lunes, 27 de abril de 2009
lunes, 20 de abril de 2009
Unos segundos de publicidad...
Perdonen los navegantes del ciberespacio que en medio de esta inquietante historia incluyamos un poco de publicidad, que otros llaman autobombo. Con ello no hacemos más que incrementar el suspense...
Los amantes de las formas breves (y nos consta que hay mucho dinosaurio suelto entre los profetas del autobombismo) échenle un vistazo a esta revista digital recién salida del horno: http://www.comunidadinconfesable.com/.
En ella podrán encontrar la filosofía de lo micro llevada a todos los rincones de lo textual, desde el relato hasta el ensayo, pasando por la crítica cinéfila, los artículos de opinión o la poesía. Y todo ello, señoras y señores, de un modo oulipianamente restrictivo: ¡nunca más de 99 palabras!
Pasen y vean y disfruten y renieguen.
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sábado, 18 de abril de 2009
San Jerónimo
Os pido perdonéis los avances y los retrocesos en la narración, no puedo evitar volver atrás intentando averiguar dónde se perdió mi suerte, en qué momento se decidió mi futuro y ya no tuvo marcha atrás, y me temo que todavía deberé retroceder mucho, pero de momento sigo hacia adelante.
El periodista fumaba sentado junto al montañero. Cuando me vio llegar se levantó de un brinco y apagó el cigarro en una roca.
-Mira, esto no ha salido como yo pensaba, pero, quién sabe, quizá así haya sido mejor.
-Aquí tienes el dinero, y las vendas y lo demás.
Él cogió el dinero y me dijo que curara al montañero, quién apartándose de nuestro coche, había sufrido varias heridas.
Cuando llegamos al primer destino me dejaron un momento con el montañero a solas, y él me contó que cuando el periodista bajó del coche, la conversación que mantuvieron fue más o menos así:
-Pero qué coño estabas haciendo por aquí? Es que no has oído el ruido del motor?
El montañero entonces le preguntó entonces por qué me llevaba atado.
-Mierda, y eso a ti qué te importa? Tú no has visto nada, entendido?
-Claro..., no te preocupes, no diré nada.
Después, esto lo cuento yo, el periodista volvió al coche y se sentó al volante.
-Joder, esto se ha fastidiado! Y tu tranquilízate, haz el favor, pareces un niño que vaya a mojar los pantalones.
Mientras hablábamos, vi cómo el montañista intentaba huir montaña arriba ayudado por un palo de hierro terminado en L. Parecía no darse cuenta de que tenía la pierna fuera de sitio. El periodista también le vio y saltó del coche disparado, corriendo tras él. Cuando le atrapó se lo cargó al hombro y lo volvió a dejar dónde estaba antes.
-Joder, ahora tengo que llevarte a ti también. Claro que hablarás.
-No, en serio, mira, si quieres tengo algo de dinero, déjame ir y te lo traigo, así no habrás perdido nada casi-atropellándome y quedamos en paz.
Desgraciadamente el montañista se había roto la pierna en la caída y no podía levantarse. Además estaba bañado en sangre.
-Está bien, dijo el periodista, que vaya el chico a buscar el dinero. Óyeme, si no vuelves le mato. Coge el coche.- Y me desató.
Cuando ya de vuelta del pueblo hube entablillado la pierna del montañero, el periodista me ordenó que lo cargara a hombros hasta el coche y después que lo subiera a él, a pesar de sus protestas, y tras desembarrancarlo nos dirigimos a San Jerónimo.
Al llegar nos esperaban tres hombres bien vestidos, uno de ellos con una cartera de piel en la mano.
-Quién es ese?
-Ha aparecido delante de nuestro coche, de poco lo atropello, las cosas se han liado y no podía dejarlo allí porque nos hubiera denunciado. Ya nos encargaremos de él. De momento me ha dado 3.000 euros para comprar su libertad.
-Está bien, vamos dentro, él se queda aquí. Manuel, vigílale.
Nosotros entramos en una cabaña y el del maletín sacó de él unos papeles para que yo los firmara.
No me dejó leerlos y me dijo que o los firmaba o estaba muerto, así que firmé con una cruz, como había leído que hacen los que no tienen firma. Unos días más tarde supe que había firmado la cesión de mi cabaña y las tierras de mi padre, que al parecer eran toda la montaña.
Después de mi firma el hombre del maletín se puso furioso con el periodista:
-Y ahora qué coño hacemos con el tipo de la pierna rota?
-Pues lo subimos a la cabaña y los dejamos a los dos allí, luego huimos y nos desacemos del coche.
-Es un testigo.
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viernes, 17 de abril de 2009
Desfiladero abajo
VIII
—¿Ahora no quieres venir? —me dijo el periodista con el tono de voz cambiado.
—No puedo, me da pánico.
—No quería tener que recurrir a esto —dijo haciendo aparecer una pistola del interior de la chaqueta.
No comprendía qué razones podían llevarle a emplear el uso de la fuerza para convencerme. ¿Qué ganaba aquel hombre con eso? No es que estuviera en condiciones de negarme —aunque de haber sabido cómo se resolvería la historia habría preferido que me diera dos tiros y me arrojara por el desfiladero— así que me volví a meter en el coche.
—Sal —me dijo.
—Bueno ¿salgo, entro, vamos, nos quedamos?
Por más grande que fuera la pistola me daba mucho más miedo el carro aquel del demonio. Me permitía las bromas porque con los milicianos había aprendido que puedes sacar mejor provecho de un hombre armado cuando haces como que no te impresiona lo que empuña, pero no pareció darme muy buen resultado.
—Primero tendremos que prepararte. No queremos despeñarnos por el monte ¿verdad?
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sábado, 11 de abril de 2009
miércoles, 8 de abril de 2009
El montañero agazapado
Tal vez no les parezca verídico que les diga que a pesar de escuchar el motor del coche, el frenazo, los gritos que profería aquel hombre y después aquel otro intentando tranquilizarle, no me acerqué al lugar de donde procedían. Quizá les extrañe más aún si les digo que sabía que al cabo de un par de horas ya no me quedaría agua y que aún tenía que encontrar un refugio en el que dormir. Bueno, tal vez lo lógico hubiera sido presentarme allí y preguntarles. Pueden pensar que tuve miedo, y no estarían lejos de la verdad. Los gritos de aquellos hombres no los hacían del todo amistosos y no sé por qué, a pesar de no creer en cuentos de viejas, había una frase que rechinaba todo el rato en mi cabeza y que no me permitía hacerme más visible de lo necesario:
—Cuídese del ogro de la montaña —había dicho aquel viejo a la salida del pueblo, para después quedarse callado y no volver a dirigirme la palabra.
—Se refiere a algún animal, el lobo de la montaña querrá decir.
El viejo me miró con compasión. Tenía unos ojos verdes vidriosos hundidos en las cuencas, con un mar de arrugas circundándolas que, a pesar de dirigirse al infinito más que a mi propia persona, inspiraban ternura y confianza. Su pelo oxigenado hacía pensar que él mismo podía ser el abuelo de algún que otro trol desaliñado. Apartó la vista y siguió su camino. Por más que lo llamé ya no volvió a dar señal, como un fantasma, como un ángel que viene a dar una mala nueva, un adivino ciego que quiere avisar de la catástrofe. En aquel momento no le di importancia. Bastante tenía con dibujar mentalmente el mapa que me habían dado en el refugio, parco, lleno de vacíos, con una línea de puntos y un sinfín de cruces marcadas en los espacios sin explorar. No era momento de supersticiones. Pero ahora sopla el viento helado y trae la voz de aquel hombre que me desgarra los tímpanos como si estuviera aquí mismo, delante de mí, pidiendo un auxilio que no podré suministrar. Y el ogro de la montaña se transfigura. Su cara de lobo viudo me mira desde el collado, y tengo todos los músculos paralizados, si de frío o de miedo ya no lo sé decir. Subo la pendiente intentando hacer el mínimo ruido, con un miedo inexplicable, hasta que caigo en la cuenta de que están bastante atareados y no van a percatarse fácilmente de mi presencia. Me olvido por un momento de las fábulas de terror y dedico mis pensamientos a indagar en el camino que ha tomado el todoterreno. No acabo de explicarme cómo demonios ha conseguido llegar hasta aquí; terreno virgen me habían dicho. O bien en el pueblo intentan ocultar algo de lo que tienen en las montañas para que no se llene esto de turistas, o hay algún guardia forestal que se pasa de listo. En todo caso las paredes son muy escarpadas. Estoy en pleno desfiladero. No hay modo de llegar hasta aquí si no es en helicóptero. ¿Un paso al otro lado de la montaña? Todo esto cavilo mientras sigo subiendo con el piolet y los crampones, hasta que paso el falso camino que ha practicado el coche sobre el bosque. Maleza aplastada, varios troncos cedidos, y un camino que, a pesar de quedar casi expedito, se me hace imposible que pueda transitar ningún vehículo que yo conozca.
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martes, 7 de abril de 2009
VI
Los de la casa
- Hola?
- Hola, soy yo. ¿Qué tal?
- Bien, ¿dónde estás?
- Pues en un lugar muy raro, por los montes. Un pueblo, ni me acuerdo del nombre. He parado a tomar un café. Ah, sí, mira, Pedregal. En fin, en el culo del mundo. Uff, qué ganas de llegar a la civilización.
- …
- ¿Hola?
- Sí, sí, hola, es que…me suena el nombre, pero no sé de qué. Bueno, ¿y cuando vuelves?
- Pues imagino que mañana por la noche. Tendré que ir directamente a la redacción, tengo que entregar un material, una reunión, en fin, un día a tope, pero espero llegar pronto a casa. Tengo ganas de verte.
- Yo también. Muchas.
- Te quiero.
- Cuídate, ¿vale? Un besote.
- Hasta mañana.
- Hasta mañana, guapo
El periodista marcó entonces otro número en su teléfono.
- ¿Sí?
- Soy yo. Ya estoy aquí.
- De acuerdo. ¿Ha visto la plaza del pueblo?
- Sí, imagino que la he visto, sólo hay una, ¿no?
- Sí, con el bar en la esquina. Siga recto desde allí. Tome el camino de San Jerónimo. Tras unos cincuenta metros, el camino empieza a subir fuerte. La segunda casa que se encuentre tendrá una pequeña capilla pegada al muro oeste. Esa es. Le esperan.
- De acuerdo. ¿Ha quedado todo claro con los de Madrid?
- Descuide. Ahora céntrese en su parte. Si sigue las instrucciones todo habrá acabado pronto.
El periodista colgó el teléfono, apuró su café y miró a su alrededor. Dos ancianos jugaban al domino al lado de la ventana. Un chaval de unos diecisiete años secaba vasos con desgana. Le sonó el móvil, lo respondió poniéndoselo entre el hombro y la mandíbula.
- Ei…
- ¿Qué tal? ¿Ya acabas?
- Tendría que haber acabado hace rato, pero mi hermana no ha llegado, joder.
- Bueno, te esperamos.
- Vale.
Colgó. Miró al periodista, que lo miraba. El periodista le sonrió.
- ¿Has quedado?
- Sí, van a poner un dvd pero mi hermana no llega.
- Ya. ¿Qué vais a ver?
- Creo que Matrix.
- Ah, es buena.
- Sí, la he visto dos veces. ¿Tú de donde eres?
- De Madrid.
- Ah…yo fui un día a Madrid.
- ¿Te gustó?
- Sí, mola. ¿Y qué haces aquí?
- He parado a tomar un café, voy en coche hacia Madrid.
- ¿Y te has desviado hasta aquí?
- Sí, bueno, me he perdido un poco.
- Joer, ya te digo. Aquí nunca viene nadie.
- Bueno, mucho gusto. Me voy yendo. Que vaya bien Matrix.
- Vale, hasta luego. ¿Tú coche es el rojo?
- Sí.
- Mola.
- Adiós.
- Adiós.
El periodista se subió a su coche, cruzó la plaza y tomó el camino de San Jerónimo.
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sábado, 4 de abril de 2009
yo
Yo seguía agarrotado por el traqueteo y aquella extraña sensación, ya casi olvidada, de sentir cómo avanzaba gracias al coche. Ese fue uno de mis últimos momentos felices. Enseguida nos encontramos en medio del camino, que descendíamos a gran velocidad, a un montañero que no dudó en saltar lejos de nuestro alcance.
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viernes, 3 de abril de 2009
Los milicianos
IV
Hice una pausa para darle tiempo a asimilar lo que había escuchado.
—Lo siento —se vio obligado a decir. Yo proseguí con mi perorata.
—La segunda fue ya de mayor, durante la guerra. Vinieron un par de milicianos que huían de la contienda. Lo cierto es que hasta aquí no llegaron los tiroteos pero sí escuchamos el estruendo y nos preguntamos si no sería que el mundo tocaba a su fin. Después los milicianos nos dijeron que había una guerra. Intentaron explicarnos por qué había sucedido pero no logramos entenderlo muy bien. El caso es que después de varios días de estar por aquí, de que les enseñara todos los escondrijos, dónde se podían conseguir liebres, por dónde circulaban las pocas cabras que llegan hasta aquí, y cómo hacer de los arbustos ungüentos y caldos con los que sobrevivir, me tomaron por la fuerza y me obligaron a irme con ellos hasta el pueblo. Según decían necesitaban tener un rehén para protegerse porque no sabían que situación se encontrarían al llegar allí. Yo les dije que a mí no me conocía nadie, que no les serviría, pero hicieron caso omiso. Me habría sido muy fácil escaparme, con bajar por el desfiladero habría bastado, aquellos hombres no tenían ni idea de cómo andar por las montañas, pero lo cierto es que tenía curiosidad por saber cómo iban las cosas por allí y descubrir si podía encontrar algo que fuera de provecho para la familia.
—Vaya —dijo el periodista—. Esto es la mejor historia que me han contado nunca. ¿Y qué pasó cuándo llegasteis?
—Al divisar el pueblo los milicianos sonrieron y se dieron la enhorabuena. Yo no entendí por qué y tampoco me lo quisieron explicar. Entramos en el pueblo y me llevaron directamente a la autoridad local. El gobernador decidió que debía encerrarme en la prisión y así lo hizo. De nada sirvió que le explicara que yo no tenía nada que ver con aquello, que solo era un ermitaño que vivía en la montaña. Los milicianos corroboraron mi historia pero según él no había nadie que viviera allí arriba y la única posibilidad era que fuese un traidor que había buscado refugio en la montaña. Me encerraron durante tres años hasta que se celebró el juicio, y después me dejaron marchar.
El periodista se quedó callado largo rato. Una mosca intentó colarse en su boca y ese fue el momento en que se dio cuenta de que debía cerrarla.
—¿Pero por qué me han dicho entonces que aquí no vive nadie? —dijo tras esquivar la mosca— ¿Es que nadie se acuerda de lo que le pasó, de la existencia de su familia?
—No creo que quieran acordarse. Tampoco creo que les importe.
—Dios santo. Tiene usted que contarme toda la historia. Esto hay que denunciarlo. Ha sido usted víctima de un ultraje. No podemos dejarlo así. No, señor. El mundo tiene que enterarse de tamaña injusticia.
—Lo pasado, pasado está —le dije borrando con el pie la última de las huellas que habíamos dejado.
—No, tiene que contarlo. Si no lo hace por usted, hágalo por sus hijos. No sabe lo que podrá pasarles cuando usted no esté aquí. El mundo debe saberlo.
—Si no le importa yo prefiero que el mundo no sepa que existo, hasta ahora no me ha ido tan mal ¿verdad?
—De acuerdo. ¿Qué necesita? Dígamelo. ¿Quiere dinero? Le puedo conseguir todo el que quiera —me ofreció aquella sanguijuela.
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jueves, 2 de abril de 2009
El montañero
III
Vamos a abandonar unos instantes al sorprendido periodista y a nuestro aterrado protagonista en ese auto que desciende hacia el llano y el destino. Sí, como este inicio ya muestra claramente, he estructurado el relato en dos espacios claramente diferenciados, de manera que traspasar el umbral que los separa supone para nuestros personajes un cambio, un reverso, incluso la muerte. La liminalidad, pues, del camino en el que nuestros personajes se encuentran en este momento, merece que aflojemos un poco el paso de la narración, y no sólo para que nuestro protagonista no se asuste, sino para que el camino de tránsito entre los montes y el llano revele todo su potencial narrativo.
Qué mejor que situarme yo también allí, en esos caminos tortuosos que suben hacia las ariscas piedras de las cimas. Digamos que soy un montañero, uno de esos que no se amedrentan con los cuentos para viejas; al contrario, cuando llegó a mis oídos, mientras me tomaba un café con leche en el bar del pueblo, que en el Pedregal sólo vivían las brujas y los ogros, me pareció un destino perfecto.
Ahora estoy subiendo por un torrente, aproximadamente a un kilómetro del coche del periodista. Ni nos vemos ni nos oímos. El bosque se cierra sobre mí, y sólo deja abierto el escarpado camino que voy siguiendo. No atisbo claros ni prados, y el sol de la tarde se hace cada vez más tenue; aunque no sería la primera vez, no me apasiona la idea de dormir en medio del bosque. Es un bosque muy virgen, muy poco caminado. Numerosos excrementos animales atestiguan una fauna copiosa y despreocupada. Me acuerdo de mi estudio en la ciudad, mi sofá, mi nevera, mi colección de películas y cds. No, no cambiaría de lugar, estoy donde quiero estar. Pero a la vez tampoco puedo encontrar ningún motivo para estar aquí, rodeado de árboles y de arbustos espinosos. Tan sólo uno: llegar arriba.
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miércoles, 1 de abril de 2009
Una región deshabitada
continuación...
II
—¿Pero es que está usted loco? —me dijo el periodista con una rabia que yo no era capaz de explicar—. Nos va a matar a los dos. ¿Es que no puede tranquilizarse? ¿No ve que si se agarra a mi brazo no puedo mantener la dirección y vamos a ir a parar al desfiladero?
—¡No quiero moverme de aquí! ¡Por Dios que no me muevo! ¡No quiero ir a ningún sitio! —le dije completamente aterrado.
La perspectiva de moverme a una velocidad endiablada en una caja de lata no era lo que tenía en mente esa mañana cuando el sol que entraba por las rendijas me avisó de la llegada de una nueva jornada. Pero tampoco esperaba que en pocas horas vendría un forastero por allí con una cámara de fotos ultramoderna que no pararía de hacerme preguntas sobre la región y sus habitantes.
—¿Ha dicho habitantes? —le dije con sorna en aquel momento—. ¿Ha visto a muchos otros por el camino?
—No. Ya me habían avisado de que una vez que subías Pedregal la zona estaba despoblada. Alguno incluso decía que a estas alturas el aire no es respirable para los hombres, que solo había azores y cóndores. Me avisaron de que si llegaba hasta aquí nadie se hacía responsable de mí. ¿Sabe lo que dicen los de Pedregal?
—Que la zona de las montañas está endiablada —le respondí. El periodista me miró con sorpresa y con un orgullo casi paternal.
—¿Cómo lo sabe?
—Me lo dijo mi padre. También algún que otro montañero que ha logrado llegar hasta aquí. Aunque de eso no le habrán contado nada ¿verdad?
—En absoluto. Lo que me han dicho es que nadie que haya subido ha vuelto con vida. Exactamente igual que en una película de miedo. Hombre, yo no les he creído, pero tampoco esperaba encontrarme con una familia viviendo en los riscos, sin luz, sin agua, sin nada con lo que alimentar a esos seis hijos —me dijo aquel hombre, como si me estuviera reprendiendo por ser un irresponsable y llevar una vida sin sentido.
—En eso se equivoca. Son siete hijos. En la alta montaña hay mucho más para comer de lo que usted podría imaginarse. Está claro que el invierno es duro y que la naturaleza no da facilidades, pero no olvide que mi familia lleva el mismo estilo de vida desde hace siglos. Sabemos cómo sobrevivir. Y mire —le dije poniéndole un brazo sobre el hombro—, rara vez en la vida se te presenta la oportunidad de encontrarte con un montañero que te provee con algunas cosas de necesidad que hacen un poco más fácil la vida de retiro de personas ajenas al mundo moderno como nosotros.
—Supongo que no habrá bajado nunca al pueblo —quiso indagar el periodista.
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