiencia en nuestras propias carnes.

El monumento estaba sitiado. Policías y militares acordonaban todos los accesos conformando auténticas cadenas humanas. Los efectivos de la secreta se repartían por doquier. Eran perfectamente identificables gracias a sus mostachos setenteros y a los calcetines de deporte blancos, siempre mal conjuntados con los zapatos y pantalones de vestir. El parque de Tiergarten, plagado de minas y rodeado por trincheras teñidas de rojo sangre, se había convertido en un laberinto del que era imposible salir con vida. Bueno, eso tal vez solo fuera resultado de otra de mis alucinaciones, pero lo que sí es cierto es que las vallas, que yo supuse electrificadas, parecían haberse reproducido como bacterias en un humedal. No había manera de acceder hasta el sitio donde tendría lugar la celebración. Pero aquello no pudo desanimarme. No, cuando estaba en juego la consagración de todo mi ideario político-filosófico.

Tras muchos rodeos y un dolor de pies considerable, conseguí encontrar un resquicio, una pasarela minúscula custodiada por los servicios de seguridad. La multitud que había formada era enorme. Me puse a la cola e hice lo que todos, poner cara de expatriado del este que busca una nueva oportunidad en el próspero mundo de occidente. Para mí, que ya había sobrevivido con éxito a la cola de los Ángeles de la Noche en un par de ocasiones, a la del paro en múltiples y a las de las discotecas de postín en un sinfín de ellas, aquello no supuso problema alguno. Además, con el frío que hacía, el castañeteo de dientes me daba un aspecto lamentable que ninguno de mis competidores era capaz de conseguir. No sé cuánto tiempo tuve que esperar para pasar al otro lado. Lo cierto es que, recordando con mis compañeros aquellos tiempos en los que detrás del muro no nos esperaba más que la desesperanza y la desazón, el tiempo pasó volando.

Tuve que engañarles diciendo que mi nombre era Potocki y que venía de Varsovia, pero aquello me granjeó la simpatía inmediata de todos los que había a mi alrededor. Uno de ellos, incluso me prestó un gorro de lana para darle más veracidad a mi indumentaria. Junto a los guantes con los dedos cortados y aquella chaqueta de aviador, nadie podría negar que completaban un atuendo inmejorable. Y parece ser que tenía su efecto. Las fuerzas de ayuda humanitaria repartían Glühwein para hacer más llevadera la espera. Recogían a los que identificaban como turistas perdidos y los llevaban hasta la boca del metro. Los más débiles tenían que ser atendidos por los servicios médicos. Muchos de ellos quedaron en el camino. Pero yo, con ese disfraz de refugiado polaco con el que me había ataviado, soporté la travesía como el más experimentado de los desplazados y conseguí llegar hasta el final del pasillo de una sola pieza.

Al fin alcanzamos el espacio de entrada al recinto. Era magnífico. Una espléndida gradería con capacidad para unos miles de espectadores dirigía su mirada hacia el inmenso escenario plantado ante la famosa Puerta. Sobre la arenisca aguijoneada de sus columnas, una multitud de haces de colores resplandecían dándole un aspecto inusitado a su anciana figura. Proyecciones que recordaban el deslumbrante estilo de las mejores firmas de la pasarela de Milán cubrían el monumento como si quisieran dar a entender a la concurrencia que aquello era mucho más que una conmemoración. Dado que el pasillo que conducía hasta aquella maravilla era tan estrecho, y que uno se encontraba con el prodigio tan de sopetón, era toda una delicia observar las expresiones que se formaban en los rostros de los presentes. Aparecían todos coloreados, cual si ellos mismos formaran parte del mítico muro que, como por arte de magia, había quedado convertido en un mural ecléctico que conmemoraría la comunión de todas las culturas en una sola. Me sonreí ante lo ingenioso de aquella idea de mentes preclaras.

A mi cabeza vinieron las obras de los más egregios muralistas: El hombre en una encrucijada de Diego de Rivera, Nueva Democracia de Siqueiros, el panegirismo de Orozco y el mágico mundo de Frida Khalo. Todo ello, junto a las luces violáceas y azuladas de las grandes marcas patrocinadoras del momento, comportaba un escenario sin igual. Los cuatro caballos tiraban del carro de la Victoria con más fuerza que nunca y parecían recordarle a Napoleón que quien ríe el último ríe mejor. La diosa estaba esplendorosa. Se cubría la cara para protegerse de los rayos proyectados sobre ella y los devolvía a su vez reflejados en la cruz de hierro, que lanzaba centellas azuladas de reminiscencia celestial. Sobre ella, el águila imperial coronaba la cuádriga con su bronce dorado. Y a los pies del monumento, también rodeado de vallas, como no podía ser de otra forma, unas pocas decenas de fichas gigantes en forma de segmentos del muro pintarrajeado, firmadas por los mejores diseñadores y subvencionadas por todas las grandes empresas que operan en Europa, habían sido colocadas a la distancia justa para crear el efecto de una perfecta caída en cadena y dar principio al que sería el dominó más grande de todos los tiempos. Como todos, quedé extasiado contemplando aquellas obras de arte en las que, para mayor regocijo de la feligresía, niños de colegios de todo el orbe seleccionados por UNICEF, habían escrito con rotulador sus mensajes y deseos de libertad para un mundo que, por fortuna, ya no tenía nada que ver con aquel que se había vivido hasta hacía veinte años. Las observé una a una, cada una de sus bellas inscripciones subyugándome como la primera, y debieron pasar horas, claro, porque tan absorto estaba yo en esa creación, que ni tan siquiera escuchaba la algarabía que se había montado a mi alrededor. Habían empezado ya los conciertos de los adalides culturales de la libertad y la democracia, y supuse que ya habrían acabado todos los discursos. Tuve que darme una colleja a mí mismo por no asistir al tan esperado mitin de Sarkozy y Merkel, unidos una vez más por el bien común de Europa y la unión de civilizaciones.

Pero pronto se me olvidó aquello ante el arrobamiento general causado por Sunday Bloody Sunday. El público estaba extasiado. Mi deseo era encaminarme hacia el escenario entre la muchedumbre para formar parte de la algaraza y así mantener aquel momento siempre vivo en mi corazón. Al llegar a la valla protectora del graderío, avisté a un oficial y le pedí que me diera paso, a lo que contestó en pocas palabras que el aforo era limitado y había que estar en una lista para obtener el pase. Contrariado, comprobé que desde donde me apostaba no se veía nada. Apenas podía vislumbrar el lateral del escenario, entre cuyo fastuoso equipo de sonido no había hueco alguno para atisbar, y las malditas gradas llenas de gente con cara de vivir una experiencia única. Le pregunté al oficial cuánto tiempo faltaba, pero me entendió mal y me dijo que eran las diez de la noche. ¡Las diez de la noche! Confiando en que fuera un hombre de paciencia, haría ya una hora que el casero me estaría esperando.

Ver: WG, Episodio 4

domingo, 18 de julio de 2010

entrada para un comentario

sentir que quiero a alguien y vosotros lo mejor que puedo hacer en un dìa como hoy...
he impreso ametlles amargues, una de realidades, WG episodio 1y2 del ogro del sì, y me lo he llevado como quien compra un periòdico...
què mejores cosas le pueden suceder a uno? las que desconoce...el peor miedo el que uno se inventa...
rotura espera siempre lo mejor de vosotros
rotura os desea
rotura os quiere
rotura orgulloso de vosotros

viernes, 16 de julio de 2010

WG Episodio 2, por El Ogro del Sí

En principio, cuando encuentras la ganga soñada después de muchas horas de desesperación y de acudir a una cita decepcionante tras otra, estás muy alerta a la hora de dar credibilidad a lo que intentan venderte, porque sabes que siempre se esconde algún factor que hace que lo barato sea caro. Sin embargo yo, que no sabía cuales serían esas «Genau Bedindung», —¿sin calefacción en Berlín? ¿tendría agua corriente? ¿instalación eléctrica? ¿muebles?—, que no había llegado a concertar cita alguna, dado que no pensaba moverme de la silla sin antes haber conseguido algo que mereciera la pena ver, iba a la primera de estas con toda la confianza del mundo. No me cabía la menor duda de que me encantaría y de que sería allí donde me quedaría, costara lo que costase —doscientos euros y ni un céntimo más—. Con esto en la cabeza y totalmente convencido de mis actos volví al hostal, hice la maleta, me despedí de los inquilinos con un insulto soez y le dije hasta nunca al recepcionista húngaro y sus diarreas.

Había hablado con el casero por teléfono, una voz neutra y nasal que pareció impacientarse ante mi pobre capacidad de manejo del idioma y chistó un par de veces para asegurármelo, pese a lo cual habíamos conseguido convenir vernos a la entrada del edificio, en las escaleras, a las nueve de la noche. A pesar de mi anterior optimismo, la reacción negativa del casero —más que previsible por otra parte—, hizo que dudara del éxito de mi empresa. Como tenía tiempo de sobra antes de la cita, decidí darme una vuelta por la Puerta de Brandeburgo y ver aquellos fastos que estaban preparando para la celebración del vigésimo aniversario de la caída del muro, con la intención de contentarme y levantar el ánimo. Toda Europa parecía entusiasmada con la celebración. Hacía ya unos meses que la ciudad venía siendo protagonista en los telediarios, siempre ávidos de noticias que susciten el interés popular general, y en las más diversas revistas, desde las de motor y deportes hasta las de ganchillo y punto de cruz. Yo me sentía parte de la historia por tener la oportunidad de vivir ese gran momento. Acudirían figuras políticas y culturales de toda índole, Gorvachov, Helmut Khol y Bush padre, en calidad de artífices del milagro de la apertura, los adalides de la intelectualidad y la política mundial, toda la cantera de insignes premios Nobel que tenían salud para asistir al evento, e incluso alguno en su último estertor que prefería morir en acto de servicio antes que perderse aquel momento tan importante. ¡Por todos los santos, pero si vendrían incluso U2, Bon Jovi y el flamante Nobel de la Paz, el nuevo salvador de todas las democracias y esperanza de todos los negros hambrientos del continente africano! Por supuesto que me enorgullecía estar allí presente. Yo también sería parte del progreso y los adelantos que pronto se materializarían en nuestra tristemente descompensada sociedad. Cuando pensaba en la importancia de estos acontecimientos, imaginaba la alegría que transportarían a los más desfavorecidos, las grandes propuestas que se llevarían a cabo a raíz de la multitud de encuentros por la paz que se habían generado en torno a la celebración, la libertad de maniobras con que contarían a partir de entonces organizaciones como las Naciones Unidas y el siempre atado de manos FMI. Sólo pensar en ello bastó para que me olvidara de la posibilidad de que algo fallase en mi encuentro con el casero.

Pasé por la estación de Alexanderplatz para dejar la maleta en una taquilla. A las cinco de la tarde me bajé en la estación de Friedrichstrasse y lo primero que hice al salir fue buscar un muro que, por más que intentaba encontrar a cada ocasión que se me presentaba, aún no había conseguido ver. Tuve que preguntar a una infinidad de personas hasta que me indicaron dónde podría encontrarlo. No sé porqué, tal vez fuera por mi acento, porque no me entendían bien o por el pelo, que me acababa de rapar aquella mañana, lo único que hacían era sonreír, soltar alguna gracieta incomprensible para mí, que yo tan solo era capaz de detectar gracias a la mueca perversa que se dibujaba en sus rostros, y marcharse de allí sin darme ninguna dirección concreta.
Llegué al puesto, una fina pared llena de colorines que a duras penas podía llamarse muro, cuarteada, dividida en secciones, abarrotada de turistas que la miraban como si fuera la octava maravilla del mundo e indagaban en sus inscripciones, tal vez en busca de algún mensaje en clave que hubiera dado pie a alguna revuelta al otro lado, o de una consigna preclara hecha el mismo día del derrumbamiento. Parecía extraño que un tabique tan débil y fino como ese hubiera servido de separación para cosa alguna, si acaso entre dos habitaciones contiguas. Tras él había un figurante de rostro adusto vestido con el uniforme de la RDA que conversaba en actitud severa con una señora mayor que llevaba un perrito. El tipo me fulminó con la mirada y hizo una mueca de asco. Hay cosas que se me hacen insoportables. Una de ellas es la insolencia; otra la desfachatez. Tras quedarme mirando un segundo a la extraña pareja tuve que intervenir enseguida. Le di por fin buen uso a las botas militares que había comprado la semana anterior. Lo cierto es que con la chaqueta de la aviación negra, los tirantes con la bandera y mis vaqueros ajustados hacían un conjunto perfecto que me llenaba de orgullo y satisfacción. Pero mejor efecto hizo en mí propinarle aquel tremendo puntapié al descarado animalito. El muy sinvergüenza se estaba meando en pleno monumento nacional. Cuál sería mi estupefacción al ver que todos los presentes, amparados en la muchedumbre, empezaron a increparme. No lo podía creer. Me increpaban por defender el muro. Sin querer entrar en más disputas, me escabullí con todo mi asombro e incredulidad de aquel lugar. Hay veces en que es mejor no hacerse preguntas.

martes, 13 de julio de 2010

Una de realidades


I
"Pecamos de vanidosos y pensamos que podemos comprender la realidad. Pero que categoricemos esto y aquello no significa que comprendamos la vida. Tenemos que vivir más y acostumbrarnos a andar perdidos". Las palabras vienen del tipo sentado junto a mí, un hombre negro de unos cuarenta años y acento estadounidense, que comparte charla con otros dos compatriotas a las puertas de la llamada Biblioteca Americana. Se trata de una charla profunda, pero a medida que la escucho me doy cuenta de que no es una de esas disquisiciones banales y fútiles acerca de la comprensión que nos rodea, que tantas veces pronunciamos simplemente por escuchar el eco de nuestras teorías. Se trata de una conversación práctica. Una de esas que ponen los pelos de punta, no por lo que dicen, sino por la tranquilidad con que son habladas. "Bueno, eso es lo que he intentado hacer. Y llevo consiguiéndolo casi sesenta años. Sobrevivir", replica con calma el aludido, un hombre de apariencia indulgente, con varios tatuajes en los brazos que no llegan a ser del todo estrafalarios y revelan, tal vez, la vida de un hombre que ha vivido las revueltas del pasado siglo y ha luchado por ellas.

II

Mientras escucho este intercambio disimulando mi atención, veo a un pobre hombre. No sé cómo se reconoce a un pobre hombre, pero este es completamente distinguible. Se trata de un chico de unos treinta años al que ya había visto rondar por la biblioteca. Un ser oscuro. De esos que visten de invierno en verano y pasean su mirada por la de los otros intentando encontrar alguien a quien vampirizar. Tiene el pelo corto, negro como su alma, y unos ojos también tan negros que pareciera que los llevara pintados para dar profundidad a su caústica mirada. Una sensación de malestar, eso es lo que recorre todo mi cuerpo cada vez que lo veo. Pues bien, allí está a la caza indisimulada de alguna presa fácil. Una chica preciosa, probablemente turca, pasa frente a mí y se dispone a entrar en el edificio. El tipo, que franquea la entrada, le sale al paso y le pregunta algo a lo que la chica responde con una cara de estupefacción. Continúa con ella durante un par de minutos hasta que ella le despide con media sonrisa forzada. No obstante, la alimaña no se retira. Continua acechando en busca de la próxima presa. Otra chica, curiosamente también hermosa, aunque esta vez hablando por teléfono, se acerca a la entrada. Pero en esta ocasión su posición es poco ventajosa, ya que ella le precede y está ocupada. De haber observado la situación con detenimiento no se le habría ocurrido incurrir en este error fatal. Pero se ve que alguna desesperación atormenta su pensamiento: el terror de la insatisfacción. El cazador se acerca por detrás y la interpela. La chica se da la vuelta y al verlo escrito en su cara, hace un gesto de desdén con la mano y obvia su presencia. El chico, derrotado, vuelve al banco donde estamos sentados.

III

Presenciar estos intercambios me parece de lo más curioso. Pero ayer, aunque en ese momento no le diera importancia, pasó algo mucho más interesante dos bancos más allá de este en el que me siento. He sido capaz de advertirlo gracias al periódico de hoy. Ayer por la tarde, al salir de la biblioteca, pasé con la bicicleta ante un hombre de unos sesenta y tantos, solo, sentado a la sombra y disfrutando del asueto como si fuera la última vez que podría hacerlo. Me hizo mucha gracia verlo, no solo por su actitud, sino porque mirándole bien la cara me dio la impresión de que se parecía mucho a Polansky. Es cierto que la semana pasada vi El cuchillo bajo el agua, aquella primera película del director judío polaco-francés-estadounidense. De lo que no tenía ni idea es de que era imposible que viera al director en Berlín a esas horas porque se encontraba bajo arresto domiciliario en su casa de Suiza, controlado por una pulsera para violadores que él mismo pagaba de su bolsillo según dicen los periódicos. Curiosamente el arresto domiciliario acabó ayer, según leo, creo que a las 12 del mediodía, ya que los tribunales suizos han decidido que no lo extraditarán a Estados Unidos para que lo juzguen bajo la premisa de que es posible que con el arresto ya haya cumplido condena por lo que hizo. El periódico informa de que lo primero que hizo Polansky en cuanto acabó su cautiverio fue partir hacia el aeropuerto en el asiento de atrás de un todoterreno con las lunas tintadas.

IV

La conversación continua. "Y eso es lo que ha pasado con aquella chica. También ella tendría que haberlo sabido", dice la mujer que les acompaña, que rondará la edad del hombre de los tatuajes y también parece haber vivido historias similares.
Entonces recuerdo el motivo por el que había salido de la biblioteca. Sí, quería darme un respiro y hacer una pausa. Pero solo me he decidido ahora porque la atractiva chica que tenía delante acababa de salir para marcharse y esperaba cruzarme con ella. Había sido la chica la que había hecho este movimiento, el de seguirme, presumo, las dos anteriores veces que yo había hecho una pausa. Pero ahora, viendo al depredador y escuchando la conversación que tiene lugar ante mí, me parece que los papeles se confunden. No sé si soy yo el vampiro o el perseguido."Así que si no quieres que te ocurra lo mismo, no vuelvas (a América, se entiende)", cierra la conversación la mujer mirando con ojos duros al hombre de los tatuajes.

lunes, 12 de julio de 2010

Extra!

Las agencias de calificación económica han dado el campanazo esta mañana al otorgar a España la mejor nota de las economías en recesión. El PIB ha subido un 21% y hay indicios de que el paro pasará en apenas un mes del 20% a tan solo el 5%. La espectacular bajada no se debe esta vez a la temporada estival y el auge de contratos basura, sino a una sorprendente campaña del Ministerio de Agricultura y Espectáculos que ha llevado a la bolsa con un éxito rotundo la marca "Champiñones del mundo", como denominación de origen exclusiva pero no excluyente. La noticia ha significado un rotundo varapalo para los índices de crecimiento de las llamadas economías emergentes, en especial Argentina y Brasil, que se han quejado al FMI sobre una posible irregularidad en la OPA presentada por el gobierno español. El presidente José Luis Rodriguez Zapatero ha tirado de órdago declarando que "estoy seguro de que ahora Grecia, Portugal, Italia y las repúblicas bálticas querrán tener "Champiñones del mundo" para mejorar su economía. Por su parte el presidente de la Generalitat de Cataluña también ha querido manifestarse diciendo que "el gobierno central debería tener en cuenta las aportaciones históricas según los estatutos de soberanía de cada nación, ofrecer una contraprestación y reconocer de una vez por todas de donde provienen la mayoría de estos champiñones".

domingo, 11 de julio de 2010

WG Episodio 1, por El Ogro del Sí


La corta historia democrática de la ciudad, la tan anhelada reunificación de las hermanas, la congregación de borrachos desempleados en el parque al otro lado del muro, llevaba ya mucho tiempo siendo la excusa perfecta para la creación de una ciudad joven para jóvenes, algo así como la utopía de una juventud eterna, en la que el espíritu de los cincuentones seguía luciendo con el mismo resplandor y brillo que en la adolescencia. No obstante, uno podía darse cuenta en cuanto se topaba con alguno de esos pocos que pertenecía a la generación oscura, la de los que rondaban los ochenta, o con cualquiera de aquellos de mediana edad del otro lado del muro que habían sido víctimas de las privaciones y los abusos de un régimen castrante que solo mejoraba gracias a la delación, de que no se pasa del terror a la alegría, del gris al color, de la mueca a la sonrisa, en una mera par de décadas, por más que los vestigios de la muerte y sus representantes masculinos yacieran la mayoría bajo un manto de cenizas sobre el que todos habían optado por plantar flores cada año a la llegada de la primavera.

Ya llevaba un par semanas en aquel cochambroso hostal en el que chinches y pulgas pugnaban por el control de las pocas migajas que dejaban escapar sus míseros inquilinos, así que empezaba a quedarme sin recursos. Cada mañana me levantaba a las siete para poder llegar a tiempo de disfrutar del frugal desayuno. Tras una noche colmada con los ronquidos, ruidos y efluvios varios que proyectaban mis compañeros de situación, aquel zumo agrio de naranja industrial me daba la vida. No negaré que a mí también se me escapaba alguna ventosidad que otra y que, de algún modo, a falta de otra cosa, me satisfacía poder colaborar al desapacible ambiente que allí se creaba. Y sí, también yo me guardaba de dejar caer las migas de mi pequeño cruasán, aunque estaba claro que lo hacía más por tener la sensación de aprovechar todas las posibilidades ofrecidas que por una necesidad real.

Una vez desayunado, iba directo al ordenador a mirar las ofertas de las paginas de empleo y de búsqueda de piso. Contaba con algo de efectivo, así que decidí que lo más urgente en ese momento era encontrar un sitio en el que vivir y escapar cuanto antes de aquel antro que hacía mella en mi espíritu e incluso parecía haber trastornado mi personalidad hasta el punto en que a veces olvidaba mi procedencia y qué había venido a hacer a la ciudad. Entre tanto extranjero, había días en los que no sabía cuál era mi nacionalidad ni qué lengua hablaba. Esto era algo que se acentuaba los fines de semana durante el turno de Gregory, el recepcionista políglota húngaro, que insistía en hablarme en finés, danés, griego, turco y farsi fingiendo entender parlamentos enteros de una lengua que yo misma inventaba. Y todo porque tenía propensión a la diarrea y le venía bien que le sustituyera durante sus continuas escapadas para evacuar.

Lo malo de buscar trabajo o alojamiento en la red es que sueles olvidarte de que necesitas desplazarte de la silla para conseguir lo que buscas. Me pasé horas y horas intentando encontrar la ganga perfecta. Pensaba que si invertía buena parte del dinero que poseía en esta minuciosa búsqueda, acabaría dando con un buen precio que compensara el tiempo y estipendio gastados, y que a la larga saldría ganando. Pero por más minutos y nervios que me dejara en ello, los precios no acababan de bajar. Pagar trescientos euros por una habitación minúscula en una ciudad en la que la mayoría decía estar compartiendo piso por doscientos, e incluso menos —eso es lo que había leído yo en los foros de internet—, era algo que, aún cuando podía entrar en mi presupuesto, no estaba dispuesto a permitirme. Empezar así habría sido rendirme antes de participar en la primera batalla.

Aún no era consciente de que un extranjero siempre parte en desigualdad de condiciones aunque combata en el bando aliado. Parecía que hubiera un rasero diferente para el trato con los recién llegados en razón de su procedencia, como si vender la ciudad tuviera realmente un precio, y no fuera el mismo según vinieras de Baden-Württenberg o Baviera que de Cataluña, Liguria o el Algarve. Estaba claro que yo no era precisamente uno de esos rezagados que volvían a la ciudad para ayudar a reconstruirla después de la segunda guerra mundial. Ni tan siquiera había llegado a tiempo para ocupar alguno de los edificios abandonados de la zona este tras la caída. Hasta aquellos con las fachadas más deterioradas, esos que parecían haber sido arrasados por las ametralladoras de los americanos, no estaban ahora en poder de grupos desfavorecidos o familias arruinadas. Ni mucho menos. Miles de edificios habían quedado desocupados y abandonados, con sus antiguos propietarios enterrados en alguna fosa, deportados o exiliados en países remotos, pero incluso lo que a mis ojos parecían casas ocupadas por colectivos marginales antisociales, eran viviendas protegidas por el ayuntamiento, al cual sus habitantes pagaban religiosamente una renta acordada cada fin de mes.

Había llegado a la ciudad empujado por una especulación cuyos precios abusivos finalmente habían conseguido expulsarme de mi tierra de origen. Buscaba un paraíso de construcciones deshabitadas que anhelaran un morador, unas calles desangeladas que necesitaran pies para estampar sus huellas, pero a mi entrada en la tierra prometida me encontré con que el sueño ya había sido explotado años atrás. Sentí en mí la maldición del que siempre llega tarde para la cena. Y era de esperar. Habían pasado ya veinte años tras la caída. Desde entonces venían llenándose los barrios más pobres, aquellos de los que habían huido las fábricas, aquellos de los que con tan poca visión de futuro habían escapado los trabajadores de la otrora república democrática, perseguidos por la sombra de los soviets y la Stasi, en busca del sistema de producción de bienestar del capitalismo, sin saber que tras ellos no corrían bolcheviques a lomos de caballos rojos enarbolando naranjas en la punta de sus sables como si se trataran de cabezas cortadas, sino turistas deseosos de vivir la experiencia prefabricada del desasosiego, de la caída del símbolo al precio económico de un billete para una sesión doble. Así que ahora hasta los barrios más descuidados, fuera por puro simbolismo, por razones económicas, o por las fluctuaciones de la migración, acababan convirtiéndose en lugares de moda.

Sentía que formaba parte de un ejército de inconscientes, una legión de estúpidos bohemios europeos que había llegado tan solo un año tarde, lo justo para que la ciudad que me interesaba se acabara por todas sus fronteras, es decir, las marcadas por la línea de transportes de la ciudad, del anillo ferroviario hacia adentro. Así pues, no. No era esa la capital ideal que yo imaginara alegremente con ilusión y nerviosismo mientras metía en la maleta todo aquello que consideraba imprescindible para mi viaje. No obstante, ni tan siquiera llegué a preguntarme por qué demonios no volvía inmediatamente a España o a cualquier otro destino. Frente al ordenador, y perseverancia aparte, conseguí no una habitación, sino un estudio completo por tan solo doscientos euros. El anuncio estaba en la sección de pisos compartidos. Pero pronto me quedaría claro que los términos implícitos en esa categoría no se adaptaban lo suficiente a la apertura conceptual de la oferta que se presentaba ante mí:

WG

ICH SUCHE MANN FÜR EINE WOCHENTAGEN WOHNGEMEINSCHAFT LEBEN 200 €
(GENAU BEDINDUNG)

sábado, 10 de julio de 2010

EZA QUILLA y sus otros textos

Por algún motivo, o acaso por varios juntos, se nos ha pasado por alto dirigir a nuestros lectores de con otro blog de la mayor importancia autobombástica. Quede con este post remediado tal error.

Me refiero a que nunca habíamos hablado de la ingente labor blogera que el anagrama de uno de nuestros miembros más queridos, Eza Quilla I, viene desarrollando para la librería La Central.
En este enlace pueden leer sus textos sobre literatura.

Aprovechamos la ocasión para desear lo mejor al único miembro auto-reflexivamente autobombástico.

domingo, 4 de julio de 2010

Justificación


Me perdonen que lelishop haya hecho una incursión en el mundo de la publicidad. Pero todo tiene una razón. Y es que me he dado cuenta de la lógica autobombástica que hay detrás del anuncio: en Portugal llaman al bombín 'chapéu-de-coco'. Y con tanto miembro por esas tierras, pues venía que ni pintado (rogamos confirmación de tal nomenclatura y pruebas documentales). Abraçades

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