—Verá, aquí donde me ve, no siempre he vivido en el campo —comenzó diciendo—. Antes vivía en pleno centro de la ciudad. ¿Conoce usted el museo nacional de arte antiguo?
—No tengo ese placer, no.
—Pues bueno, yo vivía allí, en la biblioteca.
—Entonces supongo que de ahí vienen sus conocimientos —dije para complacerla.
—Bueno, digamos que he roído algunos legajos —respondió guiñando su maltrecho ojo—. Había abundancia de material sobre teoría del arte, polvoriento y sabroso. ¿Le interesa el tema?
—Cómo no, señor Georg, cómo no —repuse haciéndome el ofendido—. Explique, explique —continué, viendo que tenía ganas de lucirse en aquellas materias.
—¿En serio? Le advierto que suelo sofocarme mucho defendiendo mis ideas. De hecho esa fue la razón primera de la discusión con aquellos murciélagos que por poco no me sacan el ojo. ¿Está preparado? —insistió, y luego cuando vio que asentía—: Usted lo ha querido, luego no se me queje.
—Soy un intelectual, señor Georg —repuse—. Estoy acostumbrado a esa clase de discursos, no se preocupe.
—¿Un intelectual? No puedo haber tenido tanta suerte. Y yo que lo había infestado de rabia pensando que… Vamos, por su indumentaria y la forma en que cantó antes empezaba a creer que era usted cabaretero, buhonero, titiritero. Pero vamos a lo que vamos. Póngase cómodo, pero no demasiado, me temo que hace tiempo que no hablo de temas profundos y tal vez me extienda demasiado. Bueno, sin más preámbulos, que a mí lo que verdaderamente me preocupaba era el ser histórico y la conciencia que se había tomado de él en la llamada cultura en todos estos años de civilización occidental. Se preguntará usted a qué llamo civilización occidental. Pues bueno, ni más ni menos que a la etapa iniciada por el primer imperio griego, ya impregnado de las ideas egipcias, persas y fenicias, hasta nuestros propios días. En cuanto a ese ente tan abstracto que llamo ser histórico, estaba interesado en él en la medida en que nos obliga a pensarnos y a comprender nuestra existencia de una determinada forma a través del tiempo. ¿Entiende? Partiendo de aquí, usted comprenderá que no haya podido evitar criticar el idealismo romántico, ya que de él proviene nuestra actual conciencia de la historia. Y fíjese usted que llegué a esta conclusión observando las obras de arte exhibidas en el propio museo en el que vivía, de noche, sin apenas luz, solo molestado por los pasos huérfanos del vigilante de turno. Porque claro, al intentar comprender mi propia experiencia estética ante ellos, a oscuras, con la única guía de la luz tamizada de las farolas del exterior y los indicadores de las salidas de emergencia, me di cuenta de que todas mis ideas derivaban de un sistema heredado que lo condicionaba todo. ¿Le aburro? —dijo al ver que escudriñaba los papeles que había cogido del archivador.
—No, no. Continúe. Solo estaba repasando mis notas —dije incomprensiblemente.
La rata me miró con cara rabiosa pero esta vez no se lanzó a mi cuello. Al parecer el tema le apasionaba demasiado como para perderse en fruslerías.
—Yo veía, o más bien atisbaba —apuntó en un giro lleno de complicidad—, todo ese conjunto de conceptos como un juego con unas reglas inventadas por nosotros mismos, ¿entiende? El juego solo existe si alguien quiere seguir unas reglas ¿comprende? Y si no seguimos las reglas pues ya se trata de otro juego ¿no?
—Sí, supongo —dije al percatarme de que esperaba una respuesta a pesar de no tener ni idea de lo que me hablaba. Se sabe que la rabia provoca encefalitis y que esta produce a su vez afasias que pueden afectar al hipotálamo y a la propia capacidad del lenguaje. De modo que me pareció que mejor sería seguirle la corriente antes de que le dieran espasmos—. ¿Me permite hacerle una pregunta? —dije cayendo en la cuenta de mi situación.
—Las que usted quiera, amigo Odiel.
—No se ofenda, pero ¿sería posible atarlo de alguna manera? Entiéndame. No me gustaría quedarme dormido y levantarme desangrado con la marca de sus colmillos en los dientes.
—Proceda como deba —dijo con solemnidad.
Me quité un cordón de la bota, se lo anudé al cuello con un nudo corredizo y lo até todo lo firmemente que pude al asa de la maleta.
—¿Será capaz de roerlo durante la noche? —pregunté con desconfianza.
—Procuraré no intentarlo. ¿Puedo continuar ya? —dijo impacientemente.
—Proceda, proceda —contesté imitando su tono solemne.
Maldita la cosa si aquellos delirios me interesaban en absoluto, pero no quería mostrarme descortés después de todo lo que me había ayudado mi rabiosa compañera. En cualquier caso, ahora ya estaba preparado para dormirme de un momento a otro.
—En fin, que para apreciar estéticamente un objeto o incluso para apreciarnos históricamente, debemos hacerlo conforme a unas reglas del juego. Pero al fin estas reglas del juego no son unívocas, sino que cambian a través de los tiempos. Las personas que participan en él no pueden llegar a comprenderlo porque su propia esencia los rebasa. Da igual que sea usted autor o simple espectador, porque usted no ha inventado las reglas, sino que simplemente se conduce a través de ellas, a menudo de manera inconsciente. ¿Qué dice usted a esto?
—Totalmente de acuer…
—Eso quiere decir que ningún método garantiza la verdad —dijo sin permitirme contestar.
—¿Y eso por qué? —acerté a colar entre su pausa enfática.
—Porque la filosofía debe exigir de la ciencia y del método en particular que reconozcan que no son más que un caso particular en el conjunto de la existencia humana y de su racionalidad.
—Ajá. ¿Pero no estaba hablando del arte, del juego? ¿A qué viene meter aquí a la ciencia?
—¡Ningún conocimiento es posible sin ciencia, mentecato! —gritó furioso.
Sus cejas se alzaron y su cara tomó un gesto aprensivo. Le dio un arrebato y la cuerda se tensó, pero por suerte no alcanzó hasta donde yo estaba. Había calculado bien. Casi asfixiado por la cuerda, continuó ya con más calma.
—Perdón, es que hay ciertas cosas que me sofocan. Yo se lo explico. En fin, lo que yo quiero no es preguntarme por las llamadas ciencias del espíritu, ni por la ciencia en general, sino por las condiciones de nuestro conocimiento y de la experiencia humana del mundo y su praxis vital. Para entendernos: cómo es posible la comprensión.
No me cabía duda de que aquella rata, el señor Hans-Georg, estaba en el último estadio de su enfermedad, que deliraba ineluctablemente, pero con unos delirios de grandeza de lo más elocuentes: cómo es posible la comprensión. Tenía gracia la cosa.
—Pero esa es una labor inconmensurable —dije por decir.
—En efecto, amigo mío —replicó la rata con cara de honda satisfacción—. Pero alguien tiene que hacerla. Ya Heidegger, en su analítica temporal del Dasein…
¡Siga ahora todas las aventuras y desventuras de Odiel, la rata Hans-Georg y sus numerosos amigos!